viernes, 9 de septiembre de 2005

Ortega y el Gran Hermano

ORTEGA Y EL GRAN HERMANO

Uno de los pensadores más importantes de la historia occidental y, probablemente, de la humanidad ha sido Sócrates. Entre las muchas cosas que nos enseñó podemos destacar la humildad intelectual. Como es sabido, en La Apología de Sócrates, Platón expresa su desconcierto ante el hecho de que la democracia ateniense fuese capaz de eliminar a un hombre tan notable. En esta Apología, Sócrates rechaza ser considerado como el hombre más sabio de Atenas. Discute públicamente con aquellos que se hacen pasar por los más sabios y les muestra que no lo son. Esto le ayudaría, entre otras cosas, a crearse enemistades. Finalmente acepta que es el más sabio porque sabe que no sabe nada, mientras que los otros creen saber.

Dicho esto, quiero referirme ahora al peligro que representa la dominación técnica o ideológica, o ambas cosas, de los ‘expertos’. Necesitamos confiar en los expertos pero tenemos que delimitar hasta dónde tenemos que ponernos en sus manos. El ejemplo del viaje en avión me parece suficientemente iluminador. Si somos racionales confiaremos en los expertos, es decir, en los pilotos. Ellos conducirán la nave porque tienen conocimientos que ignoran los pasajeros pero son ellos y no el piloto los que tienen que decidir dónde quieren ir. No siempre es fácil delimitar el ámbito en el que los expertos tienen que decidir y el ámbito en el que no deberíamos delegar nuestra responsabilidad de decisión. Por una parte, la pretensión de que todo lo podemos hacer nosotros mismos es estúpida. Nadie es capaz de pilotar un avión, operarse de cataratas, construirse su propia casa, etcétera. Pero, por otra parte, también es estúpido delegar completamente en los demás. Es pertinente hacer una distinción entre la delegación de carácter técnico, confiar en que otros más capacitados que yo conducirán el avión, y la delegación de carácter moral-político, etcétera, confiar en que otros más capacitados decidirán por mí. Mientras la primera delegación es sensata, al menos en principio, la segunda delegación puede llevarnos a la creación de masas amorfas de seudo-ciudadanos. Así pues, frente al silencio de los corderos es preferible y deseable la voz informada y responsable de los auténticos ciudadanos.

Con estos antecedentes es hora de hablar de la demagogia. En este sentido hay que decir que, a veces, se malentiende la idea de que somos iguales. En una sociedad democrática, que merezca este nombre, todos somos iguales en derechos básicos y en dignidad. Una cosa distinta es que todas las opiniones sean igualmente valiosas, que sean iguales. Si todo es igualmente valioso tan respetable es la opinión de Hitler como la de Teresa de Calcuta o Martín Luther King. Si todas las opiniones son igualmente valiosas, tan respetable es la opinión del violador como la de la violada, la del torturador como la del torturado. Por tanto, creo que debemos distinguir entre el respeto a los derechos básicos y a la dignidad de las personas, lo que es exigible, y el respeto a las opiniones de las personas, lo que no es necesariamente exigible. Algunas opiniones no son respetables, son despreciables. Por ejemplo, la de Hitler, la del violador, la del torturador, la del que pega un tiro en la nuca, la del racista y otros.

Dentro de poco se celebrará un Congreso Internacional sobre el pensamiento de Ortega y Gasset. En mis años de juventud no leí La rebelión de las masas porque en el contexto izquierdoso en que me movía (y del que no me arrepiento) no se ‘podía’ leer a Ortega porque era un ‘facha’. Con los años fui alejándome de las Iglesias, fueran las que fueran, y decidí pensar por mí mismo con la ayuda, preferentemente, de los libros. Aquí haré referencia a una frase que me gusta repetir por un doble motivo, porque creo que expresa una verdad y porque ser agradecidos es de bien nacidos. Quiero decir que estoy agradecido a los que me ayudaron a aprender. Ahí va la frase, ‘si podemos ver un poco más lejos es porque nos hemos subido a los hombros de los gigantes.’ Pues bien, hace tiempo que no me interesa la opinión de los sacerdotes de lo políticamente correcto, que suelen ser unos pigmeos. Con relación a Ortega diré que no hay una única lectura que sea la auténticamente verdadera, y esto sucede con cualquier discurso mínimamente sofisticado. Dicho esto, que debería ser una obviedad, añadiré que Ortega advirtió, con adelanto, un diagnóstico preocupante de nuestro tiempo, el de la difusión y apología de la mediocridad. Algunos autores, preferentemente conservadores, se han venido asustando y quejando por la irrupción de las ‘masas’ en la vida política, social, cultural, etcétera. Esto me parece lamentable. El problema es otro. Lo preocupante es la existencia de una industria de la manipulación de las conciencias, por una parte, y la mediocridad rampante en todas o casi todas las esferas de la vida pública, por otra, que adula y enaltece la vulgaridad y la mediocridad.

Un ejemplo lo tenemos, aunque no exclusivamente, en el Gran Hermano. La vulgaridad y la mediocridad son objeto de apología y se convierten en medida de lo que está bien. Las críticas a esta mediocridad se ven, desde ciertas atalayas falsamente progresistas, como expresión de elitismo. Recordaré aquí que los nazis apelaban, de forma demagógica, al ‘sano sentimiento del pueblo’, en su caso del pueblo alemán. Por lo visto, queda bien aplaudir la vulgaridad y la mediocridad porque se supone que es ‘del pueblo’ pero no se dice que cuanta más ignorancia y más mediocridad haya, más facilidad habrá para manipular las conciencias de las gentes. Falsos progresismos y populismos reaccionarios adulan y beatifican todo lo que hace el ‘pueblo’, palabra mágica que se utiliza para apoyar lo que convenga, para obtener votos, favores, sonrisas, complacencias y golpecitos en la espalda. Si tan buenas son estas exhibiciones del ‘pueblo auténtico’ deberíamos preparar a los niños para ser futuros actores del Gran Hermano. ¿Para qué el esfuerzo de aprender si cualquier cosa que diga es igualmente respetable?. ¿Es este falso igualitarismo un buen camino para construir una sociedad mejor? No lo creo.

Sebastián Urbina.

Noviembre 2000.

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