jueves, 2 de febrero de 2017

O FRONTERAS O BARBARIE.






O FRONTERAS O BARBARIE.

Las fronteras no solo delimitan países. Los historiadores de la antigüedad cuentan que el limes romano no sólo marcaba los límites de una jurisdicción: marcaba los límites de la civilización. Civilización en sentido estricto. Sólo dentro de las fronteras florecían dos características que hacían de Roma, como antes de Grecia y del Antiguo Israel, pequeños milagros humanos: por un lado el imperio del derecho, de la ley, de las instituciones. 

Por otro el bienestar económico y material de sus habitantes. Éste era la consecuencia de un espacio regido por aquel determinado orden. Cuando los romanos fueron incapaces de cuidar sus fronteras, el orden se vino abajo y iniciándose una época de oscuridad en todo el territorio imperial, que acabó sólo cuando su legado por recogido por los nuevos reinos europeos.

Durante siglos, las fronteras de los países de Europa han sido las fronteras de una forma de entender la civilización: la de la libertad a través el orden, o del orden ejercido en libertad. El progreso económico, el desarrollo tecnológico occidental ha sido posible únicamente porque ha existido este orden y no otro. Solo en él diversas actividades han podido desarrollarse, entre ellas la economía moderna, tan de interés para el europeo actual. Este hecho es fundamental, porque significa que, por un lado, fuera de las fronteras occidentales –en sentido geográfico o en sentido cultural- el desarrollo económico auténtico es imposible. 

Y significa, por otro lado, que sin ese orden delimitado y definido por las fronteras europeas, el bienestar europeo o no tendría sentido, o no tendría futuro.

Desde este punto de vista, debilitar las fronteras o hacerlas permeables equivale a debilitar el orden europeo, y con él el bienestar de futuras generaciones. Unas fronteras fuertes son condición de posibilidad de una Europa que, al menos, sobreviva durante el siglo XXI.

No sólo la existencia y la defensa de fronteras es condición necesaria para el bienestar económico europeo. De la existencia de fronteras se deriva además otro aspecto europeo esencial: el derecho y el deber de cada unidad política de discriminar quién y cómo entra a formar parte de la comunidad. La sociedad es algo más que un grupo de personas viviendo separados en el mismo espacio: es una comunidad de valores compartidos que aspira a perpetuarse. 

Valores de los que se derivan las instituciones políticas: la democracia representativa, orgullo occidental, sólo tiene sentido porque durante siglos los europeos han compartido los valores del cristianismo. Durante siglos, las enormes diferencias entre europeos –políticas, morales, ideológicas- han encontrado sustrato en esos valores comunes, que han permitido que pese a guerras y catástrofes, Europa haya seguido siendo el espejo en el que medio mundo se mirase.

Por eso además no sólo es relevante quién forma parte de ella y quien no, quien es admitido y quien no: es fundamental y esencial. Pensar que la entrada en los países europeos de cientos de miles de musulmanes no va a cambiar estos países de acogida, que no va a trastocar los valores sociales y por consiguiente cambiar el futuro institucional y político es de una gravedad extrema. No sólo el sentido común: la experiencia acumulada en barrios y ciudades europeas muestra que la religión y la cultura, no sólo son relevantes en la convivencia y el orden social, sino cada vez más en el orden institucional y político. Ni la religión es una cuestión exclusivamente privada ni todas las religiones son iguales en relación con el orden democrático. Unas lo favorecen. Otras lo erosionan.

La frontera es garantía de libertad y orden. Sin embargo, el ataque desde dentro a las fronteras europeas es continuo, y goza de buena salud. Viene protagonizado por dos sectores del stablishment europeo bien delimitados. Por un lado, están quienes simplemente odian Europa y lo que significa: su religión, sus tradiciones, su historia, su desarrollo económico. Unos ven en las oleadas de inmigrantes una suerte de venganza histórica de los pobres contra la rica Europa, de los desheredados de la tierra contra el opulento hombre blanco: cualquier crimen, cualquier desorden, es disculpado por la izquierda cuando tiene como objetivo la civilización occidental. 

Para este tipo de izquierda y de ciertas ONGs, una Europa disuelta y desdibujada sería una suerte de justicia histórica. Otros, como la Unión Europea o distintos organismos de Naciones Unidas, ven en la avalancha o el goteo migratorio la posibilidad de construir partiendo de cero a un nuevo hombre europeo: multicultural, hecho de retazos minúsculos, sometido a una burocracia omnipotente y caracterizado por su falta de valores, de alma, de identidad. Un hombre light y gris para un superestado tecnocrático europeo.

Por otro lado están aquellos incapaces de enfrentarse a esta ofensiva antieuropea: aquí se incluyen los principales líderes europeos. Inanes ante la corrección política, incapaces de pensar más allá del corto plazo, se muestran insensibles ante la responsabilidad depositada en sus manos: dejan hacer a los primeros y se dejan arrastrar por la corriente, pese a que son perfectamente conscientes de los efectos de su inacción. 

Su responsabilidad es aún mayor, porque a diferencia de aquellos, éstos si son conscientes de las pésimas consecuencias, pero parece darles igual. Éste parece ser el caso de Rajoy: tiene a cientos de guardias civiles atacados a pedradas en la frontera sur de España, en defensa del limes, del orden, de la civilización de la que el es producto y guardián al mismo tiempo. En fin: no es que el presidente del Gobierno no crea en las fronteras ni piense que la Guardia Civil no hace un buen trabajo: es que prefiere obviar todo esto por el coste personal y partidista de enfrentarse a la corrección política que arrasa en la opinión pública y los medios de comunicación.

Lo cual nos llevaría al problema de la ausencia de liderazgo en los países europeos, y a la aparente incapacidad de las sociedades europeos para conseguir líderes auténticos, con una concepción histórica de Europa y con la fortaleza necesaria para defenderla. En una época en la que la inestabilidad y el desorden se extienden por medio mundo, en el que los cambios bruscos se suceden en el entorno europeo y las amenazas se acumulan al este y al sur del continente, es necesario reconocer que las fronteras son lo que separan el orden del desorden, y las que garantizan las libertades y el bienestar europeo. Como en tiempos del limes romano, son lo que separan la civilización de la barbarie. 

(Oscar Elía/La Gaceta)

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