(ESTE LOGO SOCIALISTA Y EL DE PODEMOS, SON EL EJEMPLO DEL FRACASO. TAL VEZ, EN ESPAÑA, SE TARDE ALGO MÁS EN VERLO PORQUE SOMOS UN PAÍS PROGRE Y POLÍTICAMENTE INMADURO.
UNA CAUSA FUNDAMENTAL ES LA QUE SE DICE EN EL ARTÍCULO QUE SIGUE. NO ES POSIBLE TENER- AL MISMO TIEMPO- EL ESTADO DE BIENESTAR QUE TENEMOS Y LAS PUERTAS ABIERTAS A LA INMIGRACIÓN.
ESPEREMOS QUE LA GENTE SE DÉ CUENTA LO MÁS PRONTO POSIBLE. Y ESTO NO ES UN APOYO AL PP. QUE QUEDE CLARO.)
POPULISMO, IZQUIERDA E INMIGRACIÓN.
Ahora que se ha impuesto la norma de llamar populismo a cualquier disonancia en el discurso político que no encaje con el cuento de hadas de la globalización
y su tan anunciado final feliz, el de la plena libertad de movimientos
para personas, mercancías y capitales a lo largo y ancho del planeta
todo, tal vez deberíamos preguntarnos por qué nadie ha tildado nunca de
populista a una nación como Canadá, país que hace décadas que impone
rigurosísimos controles a la circulación de trabajadores poco
cualificados a través de sus fronteras.
Lo mismo que Suiza, por cierto,
otro ejemplo de populismo crónico con bula. Y esos no son los únicos populistas impunes. Porque el mismo populismo,
exactamente el mismo, lo vienen practicando desde siempre dos lugares
con tan buena prensa buenista como Nueva Zelanda y Australia. ¿Por qué
es populista Trump y no lo son, en cambio, los últimos diez primeros
ministros de Australia?
Misterio. O no tan misterio, si bien se mira. Y
es que el término populista se reserva en exclusiva para
aquellos partidos y líderes de la derecha conservadora que, casi sin que
nadie se diese cuenta, han acabado apropiándose de todos los temas y
banderas de la izquierda, votantes obreros incluidos.
Repárese, sin ir más lejos, en esa asombrosa mutación que en
apenas nada ha sufrido el mapa político del Reino Unido. Hoy, el líder
indiscutible de la clase obrera inglesa resulta ser Theresa May, que ha
desbancado en ese caladero al UKIP por la muy sencilla vía de fagocitar
su programa. Algo mucho más asombroso aún si se tiene en cuenta que, al
igual que el resto de Europa, también allí acaban de pasar por siete
interminables años caracterizados por mutilaciones tan constantes como
dolorosas del gasto social, la llamada austeridad, un aceite de
ricino presupuestario que han aplicado gobernantes conservadores.
Y,
sin embargo, la distancia demoscópica entre May y ese viejo izquierdista
de libro, Corbyn, es de nada menos que de 36 puntos. Traducido a las
unidades de medida que se manejan en política, el equivalente a varios
años luz. A estas horas es más fácil encontrar una pepita de oro en el
fondo del Támesis que un obrero inglés dispuesto a votar a los
laboristas. Una mutación de dimensiones históricas que tampoco resulta
tan difícil de entender. Ocurre que la menguante clase obrera inglesa ha
acabado viendo a los laboristas como un partido que coloca los intereses de los inmigrantes por delante de los de los británicos.
A ese respecto, el gran dilema al que se enfrentan los
progresistas de todos los partidos en Occidente, tanto los liberales
como los socialdemócratas, es que están obligados a elegir entre sus
principios morales universalistas y el interés económico local de las
comunidades y países a los que aspiran representar. Ocurre que el modelo
del Estado del Bienestar europeo, por mucho que lo cuestionen sus adversarios, sigue siendo financieramente viable. Tan viable como mantener nuestras fronteras nacionales abiertas de par en par
a la inmigración, pese a contar la idea con otro número notable de
detractores.
Lo que, en cambio, no resulta en absoluto factible es que
esos dos propósitos, conservar el Estado del Bienestar y al tiempo hacer
permeables las fronteras a la inmigración, puedan convivir en plácida
armonía. Eso, simplemente, es imposible. Pero la izquierda no lo quiere
entender. Y como no lo quiere entender, no lo entiende.
De ahí que los
votantes, en especial los procedentes de las capas populares, la estén
barriendo del mapa en todas partes, igual en Holanda que en Francia,
Irlanda o el Reino Unido. Malos tiempos para la lírica socialdemócrata.
Muy malos.
(José García Domínguez/ld.)
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