lunes, 30 de marzo de 2009

NIÑO PIJO.

Crónicas desde Sudáfrica

Niñato pijo europeo busca negros que salvar

EDUARDO ARQUES

27 de marzo de 2009


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EDUARDO ARQUES

JOHANNESBURGO.- Juan huyó de Madrid en busca de paraísos comunistas. Madrid lo ahogaba ya a sus veinticuatro años, aunque gozando de la independencia y la comodidad que otorga el saberse solo en su casita, levantada en el jardín de la propiedad de su mamá en Moncloa, sabiendo que la chacha ecuatoriana siempre tendrá un plato de caliente preparado para el señorito, la ropita bien lavada y bien planchada, la nevera siempre llena, las camas siempre hechas… sabiendo. Sin embargo, tal vida aburguesada y reaccionaria —yo diría parasitaria, término más apropiado a su condición, aunque los primeros dos adjetivos buscan retratar al personaje mediante el léxico utilizado por él mismo para referirse a sus enemigos más acérrimos— terminó por causarle un malestar emocional evidente en su rostro afilado. Así que le pidió a papá matricularlo en la Universidad de Ciudad del Cabo para estudiar lo que se denomina “Estudios Africanos”.

Juan buscaba desatarse de las cadenas burguesas que lo retenían en aquella vida parasitaria, buscaba conocer los orígenes del Comunismo como doctrina, para lo cual se fue a las antípodas ideológicas. (África, por desgracia, ha sufrido el azote comunista y capitalista como ningún otro. Lo del azote se puede entender connotativa y denotativamente. Sin embargo, poco o nada obedece su alma a las dos manifestaciones políticas citadas, hijas del judeocristianismo.)

Juan vestía a lo Cantinflas para integrarse entre los nuevos y jóvenes negros que idolatran a raperos encadenados al oro que relucen sus cuellos, a sus ropas de marca, a su macarrismo intrínseco y misógino, ¡él, que era más feminista que las feministas!

Llegó un día de febrero, aún verano en Ciudad del Cabo, la Ciudad Madre, la cual alumbró el desembarco de todos los ángeles y los demonios que plantaron los europeos bajo su bendito suelo, poco antes del delirio de Colón. Llegó con su ordenador portátil, recién comprado por su madre para que su hijito trabajase en condiciones adecuadas, y una tarjeta de crédito sufragada por su padre.

A Juan le daban pena los negritos de la calle, quería simpatizar con brothers & sisters, sin darse cuenta de que no era más que un lechuguino de pudiente familia de capital europea. Todos los blancos de la universidad le asqueaban, y a veces con razón, con su ropita de marca, sus gorritas, sus niquis coloridos de rayas, con los cuellos levantados, a lo hooligan, todo tan artificial, tan pretendido. “Los modernitos éstos de los cojones”, solía decir, obviando que él era uno de ellos, aunque acantiflado.

Quería ser negro, que es algo que mola mazo, como dicen los nuevos idiotas de la España del siglo XXI. Quería tener amigos negros, vacilar al ritmo del sonido de los townships de Johannesburgo, “arrimar la cebolleta”, como bien señalaba, a los traseros prominentes que se agitaban convulsionados. Eso sí, un negro con tarjeta de crédito, sin límite, pagada por papá, no un pordiosero de Guguletu, Nyanga o Khayelitsha. Así sí que mola.

Juan se paraba ante todo aquel que le pedía algo, desde un cigarrillo a unos Rands. Entonces se ponía a sudar, se rascaba la cabeza, sonreía como una torrija, soltaba un par de monedas y se iba contento. Su orgullo sindical satisfecho, su cabeza llena de ideas sobre justicia social, repartición de bienes, expropiación del capital blanco local; su bolsillo lleno de dinero de plástico, sus ropas caras y modernas, un hijo de la sociedad del bienestar y consumo, de la burbuja de la que nada sabe, nada quiere saber, pero que algún día habrá de explotar, dejando al personal nudo y tiritando.

Juan sufrió dos atracos a punta de navaja durante el tiempo que por allí estuvo, hecho que lo desestabilizó por completo. ¡Él, amigo de los negros! ¡Él, que sufría por los desfavorecidos! (decir “con” hubiera sido excesivo). ¡Él, que leía a Trotsky! (y, de hecho, cierto aire pretendido le tenía) ¡Él, que pertenecía a la Cuarta Internacional!... Madrid se convirtió en su meta deseada, volver a la burbuja de chacha y casita en el jardín de mamá en Moncloa, con sus porritos, sus amiguitos, su oposición, quizá conseguir plaza de funcionario de alto estandin... No le quedó más remedio que tragar con su capricho y aguantar en el Cabo hasta que Madrid se hiciera por fin presente. A la vuelta, adoctrinaría a sus camaradas, emocionaría a más de una aduladora con sus discursos panafricomunistas, aleccionaría al ignorante con sus conocimientos adquiridos en esa cosa exótica para el españolito (y europeíto) de a pie que llaman África.

“¡No puedo tomarme un whisky aquí, en este sitio de pijos, mientras hay tanto tirao por ahí!”, me dijo un día en cierto bar de Ciudad del Cabo, mientras en Madrid, la cartera siempre empachada por el dinero de sus padres, pagará ya no sé cuántos euros por una copa de garrafón o se comprará un nuevo modelito que lucir ante sus camaradas, mientras, muy cerca de la misma tienda, una gitana de piernas hinchadas y llagadas estira la mano en el suelo, invisible.

“¡Justicia social! ¡Reparto de bienes! ¡Expropiación del capital a los blancos! ¡Matar a los esquiroles!”, era su doctrina. ¿Y cuando él sea un funcionario de mierda, que se gusta decir, y gane su buena pasta, también habrá repartición de bienes en su cabeza?

Juan es el perfecto ejemplo del petimetre actual. De joven es comunista, hasta que su situación social y económica es estable e independiente de sus progenitores. Entonces muta a sociata (otros mutan a peperos. En este caso lo hacen si sus aspiraciones políticas no quedan satisfechas en el PSOE u otro de los partidos que chupan del bote parlamentario/autonómico/municipal). Como Juan no tiene, a priori, aspiraciones políticas, será Socialista, Obrero, que queda muybonito, pero no español, eso no, que queda muy feo... De Gamínedes o Raticulín —pero no español.

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