(El autor nos dice lo que cualquier persona con un mínimo sentido común debería saber. Que ninguna consulta al pueblo puede decidir que sean los vecinos los que paguen nuestras deudas.
Sin embargo, he seguido- con esfuerzo- algunas tertulias y los tertulianos progresistas no lo entendían, o no lo querían entender. Hablaban todo el tiempo de dignidad y orgullo. Y de democracia. Para ellos, que los griegos quieran que los vecinos paguen sus facturas es democracia. Pero no les parecía bien que los vecinos votasen si querían seguir pagando al que no devuelve el dinero prestado. Esto ya no era democracia.
¿Son idiotas o, simplemente, hacen el idiota porque les gusta? No lo sé. Al menos, le ruego, que no trague sus estupideces. La política real no puede ni debe suponer que todos somos como Teresa de Calcuta. A la gente normal le gusta que le devuelvan el dinero prestado.
Que los 'buenismos' tan del gusto de lo progres no son exigibles a los demás. Si los progres quieren dar su dinero a los griegos, que lo hagan. Pero que no nos den la tabarra con su falso 'buenismo'.)
UN PLEBISCITO.
El señor, cuyo santuario está en Delfos, ni dice ni oculta, sino que da signos». Heráclito, que fue el primero en escribir en griego «filósofo», sabe cómo, tras su aparente sencillez, toda palabra es enigmática. Y es preciso descifrarla. O ser esclavo de ella.
La palabra «referéndum» ha sido santo y seña
para trocar la realidad griega en invisible. Y suplantarla por una pieza
teatral de parvulario. «El pueblo es soberano» flamea sobre Atenas,
como una de esas grandes banderas que, al restallar en el vacío, tanto
conmocionan a quienes quieren ser conmocionados. El lema impone su
devoción, como indignada evidencia que dice rechazar el frío análisis.
Pero, en rigor, es «signo». De un engaño. ¿Es el pueblo soberano? Según.
Según lo que hayamos hecho comparecer bajo la máscara de las palabras
«pueblo» y «soberano». ¿Es soberana una comunidad de hombres para
decretar la llegada de la lluvia o la sequía? Eso imagina la tribu que
alza cánticos y danzas bajo la milagrera guía del brujo venerado. ¿Es
soberana una comunidad nacional para decidir que sean sus vecinos
quienes paguen las deudas que ella sola contrajo? Es lo que los
danzantes de la tribu Syriza y los danzantes de la tribu neonazi
Amanecer Dorado invocaban, unidos, este domingo pasado en Grecia. Siendo
muy bondadoso, puede llamarse superstición a eso. Aunque hay nombres
más feos. El pueblo es soberano, para configurar las determinaciones que
están bajo su potestad: las leyes que codifican su potencia
constituida. Sólo.
En rigor, un referéndum no tiene más función
que la de ratificar –o no– la hipótesis previamente elaborada por las
instituciones del Estado. En el caso que nos afecta, un referéndum
popular en Grecia estaría capacitado para «refrendar», por ejemplo, la
decisión que tomase un Gobierno griego de abandonar la UE: podría gustar
o no, pero nada cabría oponer a ello. ¿Qué sucede, por el contrario,
cuando aquello que se pregunta no está en la potestad de aquel a quien
se le pregunta? Sucede que eso no es una pregunta. Ni la consulta es un
referéndum. Plebiscito, si acaso: mecanismo al cual son de lo más
adictas todas las dictaduras, y mediante el cual una pregunta fingida
enmascara el llamamiento a la fusión sentimental con el gobernante, en
cuya guía todos deben ceder, para su bien, cualquier voluntad propia. El
plebiscito es así –y el siglo veinte está lleno de ejemplos que
triunfaron– la vía real a la esclavitud.
No deberíamos engañarnos. Esas apelaciones a
fundirse en uno con el jefe funcionan: llámese este Franco o Tsipras. El
amor a la servidumbre es un maldito enigma de la mente humana. Ayer,
los griegos ejercieron su derecho a ser siervos del populismo. Y de la
ruina. Podían hacerlo. Pero no podían imponer que los ciudadanos
europeos se avinieran a mantenerlos a ellos. Esto requeriría una
consulta en toda la UE. Y me da que el resultado sería previsible.
Grecia rechaza el euro. Vuelta al dracma.
(Gabriel Albiac/ABC)
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