Afganistán jamás ha sido una
potencia futbolística mundial. Aunque el fútbol, pese a quien pese,
resulte ser un deporte que traspasa todas las fronteras y genera
pasiones universales. Hasta tal punto de que -hace unos días- se divulgó
un repugnante vídeo en el que unos talibanes afganos, entre risas, se
pasaban a puntapiés -en un macabro simulacro futbolístico- las cabezas
rapadas de varios rivales recién decapitados. Escuché casualmente en la
radio el sonido de los golpes secos que emitían las patadas propinadas a
esos desventurados cráneos, combinado con las carcajadas de los
monstruosos tuercebotas que así se divertían, y les aseguro que resultan
sonidos difíciles de olvidar. No resulta sencillo encontrar en el siglo
XXI un ejemplo más repugnante de salvajismo y denigración de la
condición humana como el que mostraron esos jóvenes barbudos henchidos
de odio y fanatismo enfermizo.
No voy a hablarles aquí de las causas y las consecuencias del
complejo problema de Afganistán. Entre otras cosas, porque se trata de
una peliaguda cuestión geopolítica que precisa de la opinión de expertos
antes que de la verborrea interminable de tantos “cuñados”
como nos bombardean desde redes sociales y medios de comunicación.
Aunque sí me parece oportuno comentar las grandes paradojas que nuestra
sociedad está mostrando en este drama político y humanitario. Que ponen
crudamente de manifiesto las miserias y contradicciones del “buenismo” occidental hoy imperante.
La primera gran paradoja se concreta en el discutido papel de los
Estados Unidos de América en los escenarios bélicos del mundo. Es verdad
que los norteamericanos han ejercido durante décadas un interesado
-pero ingrato- papel como gendarmes de la política
internacional. El dinero, las armas y los muertos los han puesto
básicamente ellos, en todos los conflictos armados desde la Segunda
Guerra Mundial, para conseguir –a su manera- una paz y estabilidad
duradera para todos. Cosa que siempre ha sido duramente criticada desde
las filas de la izquierda. Pero quienes deploraban tradicionalmente su
presencia ahora despotrican de su ausencia. Hoy abundan las plañideras progres que no entienden como Biden
(supuestamente, uno de los suyos) ha podido abandonar al sufrido pueblo
afgano a su desdichada suerte. Al final, el recurrente odio a los
norteamericanos se manifiesta como en la popular canción: “Ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio. Contigo porque me matas, y sin ti porque me muero”. Aclárense por favor, señores rojos de salón. ¿Qué deben hacer los USA para que a ustedes les parezca bien?
Una segunda paradoja se concreta en el bochornoso papel desempeñado
hasta ahora por el feminismo radical, cuyos furores reivindicativos
decaen de forma vergonzosa cuando las agresiones a las mujeres se
localizan en un entorno cercano a sus postulados ideológicos. Sólo
adivinar lo que va a suceder en el régimen talibán con millones de
mujeres afganas pone a cualquiera los pelos de punta, pero muchas
conocidas activistas parecen guardar sus performances para
concretas demostraciones violentas de machismo nacional. Salvo que las
acusaciones afecten a musulmanes, como se ha demostrado tras una
presunta violación grupal cometida por varios marroquíes a una joven de
19 años en Formentera, que ha pasado sin pena ni gloria entre quienes
despotricaban en su día contra “La Manada”. O que se produzcan
abusos a menores tuteladas bajo un Gobierno autonómico de izquierdas,
que no dan lugar siquiera a una investigación exhaustiva en el Parlament
de les Illes Balears. Contemplar algunas fotos de jóvenes afganas
paseando con minifalda en el Kabul de los años 70 se va a convertir en
una añorada reliquia del pasado, ante el silencio cómplice de muchas
correligionarias tan sensibles hacia otros maltratos de origen
diferente.
Una tercera contradicción la encontramos analizando la situación del
resto de los países islámicos, muchos de ellos vecinos cercanos a la
cruel desdicha del pueblo de Afganistán. Ahora parece que solo Europa es
quien tiene que acoger a los pobres refugiados que huyen despavoridos
ante las amenazas de muerte y opresión. Pero ¿qué opinan los musulmanes
moderados del radicalismo religioso de los talibanes? ¿No están
dispuestos a apoyar y a acoger a tantos hermanos en la fe que huyen de
la muerte, el sometimiento y la desolación? ¿Por qué ante la violencia
del integrismo islámico no se escuchan voces de los musulmanes moderados
explicando que el verdadero Islam es algo muy diferente? ¿Por qué las
terribles consecuencias del enfrentamiento interno entre las facciones
islámicas chiíes y sunníes las tiene que pagar siempre el mundo occidental?
Una última reflexión nos debe conducir, necesariamente, al campo de
la educación. Que resulta extrapolable a muchos otros fanatismos
identitarios bastante más cercanos –geográfica y políticamente- que las
lejanas madrassas que difunden el islamismo radical. Los
chavales que jugaban al fútbol con las desventuradas cabezas de sus
rivales asesinados no tenían mucho más de treinta años. ¿Cómo es posible
acumular -en una edad tan temprana- una cantidad de odio tan bestial
que te lleve a disfrutar con semejante salvajada? ¿Qué pérfidos maestros
han tenido estos pobres desgraciados para acabar insensibilizados y
abducidos de una forma tan animal? Difundir el odio a los rivales
políticos o religiosos acaba trayendo estas consecuencias. Como las que
nos muestran otros jóvenes radicales pateando cascos de policías en el
suelo de nuestras calles. Ninguna causa política, religiosa, lingüística
o cultural justifica odiar. Ni jugar al fútbol con la cabeza de nadie.
Sea un afgano colaborador de algún Gobierno extranjero o un policía
español que desempeña sufridamente su trabajo. Inocular interesadamente
el fanatismo en las mentes de los jóvenes es propio de desalmados. Y aún
más despiadados son quienes lo inspiran que quienes lo ejecutan.
El planeta exhibe hoy bastante mala pinta. Los odios identitarios y
las restricciones de libertades parecen hacernos retroceder varios
siglos en el tiempo. El escritor y periodista norteamericano Rod Dreher ha dicho que el mundo se encamina hoy hacia un “totalitarismo blando” que, bajo una presunta preocupación por las víctimas, ejerce una “inquisición permanente”. Como decíamos los de las generaciones más mayores, “que Dios nos coja confesados”.
Hacedme caso jovenzuelos. Al fútbol se juega con balones.
(MallorcaDiario/30/8/2021.)