Ha llegado la hora de asumir que la persecución religiosa es uno de los baldones de la Guerra Civil. Con esta premisa, el libro «La Iglesia en llamas» (Destino) recoge el cómo, el dónde y, sobre todo, el quién de estos crímenes.
Ernesto Villar - MadridSon días terribles. Al amanecer del sábado son asesinadas veinte personas de Villaviciosa y trece junto al cementerio de Santianes, entre ellas mis buenos amigos y compañeros párrocos de Ribadesella y Moro. Al amanecer el domingo, otras nueve en el cementerio de Leces, sacadas de la cárcel de Colunga...». Las líneas que Antonio Arias, párroco de la localidad asturiana de Margolles, dejó escritas en su diario muestran que sabía muy bien a lo que se exponía cuando aquel día de agosto de 1936 decidió salir de su escondite y entregarse al comité local republicano.
El 4 de septiembre fue asesinado y arrojado a un pozo. Un mes y 17 días más vivió Jenaro Fueyo, párroco septuagenario de Nembra-Áller, hasta la noche en la que 18 milicianos vecinos de su pueblo, cuatro de ellos mujeres, le metieron a empujones en la Iglesia. Allí se encontró a dos miembros de la Adoración Nocturna cavando, a punta de pistola, dos fosas frente al altar de los Santos Mártires. Un tercer agujero ya estaba abierto ante el altar mayor. En dos de los nichos los milicianos arrojaron, desangrados y descuartizados, a los fieles, después de darles tormento con un cuchillo de matarife. A la tercera fosa fue arrojado el párroco, tras ser apuñalado y rematado con un tiro en la sien.
Cualquier excusa es buena
Los padres Antonio y Jenaro son sólo dos de los casi 7.000 religiosos que cayeron víctimas de la represión en la Guerra Civil.
Su martirio lo ha recopilado y ordenado el historiador Jordi Albertí en un libro («La Iglesia en llamas», Ed. Destino) que es un espeluznante relato que demuestra, con nombres y apellidos, hasta qué punto cualquier excusa era buena para acabar con la vida de un sacerdote. Como la de Josep Domingo, por ejemplo. Tras ser detenido, dos niños le reconocieron y pidieron a su padre, miliciano, que no le mataran. Fue aún peor. El comité decidió que Domingo, vicario de Sant Joan de Tarragona, debía ser ejecutado con más razón por ser culpable de inculcar ideas cristianas a «niños indefensos». Ese mismo delito, «ser corruptor de inteligencias infantiles», condenó al cura-maestro de Tárrega (Lérida) Francesc Roig, o al profesor del seminario de Badajoz Tomás Carmona, acusado de «enseñar el catecismo». Tampoco al padre Buxó, médico, sacerdote, anciano e impedido, le sirvió de algo que algunos de los que vinieron a buscarle fueran pacientes suyos.
Le mataron igual, como a once de los doce Hermanos de San Juan de Dios del asilo-hospital de Malvarrosa, fusilados en la playa. Su pecado: acoger a 110 niños enfermos y tener en su poder un fajo de diarios tradicionalistas. De la represión, llevada a cabo con «criterio y método» en la zona republicana, como resume Alberti, no estaba a salvo nadie. El obispo auxiliar de Tarragona, Manuel Borrás, fue uno de los asesinados, y con él el presbítero Josep Colom, al que había enviado una carta con el encargo de 30 misas. El comité de Montblanc decidió que tales Eucaristías eran, en lenguaje cifrado, órdenes de provisiones de armas. El mismo destino que él compartió el obispo de Lérida, Salvi Huix, fusilado en la tapia de un cementerio junto a otros 20 presos. Pidió morir el último para poder auxiliar a sus compañeros de presidio.
«Déjeme terminar de rezar»
También un último deseo planteó Josep Franch, rector de la parroquia del Carme de Lérida: terminar de rezar el Credo. «De acuerdo, pero sea breve, porque no estoy acostumbrado a esperar», le dijo su verdugo. No hizo falta: «He acabado y os perdono», exclamó el sacerdote segundos después, e instantes antes de que sonara el primer disparo.
Ni siquiera ese último consuelo tuvieron los 32 franciscanos de la localidad toledana de Consuegra, fusilados la noche del 16 de agosto en presencia del alcalde, que les dio el tiro de gracia. Pidieron recibir la descarga de frente y con las manos desatadas para abrir los brazos en cruz. Sólo se atendió la primera de las peticiones.
Los «paseos» estaban llenos de ingenuos, como los cuatro jesuitas de la casa de Ejercicios de la Bonanova (Lérida), que el 20 de julio fueron a la sede de un sindicato para preguntar qué debían hacer, o Jaume Busquets, organista, que tres días después intentó convencer a unos milicianos para que no demolieran su iglesia. O el padre barcelonés Adolf Vallés, que no pudo evitar salir en defensa de un desconocido al que estaban agrediendo en el paseo de Gracia por tener «cara de beato». No se le volvió a ver con vida.
El inocente niño le delató
La fatalidad condenó también al padre Carles Martí, párroco de Alcarràs (Lérida). El 20 de julio, dos días después del alzamiento, huía en busca de refugio cuando saludó distraido a unos campesinos que marchaban en un carro. «¡Es el padre Carles!», gritó, con espontaneidad, un niño. Los milicianos no tardaron en detenerle y asesinarle.
A veces bastaba con tener cara o manos de cura para ser extraído de la celda y condenado a pena de muerte. Semejante requisito le sirvió a Ezequiel López para librarse del paredón la primera vez que vinieron a buscarle. Dijo que era músico. Ni su cara ni sus manos mintieron. La segunda vez, sin embargo, confesó ser sacerdote. Ezequiel López murió ajusticiado. Era el organista de la catedral de Toledo. Mientras, en las comunidades bañadas por el mar no hacía falta ni siquiera gastar balas. Los nueve jesuitas de Comillas fueron arrojados al agua desde el acantilado, lo mismo que otros tantos dominicos de Las Caldas de Besaya, aunque esta vez llevaban adoquines atados en las manos. Por si acaso.
Y luego está, por supuesto, el desastre de Barbastro. El día de la festividad de Santiago, los 1.500 hombres y las 80 milicianas de la columna Durruti entraron en la localidad oscense dispuestos a poner en práctica la represión anticlerical más certera y sistemática de toda la Guerra. El obispo Asensio fue la primera víctima, el 9 de agosto. Tres días después, los seis religiosos más ancianos del pueblo. La medianoche el día 13, otros 20 claretianos, esta vez los más jóvenes. A los 21 restantes los milicianos les dijeron que les tocaría al día siguiente. Tardaron uno más en cumplir su promesa, pero lo hicieron. Una semana después llegó el turno de los benedictinos, asesinados a la salida del pueblo ante los ojos de cinco niños estudiantes que estaban con ellos, y el 7 de septiembre, los escolapios, víctimas esta vez de otra columna de milicianos extrañados porque un «despiste» de sus correligionarios les hubiera dejado con vida. En total, murieron 114 sacerdotes, el 90% del censo.
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