Ahora el problema ya no es Cataluña: es España
No sólo este
Gobierno, sino todas las instituciones del Estado, se han mostrado incapaces de
defender lo único que cabalmente justifica su poder: la soberanía nacional.
Es una evidencia que Artur Mas ha ganado. Sencillamente, porque ha conseguido lo que quería. Los separatistas nunca habían creído realmente posible un referéndum legal a la escocesa; el precedente Ibarreche era demasiado claro. Lo que Artur Mas buscaba era una puesta en escena lo suficientemente espectacular como para invocar ahí una legitimidad nueva, distinta de la constitucional española. Objetivamente, lo ha conseguido. ¿Sólo de cara a su parroquia? Claro, pero es que esa es la única que le importa.
Es igualmente evidente que el Gobierno Rajoy ha perdido. La táctica de invocar una y otra vez la letra de la ley ha resultado estúpida. Sencillamente: invocar la ley sólo vale si, llegado el caso, uno resuelve aplicarla. Pero denunciar al ladrón que te roba la cartera y no llamar a la policía es del género bobo.
Por decirlo en términos desgarrados, Rajoy ha quedado en la patética posición del tipo que ve que están violando a su madre y no se le ocurre otra cosa que llamar al abogado. El Gobierno de España tiene a su disposición innumerables medios –militares, policiales, legales, políticos, económicos, etc.- para hacer que la ley se cumpla. Ha renunciado a hacerlo. Ha demostrado que es incapaz de defender la vigencia de la Constitución. Así ha perdido toda legitimidad de hecho.
Vale muy poco el argumento –muy habitual en el PP- de que “intervenir sólo habría servido para dar una satisfacción a los separatistas”. Vale muy poco porque es mentira. Intervenir habría servido para demostrar a toda la nación –separatistas incluidos- que hay una ley vigente y un poder dispuesto a hacerla cumplir. Es de primero de Políticas: en la práctica, sólo puede llamarse legítimo aquel poder que es capaz de proteger a sus súbditos, como decía Carl Schmitt. En términos de política moderna: un poder que no es capaz de aplicar la ley, pierde toda legitimidad. Ese ha sido el caso de Rajoy.
Si pobre ha sido el papel del Gobierno, no menos miserable ha sido el de la oposición. Los socialistas, atenazados por sus complejos históricos y por una clamorosa ausencia de sentido del Estado, se han limitado a aplicar un sórdido guión de equidistancia: “no quiero una Cataluña independiente, pero es que Rajoy no sabe negociar”; “no quiero que haya referéndum, pero acuso a todos de no querer dialogar”, etc. ¿Y qué quiere exactamente el PSOE? No lo sabe. A juzgar por sus palabras, cualquier cosa menos defender la soberanía de la nación española frente a quienes intentan destruirla. Otros que han perdido legitimidad.
En conclusión, ante un desafío sin precedentes contra el Estado de Derecho, éste ha optado por esconder la cabeza debajo del ala. Ante un reto abierto a la unidad nacional, los grandes partidos y el propio Estado han sido incapaces de enarbolar la bandera –constitucional- de la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. En vez de eso, se han mantenido en los peores tópicos del discurso de 1978, a saber: los separatistas son los únicos interlocutores válidos en sus regiones, hay que intentar contentar a quienes nunca se van a contentar y, por supuesto, invocar la idea de España es reaccionario e “involucionista”. Así nos va.
Después del naufragio, la situación de hecho es esta: tenemos una comunidad autónoma en abierta rebeldía contra el Estado, tenemos un Estado que renuncia a defender su propia integridad y tenemos una nación –España- que ha visto cómo su ley es papel mojado porque no tiene a nadie que la proteja. Ahora el problema de Rajoy ya no es Cataluña, sino España: por no parecer duro ante los malos, se ha acabado agraviando a los buenos. No sólo este Gobierno, sino todas las instituciones del Estado, se han mostrado incapaces de defender lo único que cabalmente justifica su poder: la soberanía nacional.
Y sin embargo, Rajoy, el Gobierno, el Estado, siguen teniéndolo todo en su mano para frenar esta sangría de legitimidad. ¿Enumeramos?
¿Armas legales? Todas. La Fiscalía puede y debe actuar. Todo el gobierno autonómico catalán, desde Artur Mas hasta el último de sus consejeros, pasando por innumerables cargos públicos, han incurrido en una clamorosa ilegalidad al ejecutar una acción suspendida por el Tribunal Constitucional. Incluso han vulnerado la propia ley catalana de consultas, como explicaba recientemente Carlos Jiménez Villarejo. Los delitos están previstos y las penas también. ¿A qué se espera? ¿Hay temor a que una acción demasiado expeditiva cree una “mala imagen”? ¿A quién? No hay peor imagen que la de un Gobierno cobarde. ¿Habrá conflicto? Es muy posible. Pero cuanto más se tarde en actuar, más grave será.
¿Armas económicas? También todas. La autonomía catalana es una ruina. Tiene una deuda de 60.000 millones de euros, se chupa más de un tercio del fondo de liquidez autonómica (6.480 millones, un 38% del total) y, aún así, gasta dinero a mansalva en actividades expresamente orientadas a la secesión, es decir, contrarias al interés general.
Intervenir la administración de la comunidad autónoma en nombre del artículo 155 de la Constitución parece de libro. ¿Resulta demasiado fuerte? Pues bien, aplíquese entonces el sentido común y fiscalícese el gasto del gobierno catalán de manera que el dinero vaya a los servicios que son de su competencia, y no a sufragar el proyecto separatista o a gastos suntuarios como la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales, sufragada abundantemente por la Generalitat, cuya deuda es un auténtico escándalo (así como los 181 millones de euros gastados por el gobierno catalán en los últimos cinco años para domesticar a la prensa). ¿Hay algo más justo que exigir que el dinero entregado se gaste en beneficio de la sociedad?
A más largo plazo, es absolutamente imprescindible reinsertar a Cataluña en el conjunto de España. Ha de exigirse la aplicación de la ley en el derecho a recibir enseñanza en castellano. Ha de emplearse la radiotelevisión pública española para enviar mensajes de integración (¿para qué sirve, si no?). Ha de velarse por igualdad de derechos de los ciudadanos, hoy impunemente conculcada. Etcétera.
Existen, en fin, los instrumentos. ¿Por qué no emplearlos?
Todas estas consideraciones,
naturalmente, sólo son válidas si los partidos mayoritarios, la Corona, la
judicatura, los sindicatos, el poder económico, el ejército y los poderes
mediáticos, entre otros puntales del sistema, están de acuerdo mantener la
unidad de España tal y como la enuncia la vigente Constitución. Si unos u otros
de estos poderes aspiraran a otros horizontes –por ejemplo, a una España
neo-confederal sin más cohesión que el lazo formal de la Corona-, nada de lo
expuesto valdría para nada. Pero si esto fuera así, si los poderes de la España
actual tuvieran en mente una reforma de la Constitución, entonces habría que
exigirles perentoriamente una cosa: que lo digan. Que tengan el valor de decir
que la España que quieren no es la nación una e indisoluble, sino otra cosa. Y
que el pueblo juzgue.
(José Javier Esparza/La Gaceta)
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