PANORÁMICAS
El infierno vasco
Por Santiago Navajas
"Haga como yo: no se meta en política". El famoso consejo de Francisco Franco para sobrevivir en el encrespado océano de la política, en el que abundan los marrajos y los cachalotes, resulta de máxima utilidad en el País Vasco. |
Si se acepta eufórica o al menos mansamente la doctrina nacionalista, entonces la vida en el feudo ideológico de Sabino Arana resulta plácida, próspera, un paraíso. Pero ay de ti si osas plantear una duda, insinuar alguna discrepancia o, aún peor, elevar una enmienda a la totalidad al discurso de la sangre, la lengua y la tierra. Entonces serás marcado con una estrella amarilla, no por simbólica menos efectiva. O te pegarán un tiro.
Iñaki Arteta, con el que he tenido el placer y el honor de compartir una cerveza, es un hombre calmado e irónico, sutil y sólido. Estas características de su personalidad las traslada a sus documentales sobre el reverso tenebroso de la Arcadia vasca que pinta el cacique de caciques, por usar la nomenclatura de The Economist para los dirigentes de las taifas autonómicas españolas, Ibarretxe.
En Trece entre mil, su anterior documental, convocaba a las víctimas de los asesinos de extrema izquierda, de ETA. Con humildad y sin resabios autorales, Arteta seguía las indicaciones de los grandes realistas del cine, de John Ford o de Howard Hawks, situando la cámara a la altura de los ojos. Nos obligaba Arteta, como antes había hecho Lanzmann en Shoah, sobre las víctimas del holocausto nazi, a aguantar las miradas de aquellos que sufrían el dolor de la pérdida y la tragedia de la injusticia de verse abandonados como apestados, como si ellos hubiesen tenido alguna culpa de su desgracia. No era fácil.
Había advertido Arteta que pensaba hacer un nuevo documental sobre otros vascos humillados y ofendidos: los que habían huido de la Arcadia nacionalista, que para ellos resultaba un infierno precisamente por ser nacionalista. Por fin se ha estrenado, aunque en pocas salas, llamado acertadamente El infierno vasco. Ha resultado muy cómodo para la clase política española establecer una demarcación entre los nacionalistas buenos, que sólo defenderían unos objetivos independentistas mediante procedimientos democráticos, y los nacionalistas malos, los que ponen las bombas y los muertos. Esa falacia es desmontada por Arteta al ilustrar aquel acongojante lema de Arzallus sobre los que agitan el árbol (los nacionalistas malos) y los que recogen las nueces (los nacionalistas buenos).
El infierno vasco da cancha a los que tuvieron que soportar que les tiraran las nueces a la cara. Nueces como balas y nueces como escupitajos. A través de una veintenta de testimonios, el hilo conductor que engarza las declaraciones de gentes de la derecha, el centro, la izquierda y apolítica es que el proyecto colectivista de los nacionalistas ha creado un cordón sanitario alrededor del proyecto individualista, liberal y democrático de los perseguidos. La conexión íntima del nacionalismo con la violencia queda así de manifiesto, a veces de una forma rudimentaria y salvaje, el tiro en la nuca, y mayoritariamente a través de la insidia en el patio de vecinos, el acoso callejero, la mirada en el supermercado o el método de la luz de gas en los departamentos universitarios. Como dijo Étienne de la Boétie, la servidumbre voluntaria es el estado más usual, por cobardía o indiferencia. Pero Arteta nos provoca la admiración hacia los que eligen la libertad como esencia de la naturaleza humana, como rebeldía.
El gran logro de Arteta es haber hecho explícita la adaptación euskalduna de la gota china –la tortura psicológica consistente en inmovilizar al reo boca arriba, de forma que le caiga sobre la frente una gota de agua fría cada cinco segundos, lo que acabará provocándole un ataque de locura, por no poder dormir... ni beber, a pesar de estar en permanente contacto con el agua–. Espigo algunos testimonios: Mikel Azurmendi relata cómo perteneció a ETA y cómo al decidir salirse sus ex compañeros le torturaron; y la ulterior presión de que fue objeto en la universidad, cuando sus propios alumnos le decían que era el enemigo. Un edil socialista nos enseña el asiento desde el que tomó posesión de concejal Josu Ternera, que durante un tiempo pertenecíó al grupo de los que Rodríguez Zapatero consideraba "hombres de paz". La ex concejal del PP Verónica Lipperheide evoca las miradas de asco que le dedicaban en la pastelería cuando secuestraron a un familiar, cómo por la calle les insultaban: "fachas", "españoles". Cristina Cuesta recuerda cuándo dejaron de ser pacifistas llevados al matadero entre palmaditas en la espalda y pasaron a ser luchadores por la libertad acusados de "crispadores". Ibarrola, irónicamente, compara el bucólico paisaje vasco con el miserable humus político en el que se asienta. Nieves Baglietto solloza mientras lee un poema a su hermano asesinado y recuerda que en el País Vasco los que matan y los que mueren son siempre los mismos... El País Vasco, un lugar en el que si ETA te extorsiona la policía te recomienda que negocies a la baja el impuesto revolucionario. O que te largues.
Iñaki Arteta, con el que he tenido el placer y el honor de compartir una cerveza, es un hombre calmado e irónico, sutil y sólido. Estas características de su personalidad las traslada a sus documentales sobre el reverso tenebroso de la Arcadia vasca que pinta el cacique de caciques, por usar la nomenclatura de The Economist para los dirigentes de las taifas autonómicas españolas, Ibarretxe.
En Trece entre mil, su anterior documental, convocaba a las víctimas de los asesinos de extrema izquierda, de ETA. Con humildad y sin resabios autorales, Arteta seguía las indicaciones de los grandes realistas del cine, de John Ford o de Howard Hawks, situando la cámara a la altura de los ojos. Nos obligaba Arteta, como antes había hecho Lanzmann en Shoah, sobre las víctimas del holocausto nazi, a aguantar las miradas de aquellos que sufrían el dolor de la pérdida y la tragedia de la injusticia de verse abandonados como apestados, como si ellos hubiesen tenido alguna culpa de su desgracia. No era fácil.
Había advertido Arteta que pensaba hacer un nuevo documental sobre otros vascos humillados y ofendidos: los que habían huido de la Arcadia nacionalista, que para ellos resultaba un infierno precisamente por ser nacionalista. Por fin se ha estrenado, aunque en pocas salas, llamado acertadamente El infierno vasco. Ha resultado muy cómodo para la clase política española establecer una demarcación entre los nacionalistas buenos, que sólo defenderían unos objetivos independentistas mediante procedimientos democráticos, y los nacionalistas malos, los que ponen las bombas y los muertos. Esa falacia es desmontada por Arteta al ilustrar aquel acongojante lema de Arzallus sobre los que agitan el árbol (los nacionalistas malos) y los que recogen las nueces (los nacionalistas buenos).
El infierno vasco da cancha a los que tuvieron que soportar que les tiraran las nueces a la cara. Nueces como balas y nueces como escupitajos. A través de una veintenta de testimonios, el hilo conductor que engarza las declaraciones de gentes de la derecha, el centro, la izquierda y apolítica es que el proyecto colectivista de los nacionalistas ha creado un cordón sanitario alrededor del proyecto individualista, liberal y democrático de los perseguidos. La conexión íntima del nacionalismo con la violencia queda así de manifiesto, a veces de una forma rudimentaria y salvaje, el tiro en la nuca, y mayoritariamente a través de la insidia en el patio de vecinos, el acoso callejero, la mirada en el supermercado o el método de la luz de gas en los departamentos universitarios. Como dijo Étienne de la Boétie, la servidumbre voluntaria es el estado más usual, por cobardía o indiferencia. Pero Arteta nos provoca la admiración hacia los que eligen la libertad como esencia de la naturaleza humana, como rebeldía.
El gran logro de Arteta es haber hecho explícita la adaptación euskalduna de la gota china –la tortura psicológica consistente en inmovilizar al reo boca arriba, de forma que le caiga sobre la frente una gota de agua fría cada cinco segundos, lo que acabará provocándole un ataque de locura, por no poder dormir... ni beber, a pesar de estar en permanente contacto con el agua–. Espigo algunos testimonios: Mikel Azurmendi relata cómo perteneció a ETA y cómo al decidir salirse sus ex compañeros le torturaron; y la ulterior presión de que fue objeto en la universidad, cuando sus propios alumnos le decían que era el enemigo. Un edil socialista nos enseña el asiento desde el que tomó posesión de concejal Josu Ternera, que durante un tiempo pertenecíó al grupo de los que Rodríguez Zapatero consideraba "hombres de paz". La ex concejal del PP Verónica Lipperheide evoca las miradas de asco que le dedicaban en la pastelería cuando secuestraron a un familiar, cómo por la calle les insultaban: "fachas", "españoles". Cristina Cuesta recuerda cuándo dejaron de ser pacifistas llevados al matadero entre palmaditas en la espalda y pasaron a ser luchadores por la libertad acusados de "crispadores". Ibarrola, irónicamente, compara el bucólico paisaje vasco con el miserable humus político en el que se asienta. Nieves Baglietto solloza mientras lee un poema a su hermano asesinado y recuerda que en el País Vasco los que matan y los que mueren son siempre los mismos... El País Vasco, un lugar en el que si ETA te extorsiona la policía te recomienda que negocies a la baja el impuesto revolucionario. O que te largues.
Únicamente chirría en la película el contraste entre la firmeza y nitidez de los testimonios con la música de fondo, que en ocasiones puntúa con una excesiva sentimentalidad algunos de ellos, aunque las canciones de Eduardo Basterra sí ofrecen un oportuno complemento.
Durante mucho tiempo, el cine se ha limitado a interpretar la realidad. En gran parte, de forma torticera. Pero últimamente está volviendo una dimensión de denuncia de la injusticia que parecía perdida tras las invocaciones al entretenimiento banal y la confusión entre ficción y realidad. En el documental de Arteta no hay lugar para los espectros ni la leyenda, sino para las personas de carne y hueso. Y la memoria de los que se resisten a ser pasto del olvido y los enjuagues políticos. También es una hermosa lección de ciudadanía. Porque, como dijo Vasili Grossman, el autor de Vida y destino, el gran monumento literario a las víctimas de la represión comunista en la Unión Soviética,
Durante mucho tiempo, el cine se ha limitado a interpretar la realidad. En gran parte, de forma torticera. Pero últimamente está volviendo una dimensión de denuncia de la injusticia que parecía perdida tras las invocaciones al entretenimiento banal y la confusión entre ficción y realidad. En el documental de Arteta no hay lugar para los espectros ni la leyenda, sino para las personas de carne y hueso. Y la memoria de los que se resisten a ser pasto del olvido y los enjuagues políticos. También es una hermosa lección de ciudadanía. Porque, como dijo Vasili Grossman, el autor de Vida y destino, el gran monumento literario a las víctimas de la represión comunista en la Unión Soviética,
sólo se puede experimentar la alegría de la libertad cuando encontramos en los demás lo que hemos encontrado en nosotros mismos.
En este caso, encontramos en los exiliados vascos pasión y esperanza por un futuro sin el terrorismo, material y espiritual, nacionalista.
EL INFIERNO VASCO (España, 2008; 105 minutos). Dirección y guión: Iñaki Arteta. Música: Eduardo Basterra. Calificación: Comprometida (8/10).
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