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martes, 5 de agosto de 2008

Solzhenitsin y Benet

5/8/2008.


Solzhenitsin y Benet (Pío Moa)



Cuando Solzhenitsin vino a España, todavía en el franquismo aunque ya muerto Franco, dijo unas cuantas verdades comparando la dictadura española con la soviética: "Los españoles son absolutamente libres para residir en cualquier parte y de trasladarse a cualquier lugar de España. Nosotros, los soviéticos, no podemos hacerlo en nuestro país. Estamos amarrados a nuestro lugar de residencia por la propiska (registro policial). Las autoridades deciden si tengo derecho a marcharme a tal o cual población (...) Los españoles pueden salir libremente de su país para ir al extranjero (...) En nuestro país estamos como encarcelados. Paseando por Madrid y otras ciudades (...) más de una docena, he podido ver en los kioscos los principales periódicos extranjeros. ¡Me pareció increíble! Si en la Unión Soviética se vendiesen libremente periódicos extranjeros se verían inmediatamente docenas y docenas de manos tendidas y luchando por procurárselos (...) También he observado que en España uno puede utilizar libremente las fotocopiadoras (...) Ningún ciudadano de la Unión Soviética podría hacer una cosa así en nuestro país". Etcétera.

Estas declaraciones, plenamente veraces, solo podían causar, y solo causaron, una furibunda reacción en nuestra izquierda, de tendencias siempre tiránicas y violentas. La prensa y los periodistas comunistoides, ya abundantes, pusieron el grito en el cielo, cosa previsible. Lo realmente significativo es que fueron aventajados en furia por otros no comunistas, los célebres "compañeros de viaje" o "tontos útiles". El más ofensivo y gritón de ellos resultó Juan Benet, que llegaría a ser el intelectual típico de El País, con todo el sectarismo, la simpleza y el esnobismo intelectuales característicos de esa corriente. Benet, muy influyente por entonces, escribió: "Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Solzhenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexandr Solzhenitsin no puedan salir de ellos."

Me escribió J. P. Quiñonero que no debiera insistir sobre estas palabras, porque Benet se arrepintió de ellas y realmente no las sentía. No sé si se arrepintió, ni, si lo hizo, por qué razón; pero la gente tipo El País ha sido siempre muy dada a recordar frases dichas en mala hora por sus adversarios, o a tergiversarlas y sacarlas de su contexto, incluso inventarlas. En las frases citadas de Benet no hay tergiversación ni manipulación alguna, y su contexto abundaba ampliamente en la misma tónica. Pero no las recuerdo por eso sino porque formaban parte de un coro de insultos canallescos ("mentiroso", "paranoico", "bandido", etc., etc.) en que aquella intelectualidad "progresista" mostraba una vez más, en plenitud, su tradicional canallería y estupidez, que diría Gregorio Marañón, su total carencia de ideas y sentimientos democráticos.

No menos significativo fue el órgano donde exponía Benet sus brillantes ideas: Cuadernos para el diálogo, una publicación cristiana, o cristiano-demócrata. Diálogo, bonita palabra, piensan los ingenuos, pero, ¿diálogo con quién? Pues con los comunistas, con los constructores del Gulag, para quienes reservaban la más tierna comprensión aquellos fariseos. Para Solzhenitsin, nada de comprensión; para él el Gulag, precisamente. Caído el muro de Berlín, los "diálogos" se han trasladado a los asesinos de la ETA. La vieja querencia, en fin.

Por eso viene bien recordar un episodio tan revelador ahora, en la muerte de Solzhenitsin, uno de los grandes testigos, víctimas y denunciadores de la barbarie totalitaria. El sistema soviético se hundió, mientras que la obra del premio Nobel ruso permanece. Y los detestables mindundis literarios e intelectuales que aquí se retrataron abucheándole en los términos más repulsivos, han pasado –salvo alguno como Cela, de quien también hablaré– a un muy merecido olvido. El gran autor ruso queda como un símbolo. También Benet, a su torpe manera.

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Martes, 05-08-08
NO es España por supuesto el único país en el que se ha insultado, difamado y e injuriado al ahora fallecido Alexander Solzhenitsin, uno de los máximos hombres de letras del siglo XX, sin duda el escritor ruso más importante desde Toltsoi y Dostoievski y uno de los ejemplos más preclaros de la capacidad del ser humano de convertir su espíritu, llámenlo alma, en fuerza inquebrantable. Hace tiempo ya que callaron para siempre los que desde el poder soviético le llamaron «traidor y loco» antes de que fuera privado de su ciudadanía y expulsado a Occidente. Para el pueblo ruso es un clásico desde mucho antes, desde que la efímera apertura bajo Jurschov, después del XX Congreso del PCUS, permitió que se publicara «Un día en la vida de Iván Denisovich», el relato de una jornada en un campo de trabajo soviético que cambió para siempre la percepción de los rusos del régimen comunista. En Occidente, también entre los disidentes soviéticos, se le consideró un excéntrico, un ultranacionalista, un religioso radical. Aunque como le decía a la escritora norteamericana Susan Sontag el poeta ruso Joseph Brodsky, como Solzhenitsin, Premio Nobel de Literatura y exiliado en EE.UU., «nos podemos reír mucho de Solzhenitsin, pero todo lo que ha dicho siempre es verdad». Henry Kissinger, como secretario de Estado, desaconsejó al presidente Gerald Ford recibir a Solzhenitsin «porque el encuentro podría ser malinterpretado no sólo en la cúpula soviética». Aunque recién salido del «Archipiélago Gulag» que después describiría en su inmensa obra sobre el exterminio de millones de seres humanos en aquella geografía paralela de los campos de prisioneros soviéticos, Solzhenitsin ya había atacado como «cobardía» la retirada norteamericana de Vietnam y criticado fenómenos de la vida de las democracias y el capitalismo como la rapacidad, el populismo, la falta de respeto a la persona, a su dignidad e intimidad, el desmoronamiento ético y cultural o el desprecio al hecho religioso. Así se ganó a pulso Solzhenitsin las descalificaciones como «ultraderechista» con su demoledora denuncia de la brutal miseria del régimen comunista -que ya sólo gozaba de prestigio en ciertos sectores de un Occidente que no lo padecía- y su falta total de entusiasmo por las democracias, tantas veces cobardes y siempre autocomplacientes. En España fue peor porque, cuando muy superficialmente se comenzó a conocer aquí su obra, la hegemonía cultural y mediática de la izquierda ya se había instalado firmemente con esa zafia y mentirosa administración de verdades que condena la duda y la discrepancia, heredada del franquismo y del antifranquismo totalitario.

El trato a Solzhenitsin, con tan pocas voces capaces de defenderlo, no ya el incuestionable monumento literario de su obra -que perdurara cuando sus críticos más célebres no aparezcan ni en el «Google»- sino su incorruptible voluntad de verdad, de honestidad intelectual, demuestra que nuestras miserias actuales vienen de lejos. Hoy la mentira y la perversión de la palabra son ya el principal instrumento de Gobierno. Su efectividad está fuera de duda. Los ciudadanos -la casi inexistente protesta contra la liberación de De Juana Chaos lo demuestra- son en su inmensa mayoría insensibles a lo que no sea su nómina o la subvención cuando aquella no exista. Y los discrepantes son vapuleados con insultos, descalificaciones y con la vil caricaturización y manipulación de sus denuncias y demandas. Así, los cancerberos de este patio de monipodio mentiroso acaban de sentenciar que quienes piden medidas para impedir la humillación de las víctimas de De Juana Chaos exigen «la ley del ojo por ojo». Dicha barbaridad no tendrá respuesta. La sociedad ha cerrado por vacaciones. O por bancarrota. Desde luego por quiebra moral.


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