CUARENTENA.
Son momentos
difíciles para todos. Pienso ante todo en los enfermos ingresados en los
hospitales, aislados. En sus familias. En quienes comparten hogar con un
infectado, o en quienes temen estarlo. En los fallecidos.
Me acuerdo
también de los médicos, enfermeros, farmacéuticos, y de todas las personas que
continúan en su puesto de trabajo, más o menos expuestas. De aquellos que han
perdido su empleo o lo perderán; de los empresarios y autónomos que han perdido
sus ingresos mientras siguen incurriendo en gastos.
Me acuerdo
de los dirigentes que tienen la tremenda responsabilidad de tomar las medidas
necesarias para detener la epidemia y proteger en la medida de lo posible la
economía. De los periodistas, que continúan informándonos. Pienso, en fin, en
todas las personas recluidas en sus casas: los que tienen niños pequeños, como
aquella niña del video que llora por no poder salir a la calle; los que tienen
adolescentes que convierten el reducido espacio en un polvorín; los ancianos
que no tienen quien les ayude; los que viven solos y no saben ya cómo matar el
tiempo.
Yo no tengo
problema alguno de este tipo. Al contrario, los días se me hacen demasiado
cortos. Llevo un horario bastante estricto, y acabo tan agotado como un día
normal. O más, porque a menudo se duerme regular, la verdad. Escribo a las 5 de
la mañana; me he desvelado y temía no poder escribir mañana, con los niños
armando jaleo.
Llevo sin
salir de casa desde el viernes hasta hoy, miércoles. Pero cuando peor lo pasé
fue la semana pasada, cuando mi angustia ante la situación que se veía venir
iba en aumento y las autoridades demoraban las medidas imprescindibles. Ahora
por fin ha quedado clara la gravedad de la epidemia y sólo queda esperar y
rezar para que los responsables acierten.
Esta
situación creo que nos resulta sorprendente y hasta inverosímil a la mayoría.
Para quienes no vivimos la guerra ni la posguerra, seguramente sea la primera
prueba histórica que atravesamos. Pero no se trata de nada tan extraordinario
ni debemos exagerar: ni se acabará el mundo, ni se derrumbará el capitalismo,
ni demuestra que haya demasiada gente. Sin retroceder demasiado, basta recordar
que en 1820 tuvimos una epidemia de peste bubónica en Mallorca, y en 1918 la
llamada gripe española, seguramente peores que ésta. Así que estamos en línea
para decir que toca una pandemia cada cien años.
Viendo el
lado positivo, creo que esta crisis puede servirnos para crecer interiormente.
Ya he visto ejemplos cercanos de cómo esta situación extraordinaria puede sacar
lo mejor de cada persona. Ante el sufrimiento propio y ajeno se nos remueven
las entrañas, dejamos de lado las discusiones accesorias y nos centramos en lo
esencial. Además de comportamientos heroicos, se emprenden iniciativas
solidarias, desde quienes se organizan para llevar la compra a personas
mayores, hasta médicos que piden cartas de apoyo para animar a los pacientes
ingresados. Estas cosas evidencian que la inmensa mayoría de la gente tiene
buen fondo y nos sirven para reconciliarnos.
Ya lo dije la
semana pasada, pero no está de más insistir: que esto nos ayude a valorar y
agradecer todo lo que dábamos por supuesto, hasta las cosas más pequeñas.
Saldremos de ésta, y saldremos antes si todos respetamos con responsabilidad
las medidas y recomendaciones de las autoridades. Se frenarán los contagios y
se desarrollarán tratamientos y vacunas. Ojalá sirva un medicamento
desarrollado en España al que yo puse mi granito de arena. Ánimo, aprovechemos
el tiempo que se nos ha dado.
(Gabriel Le
Senne/MallorcaDiario/19/3/2020.)
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