Sí o no
Estamos acostumbrados al ‘sí o no’. En muchas cosas de la vida cotidiana. ¿Quieres tomar un café? Sí o no. La disyuntiva es, también, una forma de ‘sí y no’. Por ejemplo, ¿Prefiere subir a pie o en ascensor? Y así podríamos poner muchos ejemplos.
¿Por qué es así? Un motivo es que, en general, no se cuestiona si el mundo entorno es real, o no. Se da por sentado que es real y que podemos contestar, con seguridad, ‘sí o no’. Por ejemplo, ¿llueve o no llueve? La gente no suele plantearse problemas como, por ejemplo, hacía el Obispo Berkeley. Decía este Obispo que, en relación a una cosa material, como una mesa, su existencia consiste en ser percibida por los sentidos.
Dejemos estas reflexiones de Berkely (idealismo o inmaterialismo, en este caso) y supondremos que el mundo entorno es real. Una mesa es real y está ahí. Si le damos la espalda sigue estando ahí, aunque no sea percibida. De todos modos, nuestro mundo real no siempre es tan fácil como el ‘llueve o no llueve’. ¿Por qué nuestro mundo cotidiano está vinculado tan fuertemente al ‘sí o no’? Porque necesitamos seguridad.
¿En qué consiste? En algo muy importante para la vida personal y social. En saber a qué atenerse. Supongamos que las leyes no estuvieran escritas, ni publicadas. Iríamos conduciendo el coche por la carretera sin saber si nuestra velocidad es la permitida. Y la policía podría sancionarnos por haber pasado los límites sin que nosotros supiéramos cuáles son.
¿Por qué podría ser un problema la absolutización del ‘sí o no’? Porque, a pesar de que es bueno tener seguridad, no es cierto que siempre podamos decir- justificadamente- ‘sí o no’, como en el caso de ‘llueve o no llueve’. Y aquí aparece el problema. Nuestro habitual deseo de seguridad hace que sigamos en el mundo del ‘sí o no’, incluso cuando deja de tener sentido. Hay una lucha, usualmente implícita, entre nuestro deseo de seguridad y una realidad que ya no es segura. A veces, es incierta, vaga, ambigua, matizable, etcétera.
Especialmente si vivimos en una sociedad civilizada y democrática, se tratará de superar esta situación de relativa incerteza por medio de interpretaciones. ‘No hay hechos… sólo interpretaciones’. Esta frase de F. Nietzsche ha dado lugar, a su vez, a numerosas interpretaciones. Pero no es mi objetivo analizarlas en este artículo.
Me trasladaré al mundo jurídico porque es muy relevante para todos nosotros. Todos estamos influidos y afectados, de diversas maneras, por leyes y reglamentos. Don Álvaro de Figueroa (1863/1950), conde de Romanones, dijo: 'Hagan ustedes las leyes y déjenme los reglamentos'. Esto parece dar a entender que las leyes (normas jurídicas, en general) son una especie de chicle que se puede estirar a gusto del consumidor.
Dejemos aparte a los que utilizan las normas jurídicas como si fueran chicles y centrémonos en los mecanismos que se han dotado las sociedades- especialmente las democráticas- para controlar, hasta cierto punto al menos, el supuesto chicle. Chicle, vinculado a la idea de que no hay hechos (en este caso, normas jurídicas vigentes) sino solamente interpretaciones de estas normas.
La versión oficial del proceso judicial nos transmite la idea de que hay una exposición de antecedentes fácticos y unos fundamentos jurídicos, o de derecho. Todo ello conduciría a una sentencia, que se derivaría lógicamente de las dos premisas mencionadas. Sin embargo, no siempre es así de transparente.
El juez, salvo casos claros, tendrá que argumentar y justificar. Caso claro, en principio. ‘Prohibido circular a más de 50 Km/hora, en el lugar L, bajo sanción de 100 euros’. X circulaba a 70 Km/hora en el lugar L, luego se aplica la sanción de 100 euros. En tales casos, el juez llega a la conclusión por un simple modus ponens: ‘Si A implica B, y A, entonces B’.
Pero muchos casos no son así de fáciles ¿En qué sentido? Para simplificar me limitaré a decir que el texto legal y los hechos pueden plantear problemas de interpretación. O sea, hay varias soluciones posibles.
De ahí que el juez tenga que elegir. Y no puede hacer esta elección tirando una moneda al aire. Tendrá que argumentar y justificar. Y con esto entramos en el terreno de la razón práctica. No de la derivación lógica. En este nuevo contexto, el juez (es cierto que con la ayuda y colaboración de las partes en el proceso) tendrá que decidir cuál es la solución más justa para el caso concreto. Y no sólo tendrá la ayuda y colaboración de las partes sino, también, de los precedentes. Al final, llegará a un ‘sí o no’, justificado.
Para no extenderme sólo diré que, en la historia jurídica, se pasó de la falsa idea de que ‘el juez es boca de la ley’, queriendo indicar que el juez sólo dice lo que dice la ley y es imposible cualquier actividad creativa, al otro extremo, como el ‘Uso alternativo del Derecho’. De la equivocada afirmación de que los jueces siempre realizan una actividad neutral y aséptica, se pasó, con el ‘Uso alternativo del Derecho’, a la afirmación de que los jueces deben realizar una actividad política partidaria. Es lo que dicen los ‘alternativistas’, (jueces ‘Robin Hood’). O sea, dictar sentencias que beneficien a los más desfavorecidos de la sociedad.
Esto es un disparate progresista que no tengo tiempo de argumentar en este artículo, de modo que volveré al principio.
Es normal que queramos seguridad, en general, y seguridad jurídica, en particular. Pero el autoengaño es frecuente y peligroso. No es cierto que los jueces realicen siempre una labor aséptica y neutral, ni es cierto que la justicia sea un caos y un desorden politizado. Ahora bien, para evitarlo tiene que haber jueces independientes y competentes que sepan utilizar la legalidad vigente, la argumentación y la justificación. Para llegar a un justificado ‘sí o no’.
Y los ciudadanos deberíamos actuar por el estilo. Por eso es gravoso ser un buen ciudadano. Es más fácil ser un forofo. Sí o no, porque sí o porque no. Si es alguien de izquierdas, basta que diga, ‘Porque yo lo valgo’.
(MallorcaDiario/21/4/2021.)
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