O sea, con el halago o la subvención de los intelectuales
“comprometidos”, se consigue la hegemonía cultural de la izquierda.
Ellos ayudaron a que el mundo progresista occidental (y compañeros de
viaje) creyera que la Unión Soviética era el auténtico enemigo de los
totalitarismos. En esta trampa cayeron miembros reputadísimos del ‘club
de los inocentes’.
Gentes de gran valía intelectual como Ernest
Hemingway, André Gide, H. G.Wells, John Dos Passos, André Malraux,
Albert Einstein, o Bertol Brecht, entre muchos otros. O sea,
intelectuales comprometidos.
(Párrafos de mi artículo 'La vida de los otros'.)
IDIOTAS.
NO nos engañemos. El uso de la violencia ha gozado, y
sigue gozando, de un enorme prestigio entre intelectuales, periodistas y
artistas, siempre y cuando se invoquen móviles políticos. Sabemos por Tom Wolf
(Radical Chic) cómo la elite neoyorquina acudió al suntuoso apartamento
del músico Leonard Bernstein en el Upper East Side, un día de enero de 1970,
para donar fondos a los Panteras Negras. «¡Me chifla, absolutamente!» –exclamó
el autor de West Side Story y Un día en Nueva York ante las
bravatas de Donald Cox, quien para entonces ya habría asesinado, según la
policía, a un informante de su grupo.
Las Brigadas Rojas en Italia, o la Fracción del Ejército
Rojo en Alemania, fascinaron a numerosos cronistas, profesores y creadores. Un
puñado de películas españolas dan fe del trato comprensivo, de la voluntad de
humanización, de la indudable empatía que han despertado los asesinos de
centenares de compatriotas entre algunas gentes del cine. Su preocupación por
acercarnos a las víctimas, existiendo, ha arrojado muchas menos cintas y ha
contado con difícil financiación y limitadísima distribución.
Es el móvil político el que permite que tantos
observadores queden deslumbrados por el objetivo declarado del terrorismo –o,
más genéricamente, por la existencia de un objetivo presentado como deseable, o
al menos como justo– y pierdan de vista los impactos concretos de las balas,
las vísceras reventadas, los cerebros sobre la maleza o sobre el asfalto. Ello
supone un fracaso intelectual y moral de nuestra civilización, un fracaso que
ocurre en los pequeños segmentos sociales que se consideran, con gran ligereza,
depositarios de los valores civilizatorios, de su conservación, difusión y
ensanchamiento.
Que alguien despedace a hachazos a una familia del
vecindario porque pone la música demasiado alta por la noche nunca dará pie a
un debate sobre el volumen adecuado de los altavoces a partir de las diez.
Muchísimo menos se planteará jamás qué pudo haber hecho la esposa estrangulada
para que el marido decidiera acabar con ella, por mucho que el uxoricida
se empeñe en contextualizar su crimen. Quienes no han entendido todavía que son
las acciones lo que nos definen, los medios que empleamos, y no los fines
declarados, no han entendido nada sobre la sociedad, sobre la democracia ni
sobre la ética básica. Y, obviamente, no podrá entender nada sobre el sentido
de la ley.
Una escena como la del matadero de Durango, por bien que
los participantes hubieran cumplido con sus penas, es inimaginable con
cualquier otro colectivo de criminales. No quiero poner ejemplos; juegue el
lector con su imaginación: rueda de prensa de violadores, presentación pública
de conductores suicidas…
Lo único que explica la comparecencia social de
matarifes en la localidad vizcaína, y su puntual cobertura mediática, es
aquella finalidad invocada que tapa la sangre vertida; la aceptación por parte
de una serie de pequeños grupos influyentes –que injustamente se proclaman
progresistas– de que el anuncio de algún cambio en el enfoque «estratégico» de
ese hatajo de asesinos, que ahora ven interesante el derecho a decidir,
encierra algún interés. Lo cual exige que dichas elites pierdan de vista
ciertas evidencias accesibles a cualquier publicista, como que los medios
hicieron de realizadores de un spot de ETA.
El prestigio del terrorismo sigue vigente. Porque hay que
agradecerles que, de momento, no nos maten, y ese agradecimiento comporta
cesiones del Estado, que coloca al enemigo en las instituciones, manejando
dinero público e investido de autoridad.
Así, en una actuación judicial y
policial contra un frente etarra clave, lo suyo es dudar de la Justicia y de
las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, y creer a Arantza Zulueta.
(Juan Carlos Girauta/ABC)
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