(Catalanista mirándose al espejo.)
A LA COMUNIDAD INTERNACIONAL.
El Presidente Mitterrand afirmaba que el nacionalismo es la guerra.
Lo describía así porque Europa ha conocido en su propia carne las
trágicas consecuencias de instigar este impulso primario que alienta la
insolidaridad, la xenofobia y la destrucción de la diversidad. En cierta
medida la Unión Europea nace para tratar de atajar estos brotes
disgregadores que acaban conduciendo irreversiblemente al
enfrentamiento. No obstante, en los últimos tiempos, la extrema derecha
europea reaparece bajo la incitación ultranacionalista que impulsa un
blindaje territorial para filtrar cualquier intrusión foránea a través
de promover políticas insolidarias.
En este sentido, el nacionalismo catalán tiene connotaciones con esta extrema derecha emergente.
Es la región rica que no quiere el lastre de territorios menos
prósperos. En el núcleo de sus objetivos hallamos el separatismo
insolidario y disgregador tratando de romper y poner fronteras a una
España democrática organizada bajo un sólido principio de libertades.
Desde el año 1980 España viene desempeñando una política de
descentralización única en Europa. Nuestra Constitución ha estructurado
el Estado en forma de autonomías. Cataluña tiene traspasadas la mayoría de competencias del Estado.
Un Estado que declara el catalán como lengua oficial de Cataluña y la
dota de parlamento propio con las atribuciones de enseñanza, policía,
sanidad, obras públicas, urbanismo, radio, televisión, etc.
El
Gobierno nacionalista catalán ha venido aprovechando sus atribuciones en
materia educativa para adoctrinar a dos generaciones en el odio a todo
lo español. Bajo una grosera tergiversación de la historia y la
exaltación de la superioridad catalana frente a una España tiránica, se
ha inoculado desde la infancia el inevitable virus de la xenofobia.
Inevitable porque el nacionalismo crece siempre creando un enemigo común.
Su propagación se irradia mediante la inducción de una paranoia
general, en este caso, contra España. También lo hace contra el
disidente interior que rápidamente es acusado de traición.
Esta actitud
del Gobierno catalán representa una flagrante deslealtad constitucional
ya que no solo ha consistido en contaminar la enseñanza sino que sus
medios de comunicación han venido realizando una obstinada estrategia de
descrédito del Estado. El dinero público se ha manejado también para
subvencionar los medios de comunicación privados catalanes con la
finalidad de obtener su adhesión a la causa nacionalista.
El éxito de esta estrategia lo prueba que el 90% de los catalanes
votaron favorablemente la Constitución en el año 1978 y hoy su Gobierno
regional se ve capacitado para organizar un referéndum
anticonstitucional en Cataluña.
Como consecuencia de esta
persistente política de enfrentamiento han provocado además la división
entre la propia sociedad catalana en la que una parte de ésta desprecia y
margina a los que se atreven a manifestarse contrarios a la deriva
separatista. La discordia entre organizaciones, familias o simples
amistades, se ha convertido en algo común durante los últimos tiempos.
El solo hecho de enfrentarme como dramaturgo a la política nacionalista me ha supuesto personalmente un conjunto de agresiones
y al mismo tiempo mi muerte civil de artista en Cataluña.
Obviamente,
no soy un caso aislado en la segregación que ejercen estas formas de
pensamiento único. Son muchos los artistas e intelectuales que han
optado por marcharse a otros territorios del Estado. En el ámbito
económico lo han hecho también multitud de empresas, temerosas ante la
inseguridad jurídica.
De cara al extranjero, el nacionalismo
catalán se ha publicitado utilizando fraudulentamente el presupuesto
público para presentarse como víctima de una España intolerante que no
le permite ejercer el supuesto derecho a decidir unilateralmente su
futuro. Se autocalifican como nación catalana y justifican sus
aspiraciones separatistas en las diferencias culturales. Otras veces lo
hacen bajo argumentos económicos según su conveniencia.
Actualmente el
resumen de su resentimiento contra el Estado lo expresan con una frase
acuñada para inflamar las masas: ¡España nos roba! En el
terreno doctrinario defienden su actitud propagando una versión
fantasiosa de la historia con agravios perdidos entre la nebulosa de los
siglos. Una versión que no resiste el más mínimo análisis científico. La falsificación de la historia forma parte de la genética del nacionalismo
al igual que la anexión de antiguos territorios lingüísticos o
culturales.
Hace tiempo que los nacionalistas catalanes vienen colocando
sus gérmenes y sus medios en lo que llaman «Países catalanes», lugares
en los que más o menos se sigue hablando el catalán: Valencia, las Islas
Baleares y el Rosellón. Su intención es que este último se desprenda de
Francia para formar parte también de la gran nación catalana. En este
tema, no hay que ser muy perspicaz para imaginarse si Francia sería tan
permisiva y paciente como lo ha sido España hasta el momento.
Entre
todo el conjunto de divagaciones que envuelve el dogma nacionalista
catalán lo que resulta más refractario a los principios de fraternidad
es su versión de las diferencias como causa de separación. Ni la lengua
ni el folklore ni las fiestas regionales o cualquier otra peculiaridad
social son razones suficientes para destruir una unión realizada a lo
largo de cinco siglos. Los rasgos diferenciales que puedan existir
actualmente entre un ciudadano de Barcelona, Madrid o Bruselas son del
todo irrelevantes para establecer motivos que justifiquen una
imposibilidad de convivencia.
Muy especialmente cuando se produce en una
época caracterizada precisamente por una voluntad de concordia entre culturas sobrevenidas
y a veces muy distantes que conviven en una misma nación. Todo el
montaje del Gobierno separatista catalán culmina ahora organizando un
referéndum ilegal para mostrarse ante el mundo como paladines de la
democracia.
¿Quién se opone a las urnas? Estamos ante un nuevo ardid bajo
el subterfugio del derecho a decidir. Una versión desfigurada del
derecho a la autodeterminación surgido al finalizar la Primera Guerra
Mundial y organizada para la política colonial. En Cataluña, esta
pretensión con envoltorio de libertades inalienables y demás demagogias
populistas, encubre un golpe de Estado contra la Constitución
pues de llevarlo a término quedaría anulada la soberanía nacional. Una
soberanía que alberga el derecho de todos los ciudadanos españoles a
decidir aquellas cosas que afectan a nuestro propio territorio.
Nuestra joven democracia española ha tenido que soportar en su camino de progreso y libertad el lastre del nacionalismo vasco y catalán.
Un lastre teñido de mucha sangre y dolor y la presión constante para
sacrificar la igualdad de los españoles en aras de supuestas diferencias
étnicas. Aunque en el trasfondo planea siempre la sombra del chantaje
para la obtención de privilegios económicos. Solo cabe esperar que esta
nueva Europa surgida del impulso para superar un sanguinario siglo XX se
oponga al crecimiento de unos embriones que tratan de repetir la
trágica historia.
Albert Boadella es escritor, actor y dramaturgo/El Mundo.)
3 comentarios:
Yo no alcanzo a comprender bien ciertas cosas. Por ejemplo: El consejo que se leía tiempo atrás en tranvías y en otros espacios, “Habla la lengua del imperio”, era franquista y fascista; en cambio, la inmersión en catalán no lo es, ni de lejos. Que me lo expliquen. Otrosí: ¿alguien de buena fe, algún espíritu libre puede creer que el Parlament y la Generalitat son representativos de la población catalana o tan sólo lo son y legislan y gobiernan para la clara minoría autóctona y las generaciones entregadas a la educación tendenciosa catalanista y antiespañola? ¿Dónde están los culpables de tales fraudes de ley? ¿Porqué se ha consentido e, incluso, fomentado desde Madrid que los separatistas camparan por sus respetos? ¿De qué han de quejarse los charnegos y los nuevos catalanes cuando pasan de votar en las autonómicas mientras cumplen como un solo hombre los catalanistas y así nos gobiernan quienes nos gobiernan aunque sean menos, muchos menos? Y es que parece un contradiós que esos cuatro pollos puedan dictar nuestro destino. Según fuentes oficiales (Idescat), a principios del siglo veinte había dos millones de ciudadanos (se admite que la inmensa mayoría de ellos, autóctonos). Desde entonces, se han sucedido varias oleadas de inmigración hasta alcanzar los más de siete y medio millones de ciudadanos (oficiales; con los sin papeles y las últimas pateras en curso, seguramente, se estará cerca de los ocho millones de personas). Mientras tanto, el crecimiento vegetativo de los catalanes “de toda la vida” ha sido negativo (de forma que hay que bucear hasta el puesto veintiuno o veintidós en la relación de los primeros apellidos más frecuentes en Cataluña para tropezarnos con Vila, el primero representativo de estas criaturas; el nombre más frecuentemente impuesto a los neonatos es, hoy día, Mohamed); así, pues, ¿cuántos indígenas hay aquí, realmente? ¿Alguno más que los que fueron a la última gran manifestación independentista? ¿Y esas pocas criaturas, una por cada cuatro o cinco habitantes de esta comunidad, han de imponerse y gobernarnos? ¿Porqué?
Si hoy aún escribiera teatro, Jardiel podría preguntarse: Pero, ¿hubo a principios del s. XXI 10.000 catalanes “viejos”? Eso, quizá, don Enrique. Yo, a mi vez, me pregunto: ¿cuántos catalanes vivos son precisos para que los conatos de separación hayan de repetirse necesaria y periódicamente? Y también, visto lo visto, ¿porqué no se les declara inelegibles a los nacionalistas separatistas? ¿Se reduciría su número si no contaran con herramientas de poder ni acceso al dinero público?
Bastaría modificar la ley electoral, que les da un peso mucho mayor que el de sus votos, y devolver las competencias educativas al Estado central. Pero los partidos supuestamente nacionales no se atreven.
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