NO HAY PEOR SORDO QUE EL QUE NO QUIERE OIR.
Jean Françoise Revel
Muerto el socialismo, en todas partes se privatiza, se liberaliza, se acepta la globalización. ¿Qué hay fuera del satanizado neoliberalismo? El conocido escritor francés explica las herejías de su último libro, “La gran mascarada”.
Aún sus adversarios lo reconocen como el primer polemista de Francia, excepcional distinción en el país de Voltaire donde los polemistas, como las trufas en otoño, se dan silvestres. Su aspecto, a primera vista, es el de un robusto y colorado “bon vivant” de 76 años, amante del vino y de la buena mesa. Pero al lado de este personaje tan terrenal, se deja percibir en Jean Francois Revel un fino orfebre de las ideas y un sólido devoto de la lógica y del sentido común.
“Ama las ideas - escribió a propósito suyo el periodista francés Franz-Olivier Giesbert -, y en cuanto percibe una falsa, se relame y se anuda una servilleta alrededor del cuello, antes de cortarla en pedazos con una alborozada gula”. De esta manera suele dar cuenta de los más sacralizados dogmas de libre circulación hoy en la prensa, en los libros o en el mundo político. Y no es nada piadoso con ellos, porque el rigor de sus análisis lo suele condimentar con una divertida ironía y a veces con una feroz mordacidad, que son como la sal y la pimienta de sus textos. En él, la lectura de la realidad y la elaboración de ideas van de la mano. Observa los acontecimientos de nuestra época con el cuidado que un campesino pone en sus vacas o sus gallinas, pero las conclusiones que saca de esa observación escrupulosa son de una refinada elaboración intelectual. No en vano es un miembro de la Academia Francesa y filósofo de formación, egresado de la misma Escuela Normal de donde salieron un Sartre o un Raymond Aron. Esa voracidad informativa suya ( desde el amanecer lee los periódicos o escucha las noticias en la radio) puesta al servicio de un espíritu profundamente analítico, además de su doble condición de periodista y explorador de la historia, le permitieron pronosticar, en “Ni Marx ni Jesús” la muerte del comunismo cuando nadie creía esto posible. Pero ahora que la caída del muro de Berlín y la desaparición de la URSS le han dado la razón, se sorprende comprobando que no por ello se ha puesto en tela de juicio la validez del socialismo. “Marx murió pero los franceses no quieren saberlo”, declaró alguna vez. Y tal vez lo mismo sucede en América Latina, continente donde los dogmas de un marxismo primario sustentan al régimen de Castro, a los partidos de la izquierda socialdemócrata, al gobierno populista de Hugo Chávez y, desde luego, a las guerrillas en Colombia y en Chiapas. También esos mitos perduran en muchos socialistas europeos, pese a que un Felipe González, un Tony Blair, un Gerhard Schröeder y un Maximo D´Alema o un Veltroni se apartaron de Marx para darle otro rumbo a sus respectivos partidos.
A esta supervivencia de la utopía socialista en el mundo alude el último libro de Jean-Francois Revel, “La grande Parade”. Clasificado como el ensayo más leído en Francia en el último año, ahora aparece en castellano bajo el título “La gran Mascarada”. Con ese motivo Revel ha venido a Madrid. Su libro tiene como punto de partida la siguiente paradoja: a pesar de que el comunismo no se aplica en ninguna parte, se le condena cada vez menos; y a pesar de que es condenado casi universalmente, el liberalismo se aplica en todas partes. ¿Por qué?
¿Por qué, Jean Francois Revel?
Es una paradoja que tiene una explicación. Entre 1917 y 1991 tuvimos un socialismo real: el de los países comunistas. Y no era bueno. Mal que bien, la izquierda no comunista se veía obligada a reconocer los errores y aún los horrores de este sistema: el “goulag”, los desastres económicos de la Unión Soviética, las masacres del gran salto hacia delante en China, el “boat people” de Vietnam, etc. Pero, desaparecido el socialismo real y libres ya de esa incómoda realidad, políticos e intelectuales de izquierda, en todas partes, pueden hoy regresar cómodamente a un socialismo que recupera su primitiva condición de utopía. Y la utopía, por definición, es imposible de objetar. Así, sus bellas intenciones y sus ideas generosas de igualdad y justicia social se enfrentan ventajosamente al infame liberalismo, lleno de defectos...
Qué es la realidad en el mundo de hoy....
Claro. En todas partes se liberaliza, se privatiza, se acepta la apertura al mercado internacional. Es una evolución mundial, a la que no escapan ni siquiera países dirigistas como la India. Los propios chinos quieren comprar y vender en Europa y en América. Chile, Argentina y Uruguay, donde estuve el año pasado, esperan que les compremos, sin trabas, sus productos agrícolas. Nadie es tan loco como para encerrarse en sus propias fronteras. La globalización es un hecho a mi modo de ver irreversible.
Déjeme ser abogado del diablo. Se dice que la globalización sólo sirve los intereses de los grandes consorcios y que contribuye a sumir a los países del Tercer Mundo en la miseria y en la injusticia. ¿Qué replica usted a eso?
A quien habla en esos términos contra la globalización o mundialización uno le pregunta: ¿bueno, está usted a favor de cerrar las fronteras? No, no, de ningún modo, contesta. ¿Quiere usted la colectivización de los medios de producción? Tampoco. ¿Está usted contra la libertad de comercio y la libre circulación de personas? No, claro que no, le responde. No quiero decir eso. ¿Entonces que es lo que quiere decir?, pregunta uno, porque en realidad no ve donde está la otra alternativa. Eso me recuerda una frase del general Velasco Alvarado recogida en el Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano: “El gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas no es ni capitalista ni comunista sino todo lo contrario”.
¿A qué obedecen entonces las protestas contra la globalización en Seattle, Davos o Praga?
Eso tiene para mí una explicación. La intelligentzia de la izquierda no comunista tuvo en todas partes una formación marxista. Filosóficamente se formó en la idea de que debía acabarse con el capitalismo, fuente de todas las injusticias. De modo que para esos izquierdistas el peligro supremo sigue siendo el capitalismo, aunque no exista ya otro modelo con que reemplazarlo. Esa es todavía la filosofía de muchos. Sólo que se encuentran ya muy desorganizados intelectualmente. Se contentan, pues, con ir a Seattle, a Davos o a Praga para apedrear o quemar los Mac Donalds. ¿Y que han conseguido con ello? Pues que los países ricos, como sucedió en Seattle, mantengan cerrados sus mercados agrícolas, en detrimento de los países pobres. Como ve, el pensamiento dialéctico ha caído muy bajo.
Continuando en el papel de abogado del diablo: se dice que el liberalismo, llamado entre nosotros neoliberalismo, es la expresión de un capitalismo salvaje que en busca del beneficio se olvida de los pobres. ¿No admite que al menos en ese sistema hay fallas?
Como le decía antes, las políticas liberales se extienden en todo el mundo y, al mismo tiempo, en el plano ideológico, la insurrección contra el liberalismo se hace muy intensa. Se puede encontrar en un sistema liberal toda suerte de defectos, de injusticias, de desigualdades, justamente porque no parte de una construcción ideológica sino de un manejo de la realidad, que es siempre compleja. Las ideologías, como elaboraciones teóricas, son perfectas. La realidad nunca lo es. Adam Smith no postuló una teoría. Simplemente observó qué era lo que había permitido a unas sociedades volverse más ricas que otras y extrajo las consecuencias. Y son, por cierto, las sociedades liberales las que establecieron los grandes sistemas sociales. A ellas pertenecen la seguridad social, los subsidios familiares, las indemnizaciones por desempleo y otras prestaciones sustanciales. Claro que para lograr eso hay que crear riqueza, y la riqueza se crea dejando trabajar la empresa privada y no ahogándola. No se puede proteger a los pobres con una economía deficiente.
¿No hay para usted otra alternativa?
No hay otra, puesto que la única que existía, fuera del capitalismo, era el socialismo y fracasó. Hoy lo que existe son diferencias sobre el modo de aplicar el capitalismo: con más o menos mercado, con más o menos impuestos o con una u otra forma de redistribución.
¿Qué explicación tendrían los calificativos de neoliberal o de ultraliberal y la identificación que se hace de ellos con la derecha o extrema derecha?
Son simples métodos totalitarios de descalificación, que los nostálgicos del marxismo lanzan contra los partidarios de la libertad económica. Con ellos no se puede discutir. Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, me dijo tranquilamente un día que Mario Vargas Llosa era fascista. ¿Por qué dice eso?, le pregunté yo. Vargas Llosa no ha hecho sino escribir contra las dictaduras de derecha y de izquierda. Es un demócrata. Bueno, para Ramonet era fascista porque no estaba en contra de la globalización ni de los Estados Unidos..
¿Cómo se explica que Castro todavía sea bien visto por la izquierda de muchos países?
Política y económicamente nadie cree ya que Castro sea un ejemplo de nada. Pero juega en su favor, al menos para la izquierda, su antiamericanismo. Y luego existe esta especie de superstición en torno al concepto mismo de revolución. La culpable de ello, supongo, es la revolución francesa. Revolución es una noción sacralizada. Se piensa que es algo siempre noble y desinteresado. Tiene una connotación romántica. Todo lo que se haga en nombre de ella tiende a ser justificado.
Hay quienes van a Cuba y ven pobreza generalizada y miedo. Y hay quienes, al contrario ,no ven nada de estas cosas o le encuentran explicaciones plausibles. ¿Cómo explicar esta visión tan opuesta?
Existe la mentira. La mentira gobierna al mundo. Muchas gentes fueron a la Unión Soviética en los años treinta y vieron las mismas cosas que André Gide había visto, pero pintaron otro cuadro. Entre ellas, el propio Malraux, cuando era un compañero de viaje del comunismo. Otros iban a la China de Mao y regresaban diciendo que todo era maravilloso sabiendo que eran mentiras Al lado de ellos, había obreros franceses que iban a trabajar a la URSS y a su regreso contaban lo que habían visto a sus amigos en el café; algo mucho más exacto. Claro, ellos no eran intelectuales. No escribían en “Les temps modernes”...
Su libro “La gran mascarada” quebró un tabú al comparar el comunismo con el nazismo. Muchos dijeron que eso no era justo porque el comunismo, después de todo, representó para la clase obrera una esperanza. ¿No exageró al hacer esta analogía?
No he sido el primero en decirlo. Lo dijo Gide en su libro “Regreso de la URSS” en 1936. Lo dijo el más venerado de los dirigentes socialistas de Francia, Leon Blum. Lo dijeron escritores de la izquierda no estalinista. Hay historiadores que aceptan esta tesis. La estructura de los dos regímenes era muy similar. Inclusive en la Alemania nazi había una gran admiración por la restauración del Estado que había hecho Lenín. Antes del Pacto Germano soviético de 1939, funcionarios nazis viajaron a la Unión Soviética para conocer el funcionamiento de los campos de concentración.
¿No hay entonces diferencias?
Si las hay. La gran diferencia es que la ideología nazista es directa. Hitler dijo todo lo que se proponía hacer. La ideología comunista, en cambio, estaba matizada por la utopía. Era engañosa. Ofrecía cosas muy nobles y atrayentes. La felicidad, la igualdad...Y mucha gente, de buena fe, creyú q e todo eso vendría con el socialismo. Y en vez de prosperidad, encontró pobreza; en vez de libertad, opresión.
En busca de ese proyecto liberador, ahora en España, como en Colombia, hay gente que se considera con derecho de matar. ¿Qué papel juega en ello la ideología?
El totalitarismo construye siempre una ideología que da tales dispensas. Ellos piensan: nosotros tenemos la verdad absoluta y, por lo consiguiente, tenemos el derecho al poder absoluto. Si no nos dan ese poder, tenemos el derecho de matar a quienes no estén con nosotros. No importa si esas fuerzas totalitarias se encuentran en una democracia donde hay elecciones y libertad de expresión. Es precisamente su condición minoritaria la que los lleva a emplear la violencia. La violencia es el sustituto de los votos que no tienen.
¿Dónde estaría hoy la frontera entre izquierda y derecha?
En la política que aplican los gobiernos, ninguna. Todos se ven obligados a aceptar la lógica de la evolución económica. De ahí que los partidos socialistas de hoy en día sólo tienen de socialismo el nombre. El socialismo, tal como se concibió en el siglo XIX y trató de aplicarse en el siglo XX, con la apropiación por el Estado de los medios de producción, ha muerto. Sobrevive sólo como utopía. Y la utopía no puede servir de remedio para los males que genere el capitalismo. La corrección de esos males sólo podrá venir del propio liberalismo. No hay una vía diversa.
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