(Pablo Iglesias con el comunista puño en alto.)
PODEMOS Y LA VIOLENCIA.
El fracaso electoral de Unidos
Podemos –una coalición diseñada para alcanzar el poder y que se ha
quedado en 71 diputados- está teniendo como una de sus primeras
consecuencias la radicalización del discurso de Pablo Iglesias y, como
hemos visto en las últimas horas, un peligroso deslizamiento hacia
posiciones aún más demagógicas y a la justificación, cuando no el uso,
de la violencia.
El motín en el CIE de Aluche
nos ha permitido ver lo peor de un partido que no tiene ningún reparo
en utilizar una situación de emergencia en el orden público para hacer
su peor demagogia, lanzar gravísimas acusaciones a las fuerzas y cuerpos
de seguridad del Estado y demostrar, una vez más, que no han venido a
gestionar instituciones tan importantes como el Ayuntamiento de la
capital de España, sino a hacer propaganda barata.
Carmena y sus concejales han hecho un ridículo fenomenal en
un área en la que no tienen competencias, en una situación en la que
nadie les ha nombrado interlocutores y en un conflicto que, como ha
demostrado la Policía, podía solucionarse de forma pacífica si se dejaba
trabajar a los profesionales en lugar de a un grupo de activistas del
tres al cuarto.
Más grave aún es, probablemente, lo ocurrido en la Universidad Autónoma de Madrid. Libertad Digital es, sin duda, uno de los medios que más ha criticado a Felipe González y a Juan Luis Cebrián,
pero una cosa es la crítica política o intelectual, que puede ser
durísima, y otra muy diferente usar la violencia de la mano de
proetarras para expulsar a dos conferenciantes –sean quienes sean- de
una universidad a la que han sido invitados.
Como abiertamente afirmaba Íñigo Errejón
hace sólo unas horas, Podemos pretende controlar las universidades, la
cultura y la vida intelectual del país –"hemos de dirigir el rumbo
cultural de nuestro país", decía- como un paso previo a la dominación
política. Y obviamente no van a hacerlo por la calidad de sus penosos
argumentos, sino por el método que con tanto éxito puso en marcha la ETA
–a cuyos amigos recurren, tal y como hemos visto este miércoles- o al
que ha recurrido también el nacionalismo catalán: usar la violencia y la intimidación para expulsar del tablero de juego a todo aquel que no comulgue sumisamente con sus disparatadas ideas.
Caído el disfraz electoral, los que se presentaron a las
elecciones como "la sonrisa de un país" desvelan de nuevo la realidad
detrás de aquella máscara: la de un grupo de arribistas y ultras dispuestos a todo para alcanzar el poder y que no vacilarán en usarlo de la peor manera si, esperemos que no, logran algún día su objetivo.
Cabe preguntarse si los cinco millones de españoles que les
apoyaron electoralmente son conscientes de a quién han dado su voto. Es
de temer que algunos sí, pero ahora que estamos viendo su verdadero
rostro muchos no podrán sino apartarse de un partido que no está
dirigido por demócratas al uso, sino por revolucionarios violentos que añoran las checas y las guillotinas.
(Edit.ld.)
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