Hispanobobos
Ese colosal patrimonio colectivo debe vérselas con sorprendentes adversarios en su patio trasero que anteponen cualquier cosa a lo que es suyo, arrinconándolo acomplejadamente como si tuviera escaso valor
Los
hispanobobos son ciudadanos del mundo hispánico a los que les repatea el
esplendor que ha tenido su comunidad histórica. Y por eso no descansan
hasta borrarla del mapa.
Este feliz neologismo, acuñado por Alberto Gil
Ibáñez, retrata con fidelidad a aquellos sujetos que –por ignorancia,
esnobismo o retorcimiento–, han terminado tragándose la hispanofobia
creada en época quinientista por nuestros seculares adversarios,
creyéndose todavía que lo de aquí es siempre peor, por vía de principio.
En ultramar, esta figura la encarna el típico «cojudo» o corto de
entendederas al que una cultura común, un formidable idioma de
seiscientos millones de hablantes, un glorioso pasado compartido, un
mismo credo, un intenso mestizaje o un mercado superior al diez por
ciento del PIB universal no le parecen motivos suficientes para
respaldar una verdadera unión institucionalizada, social y
económicamente pujante en el contexto internacional.
Los
miles de pasajeros que a diario llenan los aviones que hacen las rutas
de ida y vuelta entre Barajas y las distintas capitales de la
hispanidad, tienen bastante poco de hispanobobos. Como tampoco lo son
los productores de queso asturiano que se cargan en sus bodegas para
venderlos a la mañana siguiente en los abarrotes de Lima. O los
recolectores de mangos piuranos que se distribuyen a las tiendas
santanderinas en cuestión de horas. Ni lo son, por descontado, los
universitarios colombianos o mexicanos que cada curso se sientan en las
aulas de Salamanca o Sevilla, o los docentes de una u otra orilla que no
se cansan de organizar seminarios científicos conjuntos.
Esta
hispanobobia se concentra hoy, sobre todo, en las demagógicas élites
gobernantes y en la predecible intelectualidad española y americana,
henchidas de ademanes prefabricados y pretenciosos, ajenos por completo a
los infinitos lazos de sangre, mercantiles, laborales o académicos que
tejemos con discreción los hispanoamericanos sin pedir permiso a nadie,
inundando de madrileños Buenos Aires o de ecuatorianos Barcelona.
Esas criollas castas dirigentes, a
diferencia de sus anónimos compatriotas, siguen emperradas en desatar
con artificios lo que lleva más de cinco siglos bien atado. Y, como no
tienen a mano mejor argumentario, continúan sirviéndose de lugares
comunes no solo rancios, sino lisa y llanamente falsos, como pintar a
los «pueblos originarios» de santos varones, cuando es sabido que
algunos celebraban banquetes con carne humana antes cocinada o la
mayoría esclavizaban con crueldad extrema a sus desgraciados súbditos,
entre otras prácticas nada edificantes. Sin la decisiva ayuda dispensada
por esas pobres gentes a quienes les liberaron de tan inhumanas
sevicias, jamás hubiera cristalizado la primera globalización,
protagonizada por la hispanidad. De ese holocausto caníbal, por cierto,
nadie ha pedido aún perdón. Ni tan siquiera lo han intentado quienes se
reivindican ahora como sus legítimos herederos.
A
estos hispanobobos, tan fascinados por la modernidad de las naciones
que consideran extrañamente superiores, les pone de los nervios que la
koiné hispánica ronde los sesenta millones de hispanoparlantes en su
particular meca, los Estados Unidos. O que en Miami la utilice el
setenta por ciento de su población y en Los Ángeles cerca de la mitad. Y
que Nueva York sea ya «Nueva Llorca», debido a la generalización en sus
avenidas de la lengua de Calderón o Andrés Bello, custodiada con celo
por la Academia Norteamericana de la Lengua Española, benemérita
institución que va camino de cumplir su primer medio siglo de fecundos
servicios a la causa hispánica.
Los datos
económicos de lo que tanto desdeñan suelen también provocar sarpullidos a
estos zoquetes empeñados en tirar piedras contra su propio tejado. El
poder de compra de los hispanounidenses roza los dos billones de
dólares, elevados a la friolera de cincuenta si lo calculamos a escala
planetaria. Pero mientras esto sucede, ese colosal patrimonio colectivo
debe vérselas con sorprendentes adversarios en su patio trasero que
anteponen cualquier cosa a lo que es suyo, arrinconándolo
acomplejadamente como si tuviera escaso valor.
Al
margen de las fórmulas que existan para aprovechar este inconmensurable
tesoro, se me ocurre que las Cumbres Iberoamericanas dejen de ser un
mero encuentro de líderes en guayabera, avanzando hacia una auténtica
alianza hispánica al estilo de la Unión Europea que canalice esa
imparable realidad capaz de reeditar la grandeza de otros tiempos,
acabando de una vez con tanto pelma hispanobobo que nos rodea.
- Javier Junceda es jurista y escritor
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