Si no estudian Historia, no sabrán qué es España
El Gobierno ha rematado su ataque a la educación con el tercer hito funesto en este ámbito, que comenzó con la aprobación de la LOMLOE, prosiguió con la reforma de la ESO y acaba de rematar con un nuevo Bachillerato marcado por la misma idea empobrecedora de la única herramienta con capacidad de igualar en formación y oportunidades a todos los ciudadanos con independencia de su origen.
Todos
esos pasos responden a la misma vocación invasiva e ideológica de un
Gobierno que entiende la educación como un recurso para construir y
consolidar una visión política de parte; y no como un trampolín social
con capacidad de generar ciudadanos libres y autónomos que ayuden, desde
esa formación, a consolidar un espacio común de mayor progreso y
oportunidades.
El ataque a la educación lo
es antes de nada a las familias, primeras y máximas responsables de
criar a sus hijos con unos valores determinados, plenamente integrados
por cierto en la letra y el espíritu de la Constitución. Pero también lo
es a una idea de España que se pretende borrar para edificar sobre ella
otro relato alternativo a la medida del interés ideológico oficial.
Solo
así se entiende la inaceptable degradación de la Historia, convertida
en una asignatura menor cuyo contenido queda al arbitrio del profesor y
parte del ocultamiento de todo lo sucedido antes de 1812, ya para
empezar: para este Gobierno, la romanización de España, clave para
entender sus raíces cristianas; el descubrimiento de América o la
Reconquista al islam son episodios funestos, y no pilares emocionantes
de lo que somos.
España llevó civilización,
fe, derechos y cultura a América; Europa es el mayor espacio de derechos
y libertades que nunca ha conocido la humanidad gracias a sus profundas
raíces católicas; y la recuperación de Hispania con la caída del último
reino nazarí en Granada explica el freno en todo el continente a una
respetable religión, la musulmana, que sin embargo es pasto de un
fundamentalismo incompatible con el progreso que trajo y asentó el
catolicismo.
Despreciar ese legado es tanto
como renunciar a lo mejor que ha dado España y alimenta la
criminalización obscena de lo español, que sustenta tristes discursos
indigenistas en buena parte de Latinoamérica, tan incompatibles con la
verdad histórica como dañinos con los intereses comerciales actuales del
país.
No saber lo que somos y discutir
incluso cuál es nuestro idioma común, como se ha hecho al excluir al
español como lengua vehicular de la enseñanza, es una agresión contumaz
al futuro del país que se remata, cómo no, con el acoso a la religión
como cemento de todos los valores y esencia íntima del ser humano.
Si
además se introducen con calzador mantras nada progresistas como la
ideología de género, el ecologismo sectario o la inclusividad
artificial; parece claro el objetivo: modelar conciencias políticas
seguidistas, a cambio de regalar aprobados.
La
Carta Magna ya fija unas reglas del juego que no necesitan de la
intromisión de legisladores que, en nombre de supuestas causas nobles,
en realidad pretenden usurpar el espacio educativo que depende del
triunvirato compuesto por la familia, la escuela y la sociedad.
El
Estado no está para fabricar ciudadanos en serie, sino para fijar un
espacio común respirable para todas las sensibilidades, creencias e
ideas. Imponer el monocultivo político, borrando incluso la huella de la
historia, no solo es injusto: también debilita a España, deja
indefensos a sus estudiantes y constituye un ejemplo inimaginable en
cualquier nación seria de nuestro entorno.
(Editorial El Debate)
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