(Además de las interesantes reflexiones del autor del artículo, que muestran graves errores de Valls, el hecho mismo de presentar 'Barcelona, ciudad europea' es una bajada de pantalones. Y empezar bajándose los pantalones, es un mal inicio que anuncia un peor final.
Valls es un patriota francés de los de 'Vive la France' a grito pelado, pero aquí convierte a Barcelona en una ciudad europea. No sea cosa que le acusen de 'españolista'. Esto apesta desde el principio.
Sugiero otro logo: 'Barcelona, ciudad mundial'. Que os den.)
MANUEL VALLS
La genuina operación Tabarnia,
que no otra cosa es el proyecto de alumbrar un contrapoder
institucional en Barcelona para enfrentarlo a la Generalitat rural y
asilvestrada bajo el liderazgo de alguien como Manuel Valls, se asienta,
por desgracia, sobre dos premisas en extremo precarias.
La primera,
determinante a la hora de promover la candidatura, parte de suponer que
la polarización de la sociedad catalana en dos comunidades escindidas
entre sí aún no sería lo bastante radical como para hacer inviable
cierto trasvase de votos entre los dos bloques en función de la calidad
de las ofertas electorales de cada uno de ellos.
La segunda, ésta acaso
achacable al limitado conocimiento directo que Valls posee de la
intrahistoria reciente de la ciudad, tiene que ver con la recuperación
de una herrumbrosa leyenda mítica, la de la pretendida modernidad
cosmopolita de Maragall, ajena en teoría al estrecho horizonte comarcal
que caracterizó al catalanismo hegemónico desde los tiempos de Pujol.
Como si Maragall hubiese encarnado algo por entero distinto y distante
de esa cosmovisión onanista que hoy representa el testaferro Torra.
Por desgracia, decía, ni la primera ni la segunda se compadecen con la realidad. Manuel Valls tal vez habría ganado la alcaldía hace tres años,
cuando todavía era posible, pese a todo, mantener la apariencia de
cierta civilidad compartida en Cataluña. Y es que en Barcelona, y desde
siempre, ha existido una masa crítica que aspira a que la ciudad no
acabe siendo eso que tanto parece hoy: un Sabadell con puerto de mar.
Y
esa gente, que es mucha, podría haber votado a un candidato dotado de su
perfil mundano frente a la anodina, desoladora mediocridad provincial
de la competencia. Hace tres años, sí, habría sido aún posible. Pero hoy
ya no. Ahora, en Cataluña solo se vota con los pies y con el estómago.
Con los pies y con el estómago. Con nada más. Ni presentando al mejor
candidato del mundo, pues, ninguno de los dos bloques conseguiría algo
más que trasvases internos de apoyos entre las distintas siglas que
integran cada uno de ellos. Hoy, constitucionalismo y catalanismo o
separatismo (son sinónimos) constituyen bloques monolíticos y sin
fisuras, compartimentos estancos por completo impermeables a las
filtraciones procedentes del contrario.
Diga lo que diga, prometa lo que prometa y reivindique a quien reivindique, ni un solo catalanista votará a Valls.
Ni uno solo. Y viceversa. Esas realidades tan ingratas, en la Cataluña
actual conviene traerlas sabidas de casa, más que nada para evitar luego
frustraciones de última hora. De ahí que vindicar a estas alturas la
herencia política de ese apellido vacío, Maragall, tras el que nunca
hubo nada salvo una pretenciosa pose entre arrogante y huera, no lleve a
ninguna parte.
A fin de cuentas, si a alguien se parecía Maragall era a
su hermano Ernest, que no por casualidad fue siempre su mano derecha en
el gobierno de la ciudad. Maragall tuvo buena prensa porque supo
pagarla. Conocía, quizá su mejor virtud política, el gran secreto de los
intelectuales, a saber, que nada les conmueve espiritualmente más que
un talón al portador. De ahí el mito de papel que aún hoy, tantos años
después, algún Madrid papanata sigue comprando. Maragall, como su
hermano Ernest, como su amigo íntimo Rubert de Ventós, como su asesor
áulico Ferran Mascarell, como la práctica totalidad de sus
colaboradores, sería hoy un separatista más. Seguro. Valls aún está a
tiempo de separarse de ese espectro.
(José García Domínguez/ld/26/9/2018.)
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