La gran potencia
L a mayoría de analistas políticos coincide en señalar como una de las causas de la invasión de Ucrania por las tropas rusas la añoranza de Vladimir Putin de la grandeza de su país en la época imperial y luego en la soviética. Creen muchos comentaristas -exponiendo sesudos argumentos- que el autócrata del Kremlin, criado en las ubres del KGB durante la Guerra Fría, quiere devolver a su país el estatus de “gran potencia” mundial que, en su particular opinión, nunca debió perder.
La escritora turca Elif Shafak, autora de ensayos y novelas de éxito, y activista perseguida por el régimen de Erdogan, ha declarado que Putin tiene “nostalgia de un imperio perdido”, lo que considera altamente peligroso, porque esa nostalgia imperial se basa en una interpretación selectiva del pasado -como si todo hubiera estado lleno de grandeza- que facilita la utilización de una narrativa interesada que justifique las atrocidades presentes. Además, esta recurrente añoranza de imperios pasados le permite argumentar que su país no necesita un régimen democrático, porque resulta ajeno a la propia identidad histórica del pueblo ruso.
Esa misma estrategia discursiva, la interpretación selectiva de ciertos hechos históricos para justificar narrativas tóxicas distorsionantes de la realidad, es también utilizada en lugares más cercanos a todos nosotros. Sin ir más lejos, en las Comunidades dominadas por los nacionalismos identitarios, especialmente el catalán y el vasco, que comparten con los regímenes autoritarios la imposición de un discurso oficial y la marginación absoluta -política e incluso social- de cualquier clase de disidencia. Tales narrativas interesadas acaban justificando agresiones violentas y vulneraciones de las leyes bajo el pretexto de ser víctimas de una supuesta injusticia histórica, que sus dirigentes actuales tienen urgentemente que reparar.
Pero la realidad de los hechos -y de la propia historia contrastada- es siempre tozuda. Y, al igual que sucede con Cataluña, cuya supuesta Corona catalano-aragonesa (que comprendía los imaginarios “països catalans”) no es más que un artificioso constructo moderno elaborado por mentes románticas generosamente subvencionadas, la verdad es que Rusia no ha sido prácticamente nunca una gran potencia mundial. Se empeñe en ello Putin o su corte celestial, y engañe o manipule a su pueblo de la forma que quiera.
Con independencia de su innegable importancia geográfica y demográfica en el planeta (es el país más grande del mundo), y de su indiscutible legado cultural (con autores destacadísimos en los ámbitos de la ciencia, la música, la literatura y el arte), Rusia sólo pudo ser considerada una gran potencia mundial durante unas cuantas décadas de los siglos XIX (cénit del zarismo) y XX (apogeo del régimen soviético), que poca cosa representan en los miles de años de la ya prolongada trayectoria del género humano sobre el planeta Tierra. En términos histórico-cronológicos, lo que dura un telediario. Nada comparable a lo que fueron -por ejemplo- en extensión, duración e influencia, los Imperios español o británico.
Resulta también lamentable que esa nostalgia de un pasado glorioso haga referencia a una de las más tenebrosas etapas de la historia de la humanidad, la época en la que el pueblo ruso estuvo sometido a la cruel tiranía soviética. Aunque Rusia jamás ha gozado de prolongadas épocas de libertad, hacer añorar el estalinismo parece algo verdaderamente dramático. Por ello, todos estos discursos -como el actual de Vladimir Putin- resultan ser falsamente históricos. Utilizan un supuesto pasado glorioso (en realidad, bastante miserable) para generar una guerra emocional. Tanto el expansivo líder ruso como los insistentes nacionalistas ibéricos aluden habitualmente al pasado para jugar con los sentimientos de sus ciudadanos, y manipularlos a favor de sus intereses políticos, geoestratégicos y económicos.
André Bolzinger fue un destacado psiquiatra, psicoanalista e historiador francés que escribió un exitoso libro titulado “Historia de la nostalgia”. Analizando las cartas que enviaban a sus familiares los soldados franceses durante la Primera Guerra Mundial, Bolzinger destacó que la “nostalgia” que traslucía esa correspondencia estaba provocada por el apartamiento forzoso del suelo natal, en un conflicto que se anunciaba -como el actual de Ucrania- breve y heroico, y resultó siendo largo y dramático. Y explicaba que esa “nostalgia” consistía en la añoranza de un “objeto situado a distancia”, bien la tierra de origen, bien la familia, bien los demás seres queridos. Distinguía ese fenómeno psicológico -que consideraba altamente “positivo”- de otro diferente y menos sano, la “melancolía”, definida como la añoranza patológica de algo que se idealiza, pero nunca ha existido.
El discurso de Vladimir Putin -como el de los nazis en su día, o el de muchos nacionalistas identitarios- resulta ser más melancólico que nostálgico. Añoran una sociedad idealizada utilizando argumentos históricos convenientemente manipulados, sin explicar que ese mundo anhelado y perfecto nunca existió. Sin embargo, como apelan a las emociones y jamás al intelecto, acaban victimizando a sus propios ciudadanos y encima la farsa les sale gratis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario