LA ENFERMEDAD IGUALITARIA.
Leo en El Mundo, a primeros de junio de 2016,
que un 80% de los niños con altas capacidades sufre acoso escolar. Me
insultaban y me apaleaban. Utilizaban lapiceros para clavarlos en mi espalda y
aún hoy tengo las marcas, cuenta Hugo (nombre ficticio), que ahora tiene 14
años e innumerables secuelas emocionales y marcadas en su cuerpo, por ese
maltrato al que ha estado sometido varios cursos. ¿Su pecado? Ser diferente,
tener un cerebro privilegiado, un cociente intelectual más allá de lo estándar.
Para
empezar, digamos que no es casualidad. Hay que preguntar ¿por qué se reacciona
de esta manera? Por supuesto, no solamente los estudiantes. Desgraciadamente,
es algo que está generalizado, aunque las conductas concretas de rechazo
adopten matices diferentes.
Una fuente para comprendernos mejor la tenemos
en la propia naturaleza humana. Sabemos por J. Bentham que el ser humano tiene
dos señores, el placer y el dolor. Aunque esto plantea numerosos problemas
solamente diré que, a título orientativo y de tendencia humana, parece ser así.
Aunque ir más allá de lo dicho, no sea fácil de justificar.
Con el rechazo al que destaca pasa algo
parecido. Hay una tendencia generalizada a mirarle con desconfianza, como
mínimo. O sea, no me atrevo a decir que mi compañero de pupitre es mejor que
yo. Porque no tengo la honestidad, ni humildad de decir que sabe más que yo, o
es más inteligente. Por otra parte, queda mal expresar sin tapujos, y en voz alta,
mi avinagrada envidia.
El que destaca, por ser mejor o por ser
diferente, aunque aquí y ahora nos centramos en el estudiante que destaca
intelectualmente, puede tener serios problemas. Más aún, en contextos en los
que se enfatiza o sacraliza el grupo o la tribu, entendidas en sentido moderno.
Es decir, personas unidas a otras por una fuerte identidad del tipo que sea.
Por ejemplo, la ‘identidad’ de los alumnos de
una clase que se ven ‘perjudicados’ si alguno de ellos destaca. ¿Por qué?
Porque, comparativamente, les hace sentirse ‘más abajo’. No como ciudadanos de
una sociedad democrática sino como alumnos que saben menos que el ‘listillo’. Y
el profesor, probablemente les vea, en conocimiento de las materias que
explica, más abajo. Porque es así. La manera de evitar estas cosas, según el
progresismo educativo, es que nadie destaque. Si nadie destaca yo no me sentiré
inferior. Por tanto, si alguien destaca hay que machacarle. Reírse de él o de
ella, clavarle un lápiz en la espalda o cualquier otra despreciable fechoría.
Es verdad que yo podría hacer un esfuerzo. En
vez de humillar al que es mejor que yo, podría tratar de mejorar. Hacer un
sistemático esfuerzo para dar lo mejor de mí mismo. Pero esto es costoso.
Prefiero divertirme. Preservativos y botellón, que son dos días. Y que paguen
papá y mamá. Y reírme del que sabe más que yo. ¡Qué se ha creído!
A medida que se castiga, física o
psicológicamente, o ambas cosas, al que destaca, se va configurando la masa. Ya
no se trata, estrictamente hablando, de individuos con personalidad propia sino
de miembros de una tribu, de un grupo, de una manada. Pero las masas carecen de
sentido autocrítico. Se mueven a golpes de emoción e intuición. Cualquiera ha
visto películas del Oeste en las que el pueblo enardecido ha creído identificar
a un supuesto ladrón de caballos. Y deciden ahorcarle. Sin el juicio debido.
O sin llegar al ahorcamiento, recordemos los
‘escraches’ que jóvenes y menos jóvenes de progreso hacen al que les da la
gana. Basta que piense diferente. Además, siempre hay espectadores que dicen,
‘algo habrá hecho’. Ya pasaba con los crímenes de ETA. ‘Algo habrá hecho’.
La manada siempre tiene razón. Voz del pueblo,
voz de Dios. Si hay culpas vienen de fuera, de los extranjeros, o forasteros. O
de los listillos de dentro que creen saber más que los demás. Cuando las personas
se han convertido en miembros de una manada, el que destaca ya no es por su
mejor conocimiento, virtudes o saberes. En la manada destaca el más bestia, en
alguna de sus diversas acepciones y variantes. Todas relacionadas con la
violencia de algún tipo. ¿Por qué?
Porque el nivel de conocimientos ha bajado,
así como el nivel de exigencia. Ya todos saben que destacar- en el buen
sentido- se castiga. Además, suspender- por parte del profesor- está mal visto.
El alumno suspenso es una pobre víctima inocente. Aunque no sea cierto.
Ya hemos dado un paso importante. Hemos
desprestigiado y castigado la excelencia. Que es de derechas, como todo el
mundo sabe. Sin embargo, los
países importantes tienen una clase dirigente preparada para ejercer el
liderazgo político, educativo, social y empresarial. ¿Cómo lo han hecho? Por
medio de prestigiosas universidades, y otras instituciones pre y post
universitarias, que buscan la excelencia. La alternativa es que los que han
dirigir la sociedad, sean mediocres. Como estos alumnos que se reían y machaban
al más inteligente de la clase.
Aún
con matices que precisar, hay dos grandes tendencias educativas. Por una parte,
tratar de reforzar la personalidad de los estudiantes para que por medio del
esfuerzo y el estudio estén en condiciones, reales y mentales, de plantearse
metas exigentes, beneficiosas para el propio estudiante y para la sociedad. Por
otra parte, una educación proteccionista, tendente a evitar que el alumno sufra
por el nivel de exigencia educativo. Que haya más preocupación por las
destrezas, actividades y el buen rollito que por la adquisición de
conocimientos y la capacidad de argumentar y justificar sus propias
afirmaciones y decisiones.
En una etapa educativa proteccionista, -
prolongación de la etapa ‘mi mamá me mima’- la responsabilidad individual queda
diluida. No soy responsable de nada malo. Lo son los padres, los profesores, la
sociedad y el neoliberalismo que nos invade.
O
sea, niños perpetuos, sometidos a la manada y al demagogo de turno.
Empobrecedor y peligroso. Ya me entiende.
Sebastián Urbina.
(Publicado en ElMundo/Baleares/ 15/Julio/2016/)
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