Un tablero inclinado
El mal endémico de España es nuestro arraigado sectarismo. Al que se añade una creciente dificultad para comportarnos como adultos. Preferimos gobernantes paternalistas que nos brinden protección antes que complicarnos la existencia generando un criterio propio, o ejerciendo complejas responsabilidades. Nos fascina el tutelaje de lo público como sustituto del esfuerzo, como solución ante la incertidumbre, como remedio de todo sufrimiento. Imploramos ayudas en lugar de arremangarnos para los sacrificios. Elegimos subvención y protección antes que independencia y libertad.
Y todo eso va a más, estimulado por políticos populistas a cuyos oscuros objetivos sirve muy bien cualquier cobarde claudicación. Estas características del pueblo español, unidas a la ausencia de democracia interna en nuestros partidos, dificultan el asentamiento de una política seria y adulta, conformando un panorama político desequilibrado. Jugamos en un “tablero inclinado”, que refleja la escasa calidad de nuestras élites gobernantes (políticos, medios de comunicación, educadores) y, de paso, nuestra mala calidad como pueblo. Porque lo normal sería un terreno de juego plano y nivelado para todos. Y luego, que gane el mejor.
El sectarismo español no es característico de los tiempos recientes. De hecho, fue el rasgo más destacado de nuestra idolatrada Segunda República. Por ello, no es una consecuencia, aun remota, de nuestra manida Guerra Civil. Fue más bien su causa. Cuando en abril de 1931 se proclamó el régimen republicano -de una forma tan ilegal como terminó, ya que se hizo tras unas simples elecciones municipales- la actitud de sus principales mandatarios no pudo ser más sectaria: sólo tenían derecho a gobernar los partidos republicanos.
Por ello, cuando la CEDA de José María Gil-Robles ganó ampliamente las elecciones generales de noviembre de 1933, el Presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, le impidió formar Gobierno, nombrando al republicano Alejandro Lerroux. Y el PSOE y otros movimientos obreros organizaron -a raíz de esa victoria- la violenta Revolución de Asturias, una insurrección armada contra el propio Gobierno de la República. Luego, en febrero de 1936, unas irregularidades en el recuento -descritas por los historiadores Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa- dieron la victoria electoral al Frente Popular, lo que generó el ambiente violento que desembocó en la Guerra Civil. Estos breves hitos históricos demuestran claramente cuál era el verdadero juego “democrático” existente en esa época.
La peor manifestación del sectarismo español es nuestro permanente guerracivilismo. Que nos sigan dando la tabarra con una Guerra Civil acabada en 1939 es para hacérnoslo mirar. Y es que en esta España nuestra preferimos odiar a pensar. Muchas veces me he preguntado por las causas de ese acendrado sectarismo y de su tan aguda presencia en la actualidad, tras más de 40 años de impecable régimen democrático, en el que la mayor parte de nuestra población jamás vivió esas viejas batallas. Creo que obedece a diversos y cambiantes motivos, y que ha ido experimentando decadencias y extraños auges.
Que existiera resentimiento social en 1931 contra la Iglesia o las clases dominantes tenía una explicación, tras siglos de atraso, incultura y dominación. Que en 2022 continúe ese odio -tras 45 años de estado del bienestar, educación pública y sanidad universal- ya no tiene ninguna. Resulta un hecho indudable que la Transición representó un admirable punto de inflexión. En el que, por primera vez en años, todos enterraron a sus muertos para ocuparse del futuro de los vivos. Lo que no constituyó una renuncia de nadie, sino un generoso acuerdo de todos, que nos trajo envidiables décadas de paz. Pero ese encomiable espíritu duró hasta que un irresponsable llamado Rodríguez Zapatero resucitó el odio entre españoles, ante la ausencia de mejores argumentos para seguir ganando elecciones.
Ha escrito Cayetana Álvarez de Toledo que “en España el odio de la izquierda a la derecha ha sido más fuerte que su amor a la igualdad, y el miedo de la derecha a la izquierda ha sido más profundo que su compromiso con la libertad”. Con ello apunta la ex portavoz popular las dos principales causas de nuestro anormal “tablero inclinado”, expresión que suele utilizar al describir nuestro terreno de juego político, en el que la derecha siempre juega cuesta arriba y la izquierda y el nacionalismo cuesta abajo. Una, el odio de un bando democrático hacia el otro; y la otra, el vergonzoso miedo paralizante de los odiados hacia los odiadores.
¿Cómo se resuelve esa anómala situación? Ante todo, perdiendo el miedo. No hay nada de lo que la actual derecha española tenga que avergonzarse. Ni son franquistas, ni fascistas, ni ninguna otra monserga dirigida al consumo facilón de tantos analfabetos funcionales. No son inferiores a la izquierda ni intelectual ni moralmente, por mucho que muchos medios persistan en emponzoñar así la vida política. Incluso su comportamiento general con el antiguo régimen republicano fue bastante más leal que el de la mayoría de las violentas izquierdas. Hasta que se jugaron su supervivencia física, como demuestra el asesinato del jefe de la oposición, José Calvo Sotelo, a cinco días de estallar la Guerra Civil. Hoy sólo les falta superar ese sentimiento de inferioridad, siguiendo el digno camino que están abriendo líderes modernas y desacomplejadas como Isabel Díaz Ayuso o la propia Álvarez de Toledo.
En la permanencia del “tablero inclinado” existe una evidente responsabilidad de los políticos de izquierdas, que difunden el odio a la derecha como habitual cortina de humo para camuflar su ineficacia en la gestión, y que aspiran pública y antidemocráticamente a que la derecha nunca vuelva a gobernar (todos conocemos declaraciones en tal sentido de Sánchez, Iglesias o Yolanda Díaz) Y también una innegable aportación de muchos medios de comunicación, que renuncian vergonzosamente a ejercer de contrapoder a cambio de prebendas o subvenciones.
En mis muchos años de relación personal con periodistas, jamás había encontrado tantas opiniones críticas hacia el papel actual de los medios. Y también hacia el papel de las Administraciones, que se dedican a colonizarlos contratando a sus mejores profesionales para que actúen como su gigantesco aparato de propaganda. Con esta terrible deriva jamás superaremos nuestro infame sectarismo.
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