DESPRECIO A LA
FILOSOFÍA.
Lo primero que le viene
a la mente al atareado ciudadano, si alguien le para por la calle y le pregunta
por la filosofía, es lo siguiente:
¿Filosofía? ¿Para qué
sirve?
Ya hemos detectado el
problema. Detengámonos un momento. ¿Quiere usted decir que solamente le
interesa lo que le es útil? Digamos, de pasada, que el ciudadano en cuestión es
de mediana edad y no ha sufrido los ataques inmisericordes de la LOGSE. En
resumen, es una persona educada y medianamente instruida con la que se puede
dialogar pacíficamente.
Después de levantar una
ceja, responde: ‘No, no solamente me interesa lo que me es útil. Por
ejemplo, me interesa mi familia, al margen de la utilidad. Mis mejores
amigos...’
Es decir, continuo, hay
cosas que son deseables en sí mismas. Por ejemplo, su familia y sus mejores
amigos. ¿Es así?
Así es, me contesta.
Entonces, el saber, en
términos generales, no es deseable en sí mismo. A usted le interesa solamente
el saber para algo.
Pues sí. Por ejemplo,
tenemos una pequeña finca rústica, heredada de una tía de mi mujer, y yo he
aprendido técnicas para sacar un buen rendimiento al huerto, dado que tenemos
abundante agua. También he ido a clase para manejar el ordenador. Mi hijo se
ríe de mí porque me desenvuelvo muy mal.
Ya veo. Por tanto, este
saber es interesante y deseable porque le sirve para algo. En este caso, sacar
un buen rendimiento a su huerto. O manejar el ordenador. Y usted supone que la
filosofía no le va a dar ningún rendimiento. Esto hace que a usted no le
interese la filosofía. ¿Es correcto lo que digo?
Sí, es correcto.
Ahora, si me permite,
le voy a poner un ejemplo...
El paciente ciudadano,
al que llamaremos Pepe, trata de escabullirse: ‘es que tengo algo de prisa...’
Le tranquilizo y le digo que no le detendré mucho tiempo.
Un filósofo
norteamericano, llamado Stephen Toulmin, pone el siguiente ejemplo. Un
adolescente trata de salir de noche con sus amigos. Su padre se opone y se
coloca junto a la puerta para impedir el paso. Se produce un duro intercambio
de palabras. Por primera vez, el hijo ve a su padre de una forma diferente. No
como su padre sino como un hombre extraño que defiende su territorio. El hijo
siente disgusto pero, también, piedad. Consigue salir de casa y antes de
traspasar la barrera del jardín, vuelve la mirada hacia su padre. Pero ahora lo
ve ‘desde fuera’, como si fuese un extraño.
El hijo, que tenía
mentalidad filosófica, se preguntó ¿Qué es lo que hace que un hombre tenga
autoridad sobre otro? No poder, sino autoridad. Y esto nos conduce a una
característica de la filosofía. La generalidad. El hijo, al que llamaremos
Luis, ya no se pregunta si su padre tiene autoridad, o su maestro o el guardia
urbano, etcétera. Su pregunta es general. ¿Cuál es la justificación de que
alguien tenga autoridad sobre otra persona o personas? Y, de paso, cuál es el
concepto de autoridad.
¿Qué consecuencias
tiene esto? Por el momento, las palabras de Pepe, el padre, se han convertido
para Luis, el hijo, en simples ruidos. Lo que le lleva a preguntarse por la
diferencia entre las palabras que conllevan significado, por ejemplo
‘autoridad’ y las palabras que son simples ruidos. Al menos para alguien.
Podemos ver que la
mirada filosófica es más penetrante que la mirada utilitaria. ¿Acaso no es
importante saber quién tiene autoridad y porqué? La filosofía cuestiona y trata
de aclarar el lenguaje que llamamos ‘ordinario’. Porque, usualmente, no
cuestionamos las palabras que utilizamos para contar lo que sucede, o nos
sucede. Igual que no solemos cuestionar el conocimiento de ‘sentido común’.
La contestación de un
ciudadano cualquiera a mi pregunta inicial puede ser esta: ‘Me importa un bledo
la filosofía’. Supongamos que es así. Pero cuando alguien renuncia a un
instrumento para entender mejor el mundo que le rodea, es más fácilmente
manipulable. ¿Por qué? Porque vive de lugares comunes. Diré sólo uno y muy
extendido. ‘Todo es relativo’.
¿En serio? Entonces
usted considera tan respetable la democracia como el nazismo. También considera
que da igual decir la verdad o una mentira. Puede suceder que nuestro
relativista ciudadano diga que no existe la verdad. Pues bien, le proponemos
que las cosas sean así como dice. Usted pasa por la oficina de su empresa para
cobrar el mes. El encargado le dice que ya le ha pagado el mes. Usted se
enfurece. ¡No es cierto! ¡No me ha pagado el mes! Pero el encargado le oyó
decir que la verdad no existe. Por tanto, ¡qué más da! El encargado, con cara
sonriente, le recita: ‘Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del
cristal con que se mira’.
La actitud
filosófica ante la vida supone reconocer nuestra ignorancia y tratar de dar
pasos hacia una mejor comprensión de las cosas y de nosotros mismos. Lo que
incluye a las personas y a las relaciones entre ellas. Y estos pasos adelante
se dan, no por medio de gritos o amenazas sino, por medio de la argumentación,
es decir, una exposición de las razones que apoyan una idea, afirmación,
conducta, etcétera. Así como la delimitación precisa del problema que
pretendemos aclarar.
Pensemos que el
pez no se da cuenta del agua que le rodea. Tan natural le resulta. Algo
parecido sucede con nuestro lenguaje cotidiano, con nuestro saber de sentido
común. Es una especie de piel intelectual que no ponemos en cuestión. Nos
parece natural. Pero no siempre hacemos bien en seguir haciendo lo que hacemos,
o pensando lo que pensamos.
La filosofía es
una especie de aguijón intelectual que nos impide dormir a pierna suelta,
creyendo que todo lo que hemos hecho hasta ahora debe repetirse sin ser nunca
cuestionado. ¿Y cómo y cuándo habría que cuestionarlo?
Sí, tal vez no sirva
para nada.
Sebastián Urbina.
(Publicado en ElMundo/Baleares/6-Mayo-2016.)
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