(Frente a los simplistas, malintencionados y progres de diverso pelaje, Guy Sorman da una explicación bastante convincente de la aparición de los populismos. No estoy de acuerdo al cien por cien pero se diferencia de las simplezas usuales. Son racistas, xenófobos,etcétera. Puede que algunos, o muchos lo sean, pero hay más.)
POPULISMOS.
Podemos calificar la incursión de Donald Trump en la democracia estadounidense como un acto de piratería de un corsario que navega por las redes sociales para atacar al navío de la Constitución. Pero el trumpismo no es un fenómeno aislado. ¿Es posible no sorprenderse ante el número de jefes de Estado y de Gobierno que se han hecho con el poder últimamente manipulando las reglas de la democracia?
En primer lugar, en Europa del Este, donde creíamos que, después de la caída de la URSS en 1991, el Estado de Derecho triunfaría sin paliativos. Por desgracia, lo que hemos heredado de ella es Vladímir Putin, que hace que echemos de menos a Boris Yeltsin, y Viktor Orban, un liberal en la época del comunismo que ahora coquetea con el pasado fascista de Hungría. En Polonia, la patria ejemplar de Solidaridad, el partido llamado de la Justicia trata de instaurar una teocracia y de revisar la historia nacional como hacían los bolcheviques.
¿Y en Oriente Próximo? Turquía, que habría podido servir de ejemplo para el mundo musulmán, vuelve a las prácticas del Imperio Otomano con Recep Tayyip Erdogan como nuevo califa. En todo Occidente aumentan los tribalismos y la xenofobia, incluso en Escandinavia. Si uno de estos movimientos lograse sus fines, los desastres de Polonia, de Turquía y del Brexit anuncian lo que nos esperaría en todas partes.
Conozco la objeción: ¿no es democrático acceder al poder mediante el sufragio y luego ejercerlo según el voto de la mayoría popular? Pero esta definición superficial solo ha sido esgrimida por los ideólogos del totalitarismo, desde Jean-Jacques Rousseau hasta Hitler, pasando por Lenin. La democracia, tal y como se concibió en el Siglo de las Luces, no es el poder de la mayoría, sino la protección de las minorías. O, como dice el sociólogo indio Ashis Nandy, el «derecho a la divergencia». Nandy clasifica las democracias según la escala del «coste de la divergencia», que es muy elevado en China y nulo en India y en EE.UU.; cada uno puede calcular este índice para su país.
No conozco ningún cuadro actualizado, pero debería existir. Y es algo que los fundadores de la república estadounidense entendieron a la perfección: la finalidad de su Constitución es, ante todo, limitar el poder del Gobierno federal y proteger los derechos de todas las minorías mediante la libertad de expresión. Y es lo que el Tribunal Supremo estadounidense sigue haciendo al perseguir todas las formas de discriminación. A diferencia de Trump, que parece que es el único estadounidense que lo ignora.
A la definición de Ashis Nandy le añadiría otra de mis favoritas, propuesta por el filósofo Karl Popper: «La gran virtud de la democracia es prever los finales de reinado con anticipación y con una fecha fija». Aceptamos las derrotas electorales porque sabemos que el poder es solo provisional. Por eso, siempre son preocupantes los jefes de Estado que se instalan en el poder y modifican la Constitución para no marcharse nunca, como los Kirchner, que lo intentaron en Argentina, la presidenta actual de Corea del Sur, que se lo plantea, Vladímir Putin, que lo consigue, y Recep Tayyip Erdogan, que probablemente lo conseguirá. A tenor de lo visto, me parece que George Washington es un modelo insuperable por haberse negado a ejercer el tercer mandato que le ofrecían sus votantes. Ser demócrata es comprender que no somos insustituibles, una virtud bastante rara entre los que son elegidos en cuanto son elegidos.
En la época de las monarquías en Europa, era el bufón del rey quien le recordaba al soberano que era mortal. Hoy en día, en Gran Bretaña, es la función de la oposición, a la que se considera un Gobierno de recambio. En todos los demás lugares, ese papel lo desempeña la prensa. Si elaborásemos una «escala de Nandy» sobre el coste de la divergencia, podríamos crear otra paralela sobre la libertad de prensa, y las dos escalas coincidirían. ¿Cómo se puede explicar el avance de los corsarios populistas, aunque la prensa sea libre en Occidente?
No creo demasiado en las explicaciones deterministas que establecen una relación causal entre el populismo y el incremento de la desigualdad, ni tampoco con el aumento de la inmigración. Me parece más convincente relacionar el populismo con las redes sociales. A diferencia de la prensa, que explica, las redes sociales utilizan las pasiones que se desatan, empezando por el odio hacia el otro: Trump y Twitter son contemporáneos. En la prensa existen normas éticas, la verificación de los hechos y el derecho a responder, pero nada de eso pone trabas a las redes sociales.
Nadie habría podido imaginarse nunca que internet amenazaría un día la democracia, pero es lo que está ocurriendo. Los historiadores han observado que sin la radio Adolf Hitler no habría triunfado; sin Twitter, Trump no existiría. Trump no es Hitler, porque la sociedad estadounidense de hoy no se parece a la sociedad alemana de la década de 1930. Solo quiero señalar que nos preocupan los populismos, pero no prestamos suficiente atención a las técnicas de comunicación que les permiten prosperar.
Si queremos proteger la democracia, tendremos que establecer unas reglas de juego para las redes sociales. De la misma manera, la inseguridad cibernética también parece de repente la principal amenaza para la paz entre los países. Queremos creer que las ideas cambian el mundo, pero la técnica lo cambia más todavía.
(Guy Sorman/ABC)
POPULISMOS.
Podemos calificar la incursión de Donald Trump en la democracia estadounidense como un acto de piratería de un corsario que navega por las redes sociales para atacar al navío de la Constitución. Pero el trumpismo no es un fenómeno aislado. ¿Es posible no sorprenderse ante el número de jefes de Estado y de Gobierno que se han hecho con el poder últimamente manipulando las reglas de la democracia?
En primer lugar, en Europa del Este, donde creíamos que, después de la caída de la URSS en 1991, el Estado de Derecho triunfaría sin paliativos. Por desgracia, lo que hemos heredado de ella es Vladímir Putin, que hace que echemos de menos a Boris Yeltsin, y Viktor Orban, un liberal en la época del comunismo que ahora coquetea con el pasado fascista de Hungría. En Polonia, la patria ejemplar de Solidaridad, el partido llamado de la Justicia trata de instaurar una teocracia y de revisar la historia nacional como hacían los bolcheviques.
¿Y en Oriente Próximo? Turquía, que habría podido servir de ejemplo para el mundo musulmán, vuelve a las prácticas del Imperio Otomano con Recep Tayyip Erdogan como nuevo califa. En todo Occidente aumentan los tribalismos y la xenofobia, incluso en Escandinavia. Si uno de estos movimientos lograse sus fines, los desastres de Polonia, de Turquía y del Brexit anuncian lo que nos esperaría en todas partes.
Conozco la objeción: ¿no es democrático acceder al poder mediante el sufragio y luego ejercerlo según el voto de la mayoría popular? Pero esta definición superficial solo ha sido esgrimida por los ideólogos del totalitarismo, desde Jean-Jacques Rousseau hasta Hitler, pasando por Lenin. La democracia, tal y como se concibió en el Siglo de las Luces, no es el poder de la mayoría, sino la protección de las minorías. O, como dice el sociólogo indio Ashis Nandy, el «derecho a la divergencia». Nandy clasifica las democracias según la escala del «coste de la divergencia», que es muy elevado en China y nulo en India y en EE.UU.; cada uno puede calcular este índice para su país.
No conozco ningún cuadro actualizado, pero debería existir. Y es algo que los fundadores de la república estadounidense entendieron a la perfección: la finalidad de su Constitución es, ante todo, limitar el poder del Gobierno federal y proteger los derechos de todas las minorías mediante la libertad de expresión. Y es lo que el Tribunal Supremo estadounidense sigue haciendo al perseguir todas las formas de discriminación. A diferencia de Trump, que parece que es el único estadounidense que lo ignora.
A la definición de Ashis Nandy le añadiría otra de mis favoritas, propuesta por el filósofo Karl Popper: «La gran virtud de la democracia es prever los finales de reinado con anticipación y con una fecha fija». Aceptamos las derrotas electorales porque sabemos que el poder es solo provisional. Por eso, siempre son preocupantes los jefes de Estado que se instalan en el poder y modifican la Constitución para no marcharse nunca, como los Kirchner, que lo intentaron en Argentina, la presidenta actual de Corea del Sur, que se lo plantea, Vladímir Putin, que lo consigue, y Recep Tayyip Erdogan, que probablemente lo conseguirá. A tenor de lo visto, me parece que George Washington es un modelo insuperable por haberse negado a ejercer el tercer mandato que le ofrecían sus votantes. Ser demócrata es comprender que no somos insustituibles, una virtud bastante rara entre los que son elegidos en cuanto son elegidos.
En la época de las monarquías en Europa, era el bufón del rey quien le recordaba al soberano que era mortal. Hoy en día, en Gran Bretaña, es la función de la oposición, a la que se considera un Gobierno de recambio. En todos los demás lugares, ese papel lo desempeña la prensa. Si elaborásemos una «escala de Nandy» sobre el coste de la divergencia, podríamos crear otra paralela sobre la libertad de prensa, y las dos escalas coincidirían. ¿Cómo se puede explicar el avance de los corsarios populistas, aunque la prensa sea libre en Occidente?
No creo demasiado en las explicaciones deterministas que establecen una relación causal entre el populismo y el incremento de la desigualdad, ni tampoco con el aumento de la inmigración. Me parece más convincente relacionar el populismo con las redes sociales. A diferencia de la prensa, que explica, las redes sociales utilizan las pasiones que se desatan, empezando por el odio hacia el otro: Trump y Twitter son contemporáneos. En la prensa existen normas éticas, la verificación de los hechos y el derecho a responder, pero nada de eso pone trabas a las redes sociales.
Nadie habría podido imaginarse nunca que internet amenazaría un día la democracia, pero es lo que está ocurriendo. Los historiadores han observado que sin la radio Adolf Hitler no habría triunfado; sin Twitter, Trump no existiría. Trump no es Hitler, porque la sociedad estadounidense de hoy no se parece a la sociedad alemana de la década de 1930. Solo quiero señalar que nos preocupan los populismos, pero no prestamos suficiente atención a las técnicas de comunicación que les permiten prosperar.
Si queremos proteger la democracia, tendremos que establecer unas reglas de juego para las redes sociales. De la misma manera, la inseguridad cibernética también parece de repente la principal amenaza para la paz entre los países. Queremos creer que las ideas cambian el mundo, pero la técnica lo cambia más todavía.
(Guy Sorman/ABC)
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