Por qué soy nacionalista español
Nada más fácil que reconocer a un nacionalista español:
lo son todos los que dicen que el nacionalismo español no existe. Y es
que el nacionalismo español, que haberlo haylo, se avergüenza de sí
mismo. Es su seña de identidad. Demasiada apropiación indebida a manos
de la carcundia. Demasiado folclore iconográfico con aroma a alcanfor.
Demasiada caspa. El nacionalismo español, que claro que existe, no se
atreve a salir a la calle por eso. Un problema estético en última
instancia. Véase, si no, el caso catalán. En Barcelona, y únicamente con
los votantes de Ciudadanos, que van para trescientos mil, se podría
haber montado una bullanga callejera similar al alarde norcoreano del 11
de septiembre. Igualita. Pero no.
A la concentración de la Plaza Cataluña acudieron los cuatro gatos de siempre. Ni uno más. Treinta mil almas calculan los organizadores con algún optimismo militante. Nada con sifón.
Al nacionalismo español realmente existente, que de alguna manera habrá que llamar a cuantos postulamos preservar la unidad de España, procedería hacerle un urgente lavado de cara semántico. Ya que se ha demostrado sutileza estéril el declararse no nacionalista, digámonos nacionalistas españoles sin ambages. Para un nacionalista, es sabido, todo el mundo tiene que ser nacionalista.
Para ellos, se es nacionalista igual que se es calvo o albino: por estricto imperativo genético. Así los nacionalistas catalanes, que tienen por furibundo nacionalista español a quien descrea en lo más mínimo de su fe tribal. Razón última de que se les antoje inconcebible que cualquier crítica a los cimientos de su nacionalismo no proceda de otro nacionalismo opuesto, en este caso, el español. Aunque ocurra, pese que a nuestros pobres catalanistas les resulte extravagancia inaudita, que no todos creamos que las naciones sean unidades de destino ni en lo universal, ni tan siquiera en lo comarcal.
Pero no perdamos más el tiempo con bizantinismos nominales. Afirmémonos nacionalistas. Qué más da. Eso sí, hagamos que nuestro nacionalismo se
parezca al colesterol, que lo hay del bueno y del malo. Al modo de esas obediencias sincréticas de Oriente que amparan en su seno el culto a todos los dioses, nuestro nacionalismo laico no debería escandalizarse ante las distintas preferencias nacionales que cohabitan en España. Al contrario, nuestro españolismo buscaría su fundamento último en no pretender imponer el españolismo a nadie. Porque podemos ser nacionalistas, sí, pero nunca seremos iguales. Jamás.
Un nacionalista catalán combate por el concepto de identidad; un nacionalista español, en cambio, lo hace por la idea de ciudadanía. Un nacionalista catalán cree que lo que hace reconocible a su nación es la cultura nacional; un nacionalista español, por el contrario, se puede reconocer a sí mismo en varias culturas nacionales, para nada excluyentes. Sí, salgamos, al fin, del armario.
A la concentración de la Plaza Cataluña acudieron los cuatro gatos de siempre. Ni uno más. Treinta mil almas calculan los organizadores con algún optimismo militante. Nada con sifón.
Al nacionalismo español realmente existente, que de alguna manera habrá que llamar a cuantos postulamos preservar la unidad de España, procedería hacerle un urgente lavado de cara semántico. Ya que se ha demostrado sutileza estéril el declararse no nacionalista, digámonos nacionalistas españoles sin ambages. Para un nacionalista, es sabido, todo el mundo tiene que ser nacionalista.
Para ellos, se es nacionalista igual que se es calvo o albino: por estricto imperativo genético. Así los nacionalistas catalanes, que tienen por furibundo nacionalista español a quien descrea en lo más mínimo de su fe tribal. Razón última de que se les antoje inconcebible que cualquier crítica a los cimientos de su nacionalismo no proceda de otro nacionalismo opuesto, en este caso, el español. Aunque ocurra, pese que a nuestros pobres catalanistas les resulte extravagancia inaudita, que no todos creamos que las naciones sean unidades de destino ni en lo universal, ni tan siquiera en lo comarcal.
Pero no perdamos más el tiempo con bizantinismos nominales. Afirmémonos nacionalistas. Qué más da. Eso sí, hagamos que nuestro nacionalismo se
parezca al colesterol, que lo hay del bueno y del malo. Al modo de esas obediencias sincréticas de Oriente que amparan en su seno el culto a todos los dioses, nuestro nacionalismo laico no debería escandalizarse ante las distintas preferencias nacionales que cohabitan en España. Al contrario, nuestro españolismo buscaría su fundamento último en no pretender imponer el españolismo a nadie. Porque podemos ser nacionalistas, sí, pero nunca seremos iguales. Jamás.
Un nacionalista catalán combate por el concepto de identidad; un nacionalista español, en cambio, lo hace por la idea de ciudadanía. Un nacionalista catalán cree que lo que hace reconocible a su nación es la cultura nacional; un nacionalista español, por el contrario, se puede reconocer a sí mismo en varias culturas nacionales, para nada excluyentes. Sí, salgamos, al fin, del armario.
(José Garcia Dominguez/ld)
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