Otra tragedia debida al uso de armas de fuego en los Estados Unidos de América, la matanza perpetrada en la Robb Elementary School de Uvalde (Texas) por un chaval de 18 años con problemas familiares y de bullying
escolar, ha puesto de nuevo sobre el tapete el debate sobre la libre
adquisición de armamento en la gran potencia norteamericana.
Desde el emotivo discurso de Steve Kerr, entrenador
de los Golden State Warriors de la NBA, cuyo padre -Rector de la
Universidad Americana de Beirut- fue tiroteado en 1984 por terroristas
islámicos, hasta los gimoteos lastimeros del Presidente Joe Biden,
que se supone debería promover alguna iniciativa legislativa para
regular mejor la situación, las reacciones en la sociedad norteamericana
han sido impactantes.
Pero, como con todo lo que sucede habitualmente en los USA, los
manidos clichés del progresismo europeo han comenzado ya la habitual
manipulación informativa de la realidad subyacente tras el problema del
uso de las armas. Será deformación profesional pero, antes de opinar y
pontificar sobre cualquier asunto, considero como algo primordial hacer
una aséptica y completa recopilación de la información pertinente. En el
complejo mundo del Derecho, el examen de los antecedentes históricos y
los datos de hecho debe preceder siempre al análisis de la normativa
vigente y a la obtención de conclusiones. Por ello me gusta proceder de
una manera similar a la hora de comentar noticias periodísticas de tan
enorme calado mundial como la que hoy aquí nos ocupa.
Han corrido los de siempre, azuzados por el propio Presidente Biden
para camuflar su manifiesta impotencia legislativa, a atribuir la
delicada situación del uso de las armas en los Estados Unidos a las
presiones del lobby armamentístico encabezado por la poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA). Presiones que no dejan de ser ciertas, pero que no justifican, por sí solas, la complejidad de la actual dramática situación.
Ya sé que muchos progres de sofá y subvención, poseídos por
su ancestral odio a Norteamérica, explican todo lo que allí pasa
aludiendo a un carácter violento e infantiloide corroído por su afición a
las latas de Budweiser, que acarrean por galones en sus
destartaladas pickup, y al consumo masivo de mantequilla de cacahuete.
Con parecidos estereotipos banales justifican sus genéticos complejos
ante la mayor potencia mundial, cuya realidad conocen de oídas a través
de las pelis de cowboys y algunas series televisivas.
Pero este asunto reviste de fondo una mayor complejidad. Algo que la
progresía jamás podrá comprender, dada su desmedida afición a mamar
siempre de las ubres del Estado, es la cultural desconfianza que el
pueblo norteamericano -precisamente en el único país del mundo que nació
siendo una democracia- siente originariamente hacia sus propios
gobernantes. A diferencia de lo que sucede en España, donde un mindundi
sin escrúpulos -que obtuvo sólo 120 escaños- puede recortar libertades y
desactivar alegremente casi todos los controles institucionales, en los
Estados Unidos de América los límites y controles al poder funcionan
como un reloj desde el nacimiento de su propio sistema político.
Los Estados Unidos son un país enorme, que estaba escasamente poblado
en el momento de su independencia (1776) y cuando fue aprobada su
Constitución (1789). La mayoría de su exigua población se concentraba
entonces en la costa Este, mientras que el centro del país y
especialmente la parte Oeste constituían territorios inmensos poblados
por tribus indias e infestados de animales salvajes. El país carecía,
además, de un verdadero ejército profesional, por lo que la defensa de
las personas y familias -en especial de las que empezaron la conquista
del indómito Oeste- fue encomendada por las 13 Colonias fundacionales a
sus propios ciudadanos. De ahí nace la autorización para poseer y usar
armas de fuego, que se consagró legislativamente en la llamada Segunda
Enmienda a la Constitución norteamericana, aprobada en 1791, que dice
textualmente: “Siendo una Milicia bien organizada necesaria para la
seguridad de un Estado libre, el derecho del Pueblo a tener y portar
armas no debe ser infringido”.
Aclaro para los no expertos que, en el Derecho anglosajón, se denomina Enmiendas (“Amendments”)
no a las propuestas de correcciones a proyectos legislativos como en el
Derecho latino, sino a las adiciones realizadas a un texto legal
vigente. Y también que el constitucionalismo norteamericano lleva
décadas arrastrando debates sobre el verdadero significado de la Segunda
Enmienda, y sobre su carácter no ilimitado y su adaptación a la
realidad sociológica de un país desarrollado, poseedor de uno de los
Ejércitos más poderosos del mundo.
No entiendan estas líneas como una justificación a las insoportables
matanzas que asolan periódicamente el territorio norteamericano. Pero sí
como una explicación al origen histórico-sociológico del derecho a
poseer y usar armamento. No todo se explica en esta materia con las
presiones políticas de cowboys enloquecidos o con el abuso de mantequilla de cacahuete.