(Este catalanista- jugador de fútbol- es un ejemplo de las altas cotas de gilipollez que son capaces de alcanzar los de su cuerda. Hay que reconocer que no es fácil ser tan estúpido.
PD. Pueden leer el artículo del director de ABC acerca de los méritos de España y de los españoles. Si los catalanistas no fuesen tan torpes y mezquinos, darían las gracias por pertencer a España.)
GILIPOLLAS CATALANES.
Oleguer Presas entra en campaña: «No hay nada que hacer con esta España»
S. d.
Día 08/04/2015 –
(ABC)
La baja autoestima de España
Bieito Rubido.director
de abc - Día 29/03/2015 – (ABC)
Al
margen de ciertos tópicos más bien locales, los españoles somos uno de los
pueblos con más baja autoestima de todo el globo terráqueo. Lo ha
constatado un observatorio internacional auspiciado por la ONU, en el que
chinos y rusos ocupan los primeros puestos. Ambas nacionalidades están
encantadas con su país, con su cultura, con su historia, incluso con el
presente que les toca vivir. No así nosotros. Nuestro déficit de
patriotismo y escaso aprecio no se compadecen con los hechos ni datos objetivos
de lo que fue, y es, España.
Uno de los lugares más seguros del mundo, por ejemplo, es
España. El quinto. No
llegan al centenar los asesinatos registrados aquí cada año. Quedan lejos de
las 9.000 muertes violentas de Estados Unidos. Y aún más de los 25.000
homicidios de Venezuela. Apenas el diez por ciento de los españoles poseen
armas, la mayoría por su afición a la caza.
Tan sólo Japón nos supera en esperanza de vida: somos el segundo país con la población
más longeva. Más años y
de mejor calidad. La mortalidad infantil es
la tercera más baja de todo el concierto internacional. El secreto radica, en buena medida, en una
excelente asistencia sanitaria, que sigue siendo gratuita y universal.
Lo constata
otro ranking mundial: España es la octava nación
que más porcentaje del PIB destina al mantenimiento del Estado del bienestar,
por delante de Alemania o Estados Unidos. Un dinero que saben transformar en
salud profesionales altamente cualificados, que convierten nuestra medicina en
puntera; y también es modélica en ámbitos como la donación de órganos. Gracias
a la ciencia y a la solidaridad ciudadana, lideramos a nivel mundial las
estadísticas de trasplantes de órganos, una segunda oportunidad para la
vida que no distingue extracción social ni conoce límites regionales.
Es
cierto que en Educación también vamos primeros, pero en fracaso escolar. A lo largo de la última década, se ha
duplicado el presupuesto destinado a esta área: nada menos que 21.000 millones
de euros, una de las cifras más altas entre los miembros de la OCDE. El
problema de la enseñanza en España no es de dinero, sino de modelo. Así lo ha
constatado el mismo organismo encargado de las pruebas PISA, esas en las que
tan malparados salimos siempre.
Los
euros no se nos van en armas. Somos el miembro de la UE, junto con Luxemburgo, que
menos dedica a sus ejércitos. Y el 80 por ciento de esa partida se va en atender las nóminas de
120.000 profesionales. Apenas mil millones para que funcione Defensa. Es
probable que esta cuantía sorprenda por escasa. Pero los números no engañan, y
conviene fiarse de ellos más que de sus intérpretes. En el momento actual de
España resulta habitual la falsificación de los datos. Se tergiversan con
demasiada impunidad, y con una postura muy poco honesta.
Cifras
tozudas que avalan nuestras letras: contamos con un idioma de uso
universal, hablado por cerca de 500 millones de personas. Sólo en México lo emplean 115 millones
de ciudadanos, y es la primera lengua para 70 millones de hablantes en los
Estados Unidos. Poner precio a este caudal es imposible, entre otros motivos,
por colosal. Estar unidos por la palabra multiplica las oportunidades del
hombre.
También
superar las distancias físicas; somos el segundo país con mayor implantación de
vías de alta velocidad, unos 3.000 kilómetros. Y la tercera
potencia turística mundial.
Gustamos. Nos
visitan aquí, pero también nos requieren allá: casi
el 40 por ciento de las grandes obras públicas mundiales están siendo
construidas por empresas españolas. 300 millones de usuarios reciben
el servicio de Telefónica y las dos principales entidades bancarias españolas
lideran la zona euro e Iberoamérica; sin olvidar que la primera multinacional
de la moda del planeta tiene su sede en La Coruña o que conservamos el
segundo mayor patrimonio histórico-artístico de todo el mundo. Por no hablar de
los éxitos deportivos de la última década.
Esta
es la realidad del lugar donde vivimos. Es una realidad brillante. Luminosa.
Prometedora. Una historia que no merece ser enturbiada ni manipulada por
frustraciones personales. En todo tiempo
y en toda sociedad, aun en los mejores contextos, existe gente postergada,
insatisfecha o fracasada. No reduzcamos la visión global al territorio de lo
individual, al menos no en este análisis. Obremos y opinemos con
justicia.
¿Qué
ocurre en España para que los españoles odiemos incluso a nuestro país? ¿Qué extraño sortilegio se guarece en el
alma de los habitantes de esta vieja nación para que no existan autoestima ni
orgullo de pertenencia? La autoestima es el resultado de la forma en que
interpretamos nuestra historia y proyectamos nuestro futuro. Las causas de
nuestro desapego colectivo transitan desde el desmoronamiento de un imperio
colosal a lo largo de siglos hasta un proceso de años de deterioro y derrotas,
junto con la desgarradora Guerra Civil. Hasta llegar al presente, en el que
concurren nuevos factores objetivos. Me atrevo a apuntar alguna posible
causa:
La
irrupción de los nacionalismos vasco y catalán no ha ayudado en absoluto al
aprecio de los españoles por sí mismos. Nunca han sido más beligerantes que ahora. Han
construido su superioridad sobre el resto de España retorciendo la Historia y
despojando nuestro pasado de todo rasgo de grandeza. Es más, han demonizado
todo lo que tiene que ver con España y los españoles para justificar su
desapego e incluso su ataque al Estado y a sus estructuras.
La Guerra
Civil abrió heridas de muy difícil cauterización. Cualquiera de los dos bandos podría
helarnos el alma, como lamentó Machado. Fue en la primera mitad del siglo
pasado cuando se hicieron trizas cualquier incipiente orgullo patrio y la
posibilidad de edificar un futuro compartido.
El período
franquista sirvió para que tanto la izquierda interior como la exiliada
cargasen contra nuestro país para presionar al régimen. Esa izquierda, que
se sentía moralmente superior, fue ridiculizando, por ideología o por mera
contraposición, los símbolos de nuestra grandeza, que el régimen quería
recuperar. Así, El Cid quedó en un mero cazador de recompensas, la Reina
Isabel no se lavaba, Felipe II fue recordado como un monarca oscuro, y la
cultura española fue despreciada. Aquella izquierda no logró acabar con
Franco, pero casi termina con cualquier vestigio de orgullo patrio.
La
transición iniciada en los setenta pretendió restaurar ese patriotismo, pero el complejo del
PSOE, reconocido por sus líderes, relegó nuestros símbolos a un bochornoso
segundo plano, que
lastra cualquier intento de catarsis emocional. El empeño que en ello puso
Zapatero encontrará difícil indulgencia por parte de la Historia.
La clase
dirigente actual se ha demostrado incapaz de dibujar un futuro en el que
podamos proyectar nuestros valores y nuestra dignidad como gran nación. Es
difícil construir sobre un pasado dilapidado. Complicado también vislumbrar un
mañana al que no nos atrevemos a asomarnos porque nos avergonzamos,
inexplicablemente, de España y de ser españoles. Nos queda la esperanza de
que las jóvenes generaciones miren a su país con ojos más limpios que los de
sus abuelos.
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