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MITOS DE CATALONIA.
300 años ¿de
qué?
Los mitos fundacionales del nacionalismo
catalán
FERNANDO PAZ
Entre las imágenes que el nacionalismo catalán ha difundido con más
éxito encontramos una primera que asegura que Cataluña y España son dos
realidades políticas contrapuestas.
El propósito es el de definir a Cataluña como una nación mártir -condición natural de cualquier nacionalismo que se precie-, aplastada por un verdadero alud de políticas impositivas dirigidas desde Madrid. Estas políticas no sólo la han esquilmado, sino que han convertido su sacrificio en estéril por cuanto España no ha dudado en reprimir la cultura catalana en todas sus formas. Desde el catastro del siglo XVIII -comienzo del presunto expolio- hasta nuestros días, y desde la guerra de Sucesión -que el nacionalismo pretende de Secesión- hasta el franquismo, toda la historia de Cataluña ha sido la de una represión de proporciones colosales ejercida por España.
El origen de toda la victimización catalanista se sitúa en 1714, cuando Barcelona fue tomada por las tropas felipistas en el marco de la guerra de Sucesión. La verdad, sin embargo, es que dicha guerra fue un enfrentamiento entre españoles -e, insertos en el conflicto, también entre catalanes- a causa de la sucesión al trono de España, que por supuesto tuvo sus connotaciones económicas y culturales, pero en el que no faltaron catalanes entre los partidarios de Felipe de Borbón. Muchos de los cuales, por cierto, tuvieron que emigrar a otras partes de España, pues fueron sometidos a una persecución sin cuartel por parte de los austracistas catalanes, aunque los nacionalistas no echan cuenta de ellos cuando se refieren al exilio que han protagonizado los catalanes en la historia.
Lo cierto es que los episodios en los que se refleja el apoyo de una parte sustancial de Cataluña a la causa borbónica no son escasos; el de los somatenes de Tortosa, que ayudaron al rey a la conquista de Tarragona; el de la Compañía de Guardas de Cataluña o el del Regimiento de Fusileros de Montaña del Rosellón; el de los defensores de la franja de Aragón, voluntarios huidos de la dominación austracista; o los mil de Vic, voluntarios catalanes que defendieron esta localidad.
Es claro, sin embargo, que una mayoría de catalanes se decantó por la causa del archiduque Carlos. Tan claro como que esta causa no tenía la más mínima cualidad nacionalista. Rafael Casanova, convertido hoy en un símbolo separatista, era un austracista que luchaba para que en toda España triunfase la causa del archiduque; no para que venciese en una Cataluña opuesta a la borbónica España.
En la defensa de Barcelona de 1714, el último gran bastión del archiduque en la península -defensa que Voltaire consideró ejemplo de fanatismo religioso por la convicción que el propio Casanova puso en el mantenimiento de la fe católica, la moral y la costumbres- los bravos dirigentes catalanes se aprestaban al combate bajo inequívocas advocaciones, como la del barcelonés general Villarroel: “Por nosotros y por toda la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer, y no será la primera vez que con gloria inmortal fue poblada de nuevo esta ciudad defendiendo la fe de su religión y sus privilegios”.
Pese a lo desesperado de la situación, los barceloneses mantuvieron sus posiciones con decisión, llamando a un último combate, ya que de otro modo quedarían “esclavos con los demás españoles engañados y todos en esclavitud del dominio francés; pero se confía, que todos como verdaderos hijos de la Patria, amantes de la libertad, acudirán a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España”.
La resistencia, pese a todo, de nada sirvió. Abrumados por ejércitos más numerosos, el 11 de septiembre de 1714 los partidarios del archiduque en la ciudad condal hubieron de capitular. Jamás pudieron sospechar que, siglo y medio más tarde, su memoria sería raptada y falsificada por un grupo de catalanes en busca de un mito fundacional.
Si el mito nacionalista ha sido erigido sobre una patraña histórica de dimensiones poco comunes, el del expolio no lo ha sido menos.
A finales del siglo XVIII, dos terceras partes de todo lo que se consumía en España era de procedencia extranjera. Cuando en 1771 se fundó en Cataluña la Real Compañía de Hilados y Tejidos de Algodón la industria nacional estaba escasamente desarrollada, y se encontraba en una evidente situación de desventaja frente a los productos importados. Pero los catalanes supieron jugar tan bien sus bazas que en 1802 se prohibía la importación de tejidos fabricados de algodón. Durante los años siguientes ellos y los productores agrícolas lograrían mantener la política arancelaria, pero sólo a partir de 1832 se elevaría esta a la categoría de política económica nacional.
De la confluencia de estos intereses y de la necesidad de reducir un déficit público desbocado, nació la primera gran fábrica de maquinaria en Cataluña, creada con dinero de Hacienda, mediante la cesión de 350.000 pesetas a la sociedad Bonaplata, Vilaregut, Rull y Cía. que, junto a la abolición de los privilegios para la importación de tejidos, produjo la explosión de la industria catalana.
Que la evolución del conjunto del país en el siglo XIX vino determinada por los intereses de los industriales catalanes es algo que nadie discute. La presión para que el gobierno español mantuviese el arancel no cesó en ningún momento, y los industriales catalanes buscaron y encontraron aliados en los cerealistas castellanos y en los industriales vascos. Durante esta mitad del siglo, los aranceles se reforzaron casi sin interrupción: el objetivo era proteger la industria catalana aún a pesar de que aquel monopolio de facto era subvenido por el conjunto del país, al que perjudicaba.
La falta de competencia, empero, también terminó por ser lesiva para la propia industria textil catalana, que vio reducirse el número de sus fábricas a una cuarta parte. Aquél revés condujo a la necesidad de salir el marco regional y estar presente en Madrid, justo en el momento en el que el liberalismo comenzaba a abrirse paso con decisión en la política nacional.
El pensamiento de que Cataluña era culpable de buena parte de los males nacionales por su empeño en el proteccionismo arraigó con rapidez, mientras los industriales catalanes reclamaban compensaciones ante el desequilibrio entre lo que Cataluña compraba y lo que vendía en el conjunto de España. El empuje librecambista fue, al cabo, infructuoso, pese a lo que prometía el gobierno de Narváez que, finalmente, concluyó plegándose a las presiones proteccionistas. El arancel de 1849 supuso el gran espaldarazo para los textiles catalanes, completado con el de 1891; para entonces, los gobiernos actuaban de completo acuerdo con los intereses de la industria barcelonesa.
Entre tanto se había desarrollado una corriente ideológica que cristalizó en torno al llamado catalanismo, y que se nutría de inspiraciones no pocas veces etnicistas, que no habrían llegado a desbordar la categoría de curiosidad exótica si no hubiese sido porque sirvió a los intereses de esa burguesía industrial.
Increíblemente fue gestándose en Cataluña un sentimiento de singularidad, a la sombra de los ingentes beneficios económicos obtenidos del conjunto de España. De un modo ciertamente sorprendente, el nacionalismo catalán se fraguó como la protesta de los privilegiados.
Durante el siglo XX, todos los gobiernos españoles favorecieron el desarrollo de la región catalana, consecuencia lógica de haberla convertido en la punta de lanza de la industria nacional, incluyendo desde luego la época del general Franco.
Cataluña cimentó, además, su despegue industrial en una emigración procedente de las más variadas regiones de España. Allí cristalizó el esfuerzo de generaciones de españoles que han construido la Cataluña actual. Por eso, nadie ha lamentado los esfuerzos que se dedicaron durante tanto tiempo a la industrialización de Cataluña, por más que la Generalidad se permita sembrar un odio contra España que espera rentabilizar en forma de un poder político y de unos negocios tan dudosos como los que estos días saltan a la primera plana de la actualidad.
Los peligros de la mitología
El notable hispanista británico JH Elliott ha puesto de manifiesto en muchas ocasiones la falsedad sobre la que se asienta la interpretación nacionalista de la historia de Cataluña. Discípulo de Vicens Vives, denuncia el peligro de la mitología en la formación de las identidades colectivas y nacionales, que en el caso de Cataluña deriva en una “mitología dominante y que entorpece la auténtica investigación”. Para el historiador, Cataluña no ha sido nunca ni “un Estado-nación embrionario”, ni “un Estado-nación abortado” ni “según les gusta describir a algunos historiadores catalanes, un Estado-nación pero con soberanía imperfecta”.
Catalanes de Franco
La figura más destacada del catalanismo durante el primer tercio del siglo XX fue, sin duda, la de Francesc Cambó. Patriarca de un regionalismo que ya apuntaba maneras nacionalistas, al estallar la guerra civil Cambó creó para Franco la Oficina de Prensa y Propaganda en París. Formada casi exclusivamente por catalanes y financiado con los fondos de la Lliga, la Oficina difundió por toda Europa los argumentos que legitimaban la causa de la España nacional.
La labor propagandística de los catalanes de Franco fue de una gran importancia, pues se trataba del único servicio de propaganda de que disponían los nacionales a comienzos de la guerra. En manos de Joan Esterlich, hombre de confianza de Cambó, tuvo un cierto éxito a la hora de contrarrestar la propaganda republicana, sobre todo la dirigida a los católicos europeos.
Además de la revista Occident, en la que firmaban algunos de los intelectuales más destacados de Europa, revistió especial trascendencia la iniciativa de publicar el Bulletin d´Information Espagnole, que tiraba la enormidad de 70.000 ejemplares y que era enviado a los consulados y embajadas, y a los principales diarios y revistas. Los catalanes de Franco lograron, de este modo, difundir por todo el mundo el punto de vista de la España nacional. (La Gaceta)
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