O FRONTERAS O BARBARIE.
Las
fronteras no solo delimitan países. Los historiadores de la antigüedad
cuentan que el limes romano no sólo marcaba los límites de una
jurisdicción: marcaba los límites de la civilización. Civilización en
sentido estricto. Sólo dentro de las fronteras florecían dos
características que hacían de Roma, como antes de Grecia y del Antiguo
Israel, pequeños milagros humanos: por un lado el imperio del derecho,
de la ley, de las instituciones.
Por otro el bienestar económico y
material de sus habitantes. Éste era la consecuencia de un espacio
regido por aquel determinado orden. Cuando los romanos fueron incapaces
de cuidar sus fronteras, el orden se vino abajo y iniciándose una época
de oscuridad en todo el territorio imperial, que acabó sólo cuando su
legado por recogido por los nuevos reinos europeos.
Durante
siglos, las fronteras de los países de Europa han sido las fronteras de
una forma de entender la civilización: la de la libertad a través el
orden, o del orden ejercido en libertad. El progreso económico, el
desarrollo tecnológico occidental ha sido posible únicamente porque ha
existido este orden y no otro. Solo en él diversas actividades han
podido desarrollarse, entre ellas la economía moderna, tan de interés
para el europeo actual. Este hecho es fundamental, porque significa que,
por un lado, fuera de las fronteras occidentales –en sentido geográfico
o en sentido cultural- el desarrollo económico auténtico es imposible.
Y
significa, por otro lado, que sin ese orden delimitado y definido por
las fronteras europeas, el bienestar europeo o no tendría sentido, o no
tendría futuro.
Desde este punto de vista,
debilitar las fronteras o hacerlas permeables equivale a debilitar el
orden europeo, y con él el bienestar de futuras generaciones. Unas
fronteras fuertes son condición de posibilidad de una Europa que, al
menos, sobreviva durante el siglo XXI.
No sólo la
existencia y la defensa de fronteras es condición necesaria para el
bienestar económico europeo. De la existencia de fronteras se deriva
además otro aspecto europeo esencial: el derecho y el deber de cada
unidad política de discriminar quién y cómo entra a formar parte de la
comunidad. La sociedad es algo más que un grupo de personas viviendo
separados en el mismo espacio: es una comunidad de valores compartidos
que aspira a perpetuarse.
Valores de los que se derivan las
instituciones políticas: la democracia representativa, orgullo
occidental, sólo tiene sentido porque durante siglos los europeos han
compartido los valores del cristianismo. Durante siglos, las enormes
diferencias entre europeos –políticas, morales, ideológicas- han
encontrado sustrato en esos valores comunes, que han permitido que pese a
guerras y catástrofes, Europa haya seguido siendo el espejo en el que
medio mundo se mirase.
Por eso además no sólo es
relevante quién forma parte de ella y quien no, quien es admitido y
quien no: es fundamental y esencial. Pensar que la entrada en los países
europeos de cientos de miles de musulmanes no va a cambiar estos países
de acogida, que no va a trastocar los valores sociales y por
consiguiente cambiar el futuro institucional y político es de una
gravedad extrema. No sólo el sentido común: la experiencia acumulada en
barrios y ciudades europeas muestra que la religión y la cultura, no
sólo son relevantes en la convivencia y el orden social, sino cada vez
más en el orden institucional y político. Ni la religión es una cuestión
exclusivamente privada ni todas las religiones son iguales en relación
con el orden democrático. Unas lo favorecen. Otras lo erosionan.
La
frontera es garantía de libertad y orden. Sin embargo, el ataque desde
dentro a las fronteras europeas es continuo, y goza de buena salud.
Viene protagonizado por dos sectores del stablishment europeo bien
delimitados. Por un lado, están quienes simplemente odian Europa y lo
que significa: su religión, sus tradiciones, su historia, su desarrollo
económico. Unos ven en las oleadas de inmigrantes una suerte de venganza
histórica de los pobres contra la rica Europa, de los desheredados de
la tierra contra el opulento hombre blanco: cualquier crimen, cualquier
desorden, es disculpado por la izquierda cuando tiene como objetivo la
civilización occidental.
Para este tipo de izquierda y de ciertas ONGs,
una Europa disuelta y desdibujada sería una suerte de justicia
histórica. Otros, como la Unión Europea o distintos organismos de
Naciones Unidas, ven en la avalancha o el goteo migratorio la
posibilidad de construir partiendo de cero a un nuevo hombre europeo:
multicultural, hecho de retazos minúsculos, sometido a una burocracia
omnipotente y caracterizado por su falta de valores, de alma, de
identidad. Un hombre light y gris para un superestado tecnocrático
europeo.
Por otro lado están aquellos incapaces de
enfrentarse a esta ofensiva antieuropea: aquí se incluyen los
principales líderes europeos. Inanes ante la corrección política,
incapaces de pensar más allá del corto plazo, se muestran insensibles
ante la responsabilidad depositada en sus manos: dejan hacer a los
primeros y se dejan arrastrar por la corriente, pese a que son
perfectamente conscientes de los efectos de su inacción.
Su
responsabilidad es aún mayor, porque a diferencia de aquellos, éstos si
son conscientes de las pésimas consecuencias, pero parece darles igual.
Éste parece ser el caso de Rajoy: tiene a cientos de guardias civiles
atacados a pedradas en la frontera sur de España, en defensa del limes,
del orden, de la civilización de la que el es producto y guardián al
mismo tiempo. En fin: no es que el presidente del Gobierno no crea en
las fronteras ni piense que la Guardia Civil no hace un buen trabajo: es
que prefiere obviar todo esto por el coste personal y partidista de
enfrentarse a la corrección política que arrasa en la opinión pública y
los medios de comunicación.
Lo cual nos
llevaría al problema de la ausencia de liderazgo en los países europeos,
y a la aparente incapacidad de las sociedades europeos para conseguir
líderes auténticos, con una concepción histórica de Europa y con la
fortaleza necesaria para defenderla. En una época en la que la
inestabilidad y el desorden se extienden por medio mundo, en el que los
cambios bruscos se suceden en el entorno europeo y las amenazas se
acumulan al este y al sur del continente, es necesario reconocer que las
fronteras son lo que separan el orden del desorden, y las que
garantizan las libertades y el bienestar europeo. Como en tiempos del
limes romano, son lo que separan la civilización de la barbarie.
(Oscar Elía/La Gaceta)
No hay comentarios:
Publicar un comentario