La superchería del catalanismo
Grupo Ramón Llull
Grupo Ramón Llull
La decisión del
Govern de Bauzá de subvencionar a las editoriales que adapten los libros de
texto a las modalidades insulares ha vuelto a abrir la caja de Pandora. Esta
medida supone reconocer tácitamente que hasta ahora dicha adaptación dejaba
mucho que desear, como cualquiera puede comprobar por poco que se moleste en
hojear algún libro de sus hijos o nietos. Ni que decir tiene que el catalanismo
ha reaccionando como viene siendo habitual, insultando a los que no piensan
como ellos y colmándolos con los improperios habituales: estúpidos, incultos o
ignorantes.
La misma
letanía repetida machaconamente durante treinta años. Curiosamente, se han
sumado al linchamiento algunos no catalanistas pero que comparten con ellos el
mismo espíritu jacobino de la izquierda, esta devoción por la ingeniería social
intervencionista desde las élites, los únicos filósofos-reyes platónicos que
saben lo que de verdad conviene al pueblo estulto e ignorante.
Digan lo que
digan, lo objetivo e irrefutable es
que aquí no hace mucho se hablaba un cálido y maravilloso mallorquín y
que, debido a la enseñanza del (y en) catalán estándar y su uso en los medios
audiovisuales públicos, se está sustituyendo la lengua de nuestros padres
y abuelos por un artificial, frío e inexpresivo catalán estándar. Un gran
éxito de los catalanistas, con la anuencia, o el apoyo claro y decidido, de los
partidos nacionales y regionales. Frente a realidades como ésta, o ante
desafíos como el planteado con la libertad de elección de lengua, el
catalanismo sólo se ha molestado en mostrar el rostro desnudo
del poder a través de la coacción, la violencia (verbal y física) y su
apelación constante a una supuesta verdad científica.
Algunos, como el
ex consejero de Educación, han ido más lejos y se han atrevido a asegurar que
“el balear no existe”. Si dejamos al margen la delicada y finísima distinción
entre dialecto y lengua, en muchos casos meramente política o de apoyo
institucional, lo cierto es que el balear sí existe y no de ahora. Dos
academias tan prestigiosas como contrapuestas como son la Real Academia
Española y el Institut d’Estudis Catalans así lo atestiguan. Sin ir más lejos,
en 1959 la RAE acordaba que el balear era la lengua que se hablaba en Baleares,
un acuerdo que fue silenciado posteriormente debido a las presiones
catalanistas.
Y por su parte, el
IEC reconoce al balear como uno de los “dialectos” más importantes del catalán,
reconociéndole unas características lingüísticas definidas, una identidad
propia que le confiere una cierta uniformidad más allá de las diferencias entre
islas y que le separa de otros “dialectos” del catalán. Es indiscutible que,
bajo una u otra consideración, el balear sí existe y tiene personalidad propia.
No digamos ya las denominaciones seculares de mallorquín, menorquín o ibicenco
con las que, no hace tanto, casi todo el mundo identificaba la lengua de las
diferentes islas. Pero lo que se oculta detrás de todos estos alaridos y golpes
de pecho de quienes niegan la existencia del balear con un horror digno de
mejor causa es la ingenua creencia de que todo empezó con Pompeu Fabra.
¿De verdad creen
que la codificación del catalán, que apenas data de 1913, representa el acta
bautismal de esta lengua? ¿Acaso no existía este idioma, con sus múltiples
codificaciones, antes de Fabra? ¿Acaso no se produjeron magníficas obras
literarias en catalán, valenciano y mallorquín antes de Fabra y el IEC? ¿O
seremos tan ingenuos para creer que el catalán, o como queramos llamarle, sólo
ha existido en la forma actual? Al parecer a los catalanistas se les ha
aparecido el Espíritu Santo en dos ocasiones, la primera vez en 1229 con la
conquista cristiana que su propaganda ha transformado en “catalana”. Y la
segunda en los años veinte del siglo pasado, gracias a la obra fabriana. Antes
de estos dos Pentecostés tan señalados, ni los mallorquines existíamos –o lo
que es lo mismo, no podíamos denominarnos como tales– ni existía nada que
pudiera denominarse “mallorquín”. Sólo empezamos a existir, como catalanes y
hablando catalán naturalmente, en 1229 y 1913. En fin, los catalanistas deben
tener una fe (de carbonero) inquebrantable.
Una fe de
carbonero que se sustenta en otra falacia no menos manoseada: la ciencia les
daría razón a ellos y se la quitaría a los que cuestionan la uniformidad o la
unidad del catalán. Todos debemos plegarnos a sus dictados porque sólo ellos
están en posesión de una supuesta “verdad científica”. Por evidentes razones de
espacio, no entraremos en la discusión de si la Filología (como otras “ciencias
sociales” como la Historia, la Política o la Economía) es o no una ciencia, al
menos en el mismo grado en que lo son las Matemáticas, la Física o la Biología.
Conformémonos de momento en admitir que es una cuestión, cuando menos, controvertida.
Imaginemos por un momento que la normativización del IEC de principios de siglo
XX hubiera obedecido a razones estrictamente filológicas, contrariamente a lo
que admiten sociolingüistas catalanes como Montoya o Lamuela que sostienen que
dicha normativización no puede desligarse de otras razones no filológicas, como
son las de tipo político, social, cultural o demográfico.
¿De que ciencia filológica estamos hablando?
¿De la “ciencia” de la Sección Filológica del IEC cuyos acuerdos (científicos,
supuestamente) se tomaban por mayoría? ¿O de la “ciencia” que se imponía
socialmente sobre otros puntos de vista gracias a la política de consenso o al
firme apoyo institucional de la Mancomunidad catalana? Las decisiones tomadas
por consenso o por mayoría tienen tan poco que ver con una supuesta “verdad
científica” como las leyes que emanan de un parlamento. Responderán a una
convención, a un interés, a unas intenciones, pero no a ninguna ciencia seria.
La naturaleza no científica –y por tanto plural− de la filología, se manifiesta
en las controversias de tipo lingüístico a la hora de elegir un modelo de
lengua literaria, culta o estándar. Recordemos la polémica que tuvo lugar en
los años ochenta entre el catalán “light” que propugnaban Pericay y Toutain por
una parte y el catalán acartonado del IEC por otra, en relación al modelo de
catalán que debía utilizarse en los medios, o las diferentes opiniones que al
respecto de las modalidades insulares están surgiendo estos días en el seno del
mismo departamento de filología catalana de la UIB.
Cuando, a
partir de 1913, Fabra y el grupo de L’Avenç se salen con la suya al imponer una
ortografía, una fonética, una sintaxis, una morfología y un diccionario
normativo basados en el catalán de Barcelona, lo que están haciendo es
descartar otras opciones posibles. Fabra era perfectamente consciente de ello,
una humildad, por cierto, que contrasta con la arrogancia de los catalanistas
de hoy. ¿Había otras opciones además de la de Fabra? Claro. ¿Se eligió la mejor
de todas ellas? Depende de para qué y de las nuevas funciones que querían darse
al catalán, muy distintas si comparamos a nacionalistas, a regionalistas o a
quienes no eran ni una cosa ni la otra. ¿Optó el IEC por la solución más
científica? La solución adoptada no era ni más ni menos científica que otras
alternativas, entre ellas la defendida por Mossèn Alcover, simplemente se
impuso por la fuerza de los hechos consumados en una época en que la filología
catalana, conviene no olvidarlo, todavía estaba en mantillas.
GRUPO RAMÓN
LLULL.
No hay comentarios:
Publicar un comentario