En la tertulia deportiva de los
lunes en COPE Baleares, a la que acudo regularmente (fui, durante años,
accionista y Consejero del RCD Mallorca), comentamos la pasada semana un
curioso problema típico del futbol español. El presentador del
programa, el periodista deportivo Jordi Jiménez, nos
aportó una demoledora estadística que demostraba que, en nuestra Liga,
se producen -con una diferencia enorme, además- muchas más faltas, más
amonestaciones, más expulsiones de jugadores y más interrupciones en el
juego por caídas, simulaciones, revisión de jugadas o pérdidas de tiempo
que en las otras Ligas europeas.
El debate que planteaban esos datos objetivos era el siguiente: ¿es
nuestra competición futbolística mucho más violenta que las demás,
cuando hay otras que nos superan notoriamente en intensidad de juego? Y
la respuesta que dimos los tertulianos fue que rotundamente no. ¿Qué
sucede, entonces, en los partidos de la Liga española? Todos llegamos a
la conclusión de que no tenemos problemas con el juego, pero sí con la
errónea actitud disciplinaria del regulador, que condiciona el
comportamiento de los futbolistas en el campo.
Los árbitros españoles de fútbol, a pesar de su preparación, buena
voluntad y dedicación prácticamente profesionalizada, están fuertemente
afectados por un excesivo reglamentismo. Las reglas de juego
del fútbol son de vigencia y aplicación mundial, siendo elaboradas y
revisadas por una Asociación internacional (integrada por la FIFA y las
cuatro Federaciones de fútbol británicas, pues fue allí donde se inventó
este deporte) llamada International Board. Pero luego vienen
los reglamentos, que cada país desarrolla según su propia idiosincrasia.
Y en España existe sobreabundancia de organismos, comités, reglas
interpretativas, criterios disciplinarios, puntuaciones y demás farfolla
reglamentaria que hace que los árbitros estén mucho más pendientes de
cumplir ciertos protocolos administrativos -por las consecuencias
profesionales que para ellos puede acarrear- que de arbitrar
tranquilamente los partidos, pitando con sentido común exactamente lo
que en ellos sucede.
Ese reglamentismo absurdo del fútbol español no es más que
un traslado fiel de lo que sucede en España a nivel político y social.
La vida personal y profesional del españolito medio está tan invadida
por normas, instrucciones, restricciones, ordenanzas y organismos que
hacen que cualquier simple actuación se convierta en una actividad de
riesgo. El afán de los Gobiernos y de las Administraciones españolas por
regular hasta el más mínimo detalle de la vida de sus ciudadanos,
creando al efecto las correspondientes entidades controladoras, genera
una hiperestructura administrativa y normativa que se convierte en un
fin en sí misma. Todo ese aparato sobredimensionado sólo sirve para
retroalimentar a una Administración creciente, pero no para mejorar sus
servicios ni la vida de los ciudadanos. Y el precio que pagamos todos es
el aumento de los impuestos, la merma de la libertad individual, la
imposibilidad de entender todo el complejo entramado normativo que nos
afecta y el consiguiente deterioro de la seguridad jurídica.
Donde más se aprecia todo este absurdo caos reglamentista es en el mundo del urbanismo. La presidenta del PP de Baleares, Marga Prohens, lo acaba de poner de manifiesto en unas recientes declaraciones públicas referidas el nuevo Decreto Urbanístico del Govern balear, en las que ha criticado el actual modelo urbanístico de la izquierda, “basado
en la prohibición hacia los ciudadanos de Baleares y que quiere
controlar todo mediante una Administración pública cada vez más poderosa
e intervencionista”, añadiendo que ”el PP quiere acabar con
este modelo de imposición, ya que es el momento de recuperar la libertad
de las personas, de respetar sus derechos, sus propiedades y sus
esfuerzos”. El diputado del PP Sebastià Sagreras ahondó en el mismo tema, diciendo que la actual normativa “va
contra la seguridad jurídica y la simplificación administrativa, y
otorga a la Administración la capacidad de parar la actividad humana y
económica”.
Es cierto que, ante el acuciante problema de la vivienda, lo único
que se le ocurre al pacto de izquierdas es aumentar las restricciones y
prohibiciones, con el efecto consiguiente de encarecer aún más la
vivienda ya existente. Mariano Juan, coordinador de la Comisión de Territorio y Vivienda de los populares, criticó que el nuevo Decreto “convierte
en rústicas parcelas que eran urbanas por cumplir los requisitos
legales, recalifica parcelas construidas con la categoría de protegidas y
coarta futuros crecimientos necesarios, en un ataque directo a la
propiedad privada”.
El problema no viene sólo por la maraña legislativa, sino por la
creciente ideologización de quienes elaboran las normas y de los
técnicos que luego las interpretan. Aparte de los ataques a la propiedad
privada -que a la izquierda y al nacionalismo les proporcionan una
íntima satisfacción- aquí tienen un ejemplo de reglamentismo
absurdo. Los talibanes del urbanismo balear llevan años demonizando las
piscinas en las fincas rústicas. En una tierra donde vivimos meses bajo
un calor insoportable les molesta que se refresquen los ciudadanos. ¿La
razón de esta chocante obsesión? Antes defendían la tipología clásica de
las viviendas baleares, y ahora añaden el argumento de la reducción del
consumo de agua, aunque hoy las piscinas se llenan con agua desalada
cuyo canon todos pagamos igualmente a las desaladoras. El nuevo Decreto
Urbanístico 10/2022, ante la demanda social y lo ridículo de la
situación, permite una sola piscina por finca (aunque tenga 200
hectáreas) y de un máximo de 35 metros cuadrados. Como la familia sea
algo numerosa tendrán que decidir bañarse por turnos. Para regular las
cosas así hay que ser muy fanático, y además muy mendrugo.