Good bye, Europa
La
Unión Europea ha querido construirse como una no-identidad, como un
espacio económico vacío y neutralizado, un laboratorio del final de la
Historia en la indiferencia del mundo global. Hay que rectificar esta
deriva.
Gran Bretaña abandonará la Unión Europea. El referéndum convocado por el premier Cameron, ese adicto a la ruleta rusa, ha otorgado al Brexit una mayoría del 52%. Las consecuencias van a ser inmediatas. Contra lo que se ha dicho, la realidad es que los efectos más trascendentales no van a ser los económicos, sino los políticos. En el plano económico bastará con aplicar al Reino Unido el mismo régimen que disfruta Noruega, por ejemplo.
Pero, en el plano político, la deserción británica va a desencadenar a buen seguro una cascada de reacciones. Dentro de Gran Bretaña, las cosas se ponen serias en Escocia e Irlanda del Norte, que han votado mayoritariamente a favor de la permanencia y ahora, a buen seguro, exigirán nuevos referendos de independencia. Y fuera, en el resto de Europa, es muy posible que Holanda imite al Reino Unido y, aún más, que países que se han manifestado abiertamente incómodos con el actual estatuto de la Unión, como Francia, propongan su propia consulta. Un terremoto.
Durante la campaña, Nicolas Sarkozy dijo que el Brexit podía ser una oportunidad para volver a pensar la Unión Europea y rectificar los errores cometidos en los últimos años. ¿Errores? Por supuesto: errores muy graves que la eurocracia de Bruselas se ha empeñado en camuflar bajo la retórica de lo inevitable y lo imprescindible, pero que las sociedades europeas han venido sufriendo en los últimos veinte años hasta convertir en angustia generalizada lo que un día fue promesa de prosperidad.
¿Y cuáles son esos errores? Muy sumariamente, podemos sintetizarlo en esto: haber transformado un mecanismo eficaz de cooperación económica, comercial y financiera en una estructura burocrática de unificación jurídica y política. Por este dislate, acelerado a partir de los tratados de Mastrique y Lisboa, la vida de unas sociedades democráticas –todas las europeas lo son- de larga historia ha quedado sometida al poder de una oligarquía tecnocrática opaca cuyos intereses han terminado divorciándose tanto del interés general de los ciudadanos como del interés nacional de nuestros estados.
La Unión Europea ha querido construirse como una no-identidad, como un espacio económico vacío y neutralizado, un laboratorio del final de la Historia en la indiferencia del mundo global. Es un horizonte que sólo promete una dulce aniquilación. ¿No hay razones para rectificar esta deriva?
Nuestro país debe aplicar con rigor la ley y proteger la territorialidad de nuestras aguas y los derechos de nuestros pescadores. Y por supuesto, la Unión Europea tendrá que acometer, caiga quien caiga, la limpieza del pozo de dinero negro que se esconde bajo la roca del Peñón. ¿Alternativas? Sí, claro: que Gibraltar, masivamente partidario de la permanencia de la UE, se separe del Reino Unido y deje entrar a la guardia civil. No hay más. O no debería haberlo.
Una última cuestión afecta al interés general de España a largo plazo: nuestro país lleva cuarenta años orientando toda su política al “proyecto europeo”, tanto en lo económico como en lo político, pero ahora ese proyecto se borra. ¿Hay alguien en condiciones de recordar que España tiene derecho a construir su propio destino nacional? Esa es la pregunta a la que nadie va a contestar en nuestra campaña electoral. Pero después del 26-J, nuestros políticos tendrán que darle respuesta urgente. ¿Estarán a la altura?
(Edit. La Gaceta)
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