Este fenómeno (de los refugiados) no tiene nada que ver con el desfile de cayucos repletos de emigrantes, en un alto porcentaje hombres jóvenes y saludables, que acuden a nuestras costas en busca de mejores oportunidades y condiciones de vida, deseo comprensible y respetable, pero materializado por su parte de forma ilegal y contra las preferencias de una abrumadora mayoría de españoles, especialmente si viven en Canarias, Ceuta, Melilla o Baleares.
Los problemas generados por semejante alud de gentes llegadas sin nuestro consentimiento, en ocasiones de manera violenta -que se lo pregunten a los agentes de la guardia civil que vigilan los límites de nuestras dos plazas de soberanía en el norte de África- son de evidente gravedad.
Hay que proporcionar alojamiento, manutención, atención médica y escolarización si se trata de menores, a decenas de miles de individuos cada año que nos imponen su presencia forzada sin que nadie les haya invitado.
En la actualidad los residentes de origen no nacional en España son ya en números redondos un diez por ciento de la población y, al ritmo anual al que vamos, con setenta, ochenta o cien mil nuevos huéspedes en nuestro territorio, simplemente el coste material de tal carga está adquiriendo un volumen alarmante que puede poner en riesgo nuestras cuentas púbicas y colapsar nuestros servicios, por no mencionar la posibilidad de que en el futuro los relatos distópicos de Houllenbecq o las lúgubres advertencias de Camus pasen del espacio de la ficción inquietante o de la profecía apocalíptica al de una sobrecogedora realidad.
Además, no es necesario ser un lince para comprender que no es lo mismo permitir la entrada a un médico colombiano o a una cuidadora boliviana que a un subsahariano.
(Alejo Vidal Quadras/VozPopuli/1/9/2024.)
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