LA CONQUISTA DE LA DEMOCRACIA EN CATALUÑA.
Hace cuarenta años, todos los españoles votamos, por vez primera en casi medio siglo, a nuestros representantes en un parlamento democrático. Hace menos de diez, las instituciones autonómicas de Cataluña y una parte no desdeñable de sus habitantes se han lanzado a la impugnación de lo que entonces se creyó marco definitivo de convivencia. Aludir al necesario cumplimiento de la ley es indispensable. Pero provoca inquietud, porque proyecta sobre la opinión pública un mensaje en el que la mera obviedad de una afirmación gubernamental puede entenderse como referencia cansina a una autoridad y no como argumento en un debate vivo de la ciudadanía.
Naturalmente, nadie desea ponerse en el lugar en el que se han colocado quienes ostentan su cargo gracias a la Constitución y al Estatuto: fuera de la ley, al margen de los preceptos de nuestra Carta Magna. Pero pasemos a dar también la cara en otro espacio donde este combate se está desarrollando. Si no acudimos a él, nunca se entenderá que nuestra ausencia procede de nuestra superioridad. Se asumirá, como ya está sucediendo, que se origina en nuestra frágil carencia de una idea de España. Que procede, incluso, de nuestra indecente voluntad de mantener a los españoles presos de una Transición realizada en condiciones de desigualdad y cuyos parámetros han sido superados por propuestas de mucha más calidad democrática.
En lo que se refiere a Cataluña, es este último aspecto el que resulta más aleccionador de los abusos del lenguaje, deformación del pasado, embustes lanzados a ciudadanos que no vivieron las circunstancias fundacionales de nuestra democracia y atropello del recuerdo de quienes sí las vivimos. En especial, de quienes pudieron experimentarlas en Cataluña misma. La insufrible superioridad moral que se arrogan los dirigentes separatistas se basa en una falsedad radical.
Como ha ocurrido reiteradamente en los peores episodios del pasado de Europa, intenta convencer a los ciudadanos de que la historia se ha interrumpido durante décadas enteras de silencio y oprobio, y que el nacionalismo acude en forma de retorno de la patria humillada, tras un espantoso paréntesis de ocupación y latrocinio, de saqueo material y cultural, de represión y miseria. Como si Cataluña no hubiera sido especial protagonista de un verdadero proceso de liberación, gracias al que España entera recobró una democracia que nos dignificó como personas y nos devolvió nuestra solvencia como nación soberana, custodia de derechos, garantía de cohesión, fundamento de nuestra realización colectiva.
Lo que debe reprobarse a estos sectores no es solo que defiendan la vulneración de la ley, sino también que presenten nuestro sistema político como una flaqueza constitucional, como una ausencia de verdadera libertad, como un orden limitado por sus defectos genéticos. Lo que el separatismo proclama es que no está vulnerando la legalidad, sino revelando a los ciudadanos la inexistencia de toda norma legítima, pues el Estado que existe y el entramado jurídico que lo sustenta se redactaron y votaron bajo coacción, en un escenario hostil, donde los catalanes fueron engañados, intimidados o sometidos a una resignada aceptación de lo que podía conseguirse en una coyuntura desfavorable para su plena libertad.
Además de ser falsa, esta interpretación de la Transición es un insulto a quienes la protagonizaron. Y, en especial, a quienes la hicieron en la forma más modesta, heroica y anónima de la lucha en la calle, de la manifestación en favor de las libertades de todos los españoles. Cataluña vivió con especial dureza y gran participación aquel combate por la democracia. Y era lógico que así fuera. Tenía una cultura abierta a Europa, orgullosa de su cosmopolitismo y segura de su modernidad. Disponía de una clase media educada en las tradiciones de un catalanismo regeneracionista, federal, liberal y republicano. Poseía una larga experiencia de asociacionismo y cultura obrera, con coraje reivindicativo y capacidad de negociación.
En los estertores de la dictadura, fue en Cataluña donde se creó un inmenso espacio unitario de oposición, donde se encontraron todas las fuerzas sociales y políticas de la comunidad, desde los comunistas hasta los regionalistas conservadores, desde los sindicatos hasta las organizaciones vecinales. Aquella Asamblea de Cataluña constituida en 1971 resumió los motivos de su lucha en cuatro objetivos, coreados sin cesar: las libertades democráticas, el gobierno de unidad para realizar la transición, la amnistía de todos los presos políticos y el estatuto de autonomía. El retorno de Tarradellas del exilio y la formación de un gobierno de unidad dieron forma precisa a la conquista de la libertad y a la reconciliación y propósito común de la inmensa mayoría de los catalanes.
Pero lo que más nos importa no es el recuerdo de esa peripecia institucional. Lo que de verdad interesa ahora, para echárselo a la cara a quienes pretenden ser representantes de una libertad aún exiliada, y a quienes presumen de llevar en sus actos la devolución de una soberanía nunca ejercida, es contar las cosas como ocurrieron a ras de suelo, como las vivieron con humilde tenacidad quienes conquistaron la democracia. Trabajadores del cinturón industrial, universitarios, profesionales de la medicina o pequeños propietarios de comercios y oficinas, comunistas, socialistas, democristianos, liberales o conservadores, pueblo real en pie, demócratas sin partido, edificaron el verdadero escenario de esa experiencia. Discreparon muchas veces, debatieron sobre ritmos, compensaron la impaciencia de algunos con la prudencia de otros.
No reprocharon a nadie sus creencias religiosas, su ideología política o sus inclinaciones sociales. Su movilización fue unánime y generosa, porque deseaban construir una comunidad política en la que todos se sintieran iguales. Y lo hicieron, siempre, pensando en España. No habrá uno solo de aquellos ciudadanos que pueda decir lo contrario. La conquista de la democracia en Cataluña solo se comprendía como el establecimiento de un régimen de libertades en el conjunto de la nación. Y aquella movilización tuvo una calidad democrática, una fuerza de integración de los nacidos dentro o fuera de Cataluña, una tensión de control del poder público y una conciencia cívica que ya querrían para sí los gerifaltes independentistas.
Porque aquella marea de madurez política construyó una comunidad en la que todos se sintieron representados. Y es propio de miserables sin sentido de su historia calificar aquel periodo de tiempo de resignación habitado por una generación de seres pusilánimes. ¿Van estos personajillos a dar lecciones de coraje y de decisión de vivir en libertad a los sindicalistas de la SEAT, a los estudiantes de la universidad de Barcelona, a los militantes de organizaciones clandestinas, a quienes habían sufrido cárcel, despidos, marginación o censura, a los ciudadanos que acudieron entonces, amparados solamente por su ilusión, a una llamada de tan fiera consistencia moral? La diferencia entre la Cataluña que construyeron aquellos valientes y la que están destruyendo estos mezquinos es nuestro argumento. No solo en defensa de España entera, sino también para salvar la inmensa dignidad de aquella Cataluña, cuya realidad y cuyo recuerdo quieren arrebatarnos.
(Fernando García de Cortázar/ABC)
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