LA GUERRA DEL CATALÁN.
El separatismo está como una fiera herida y sus zarpazos son el linchamiento virtual de la familia de Canet o las amenazas contra las entidades que osen poner en duda las virtudes de la inmersión lingüística, el tortuoso experimento sociológico con el que se pretende transformar una región en una nación.
Que cuatro años después del 1 de octubre de 2017 Cataluña no se haya convertido en la república que los dirigentes independentistas prometieron a los participantes de las manifestaciones norcoreanas no es de fácil digestión. Tampoco es fácil llevar el día a día de una Administración autonómica en tiempos de pandemia, cuando las proclamas se diluyen en estadísticas sobre contagios, incidencias, urgencias y fallecidos.
En la depresión postraumática del 1-O, la lengua catalana se ha convertido en el nombre del juego, en el nuevo procés, en el casus belli de la eterna guerra que una parte de la sociedad catalana libra, muchas veces sólo en su imaginación, contra el resto de Cataluña y de España. Ya no rige aquella beatífica teoría que aseguraba que cualquiera podía ser independentista, incluso aquellos que mantenían el español como primera lengua pese a llevar toda una vida en Cataluña. De aquello solo queda Rufián en el Congreso de los Diputados, una especie de miniatura de pijoaparte del que ahora reniegan por charnego los mismos separatistas que lo encumbraron por no responder al modelo de los ocho apellidos.
Ahora el idioma catalán es el cedazo. Que los tribunales hayan sentenciado que un 25% de la enseñanza se debe prestar en español pone en riesgo eso que con toda la pompa llaman "escola catalana" y que es como la escuela pública de cualquier otra parte de España pero con adoctrinamiento separatista a través de la lengua y de las llamadas ciencias sociales. Los fundamentos de esa escola son tan débiles y artificiales, tan pobres y mezquinos que resultan incapaces de asumir e integrar ese mínimo porcentaje de español en su proyecto educativo.
El separatismo no tolera el bilingüismo que aseguraba defender a ultranza durante esa fase de su historia llamada Procés. Ahora, con la perspectiva de la independencia a largo plazo, los dirigentes catalanistas no necesitan disimular de cara a la galería sino asentar sus principios básicos entre la gente convencida. Y entre esos principios el idioma español no es una riqueza de su Cataluña triunfante, sino un factor exógeno que hay que erradicar a toda costa. Son incapaces de convivir con el castellano porque su mera existencia y circulación en la región refuta su modelo supremacista de la Cataluña de un solo pueblo, eslogan con ecos, reminiscencias y evocaciones evidentemente totalitarias.
(Pablo Planas/ld/11/1/2022.)
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