CULPABLES.
Decimosegunda semana de estado de alarma. Sexta
prórroga ¿Muertos? La cifra quedó congelada hace una semana como un
trampantojo. Como lo que siempre ha sido.
Porque si nunca fue importante contar los
fallecidos, para qué seguir haciéndolo ahora cuando sin esperar a que se
acabe la última prórroga del estado de alarma, ya ha llegado “la nueva
normalidad”. Y en esa “nueva normalidad” no caben los muertos, ni los
riesgos, ni las malas noticias. Sólo las buenas nuevas y las ruedas de
prensa en las que hasta las mentiras huelen a esperanza. Cuando esto
acabe ¿qué os importaba más? ¿las terrazas? ¿las cervecitas? Ahí las
tenéis. Mascarilla obligatoria, sí, pero sólo para justificar un estado
de alarma innecesario y una desescalada a trompicones.
Quizás por eso, se vuelve a lo de siempre, a la
nadería dominante, a la normalidad de apuntarse a la última tendencia de
rebaño (previa selección de origen), a moverse en pos del pensamiento
débil. Y hoy toca salir a dolerse e hincar la rodilla, no ante las
decenas de miles de fallecidos, ni ante la soledad con la que afrontaron
su muerte, sino ante una difusa culpabilidad que nos ha venido del otro
lado del Atlántico y que las masas adolescentes –no necesariamente por
edad– han adaptado a su conveniencia.
Así, de pronto, entre estado de alarma y “saldremos
más fuertes” han llegado a la inquietante y súbita conclusión de que los
españoles somos racistas. Ha hecho falta un afroamericano muerto a
manos de un policía –blanco– en EEUU para descubrirlo y salir a la calle
con la distancia de seguridad de un hato de cabras y ese impulso tan
progresista y tan poco cayetano que lleva a asaltar lo mismo supermercados que tiendas de Jimmy Choo.
O quizás, en realidad, lo que han descubierto es que
odian a nuestra Policía, que aunque comparte color con la mayoría de
ellos, poco importa (ocurre lo mismo en los EEUU, pero la coherencia es
cuestión menor).
Ya lo decía Errejón en ese archivo impagable e ingrato que nos ofrece Twitter: All cops are bastards (todos los policías son unos bastardos). Por no mencionar la abundante filmoteca (en proceso de desaparición) de su exjefe Pablo Iglesias,
al que le gustan sólo los uniformes si le abren la puerta o apartan de
su casa a “los lúmpenes” facciosos. Y para que no quede duda, ahí
tenemos a Isa Serra, nueva portavoz de Podemos a la par que condenada a 19 meses de prisión por agredir a una policía (una mujer, quién lo diría).
Lo cierto es que sí, los españoles somos racistas,
particularmente en algunas regiones y con un racismo teórico, práctico,
estructural y atávico. Maqueto, charnego, gitano, forastero o chueta –en
mi tierra mallorquina– son el reflejo de un racismo con el que
convivimos desde hace decenios y por el que nadie hinca ni cree
necesario hincar rodilla en tierra.
Si se trata de sentirnos culpables, hagámoslo de lo
que realmente nos debería avergonzar. No busquemos un pedigrí culposo
del que carecemos. Si aquí hay afroespañoles, llegaron hace dos
días, una generación a lo más, y entraron en España porque les dio la
gana, y no descienden de nadie que llegase al país en un barco de
esclavos. Así que –qué se le va a hacer– con ellos no podemos lavar
nuestra difusa conciencia de colectivo culpable.
Pero en cambio, el que es real, el que es nuestro,
es ese desprecio de raza superior, teorizado incluso, con el que se ha
tratado a los que llegaron de regiones pobres, a las que eran prósperas
para, sin salir de su país, mejorar su vida.
Esos cuyos apellidos no ves en las cúpulas de los
partidos nacionalistas, los que euskaldunizan su nombre o con el furor
del converso son más separatistas que nadie, a ver si así les perdonan
el pecado original de su origen foráneo. Esos, que de todos modos saben
que nunca serán de los suyos.
Ese racismo y también el de los gitanos, y el de
los descendientes de judíos conversos en Mallorca hasta hace dos días.
Ese es nuestro racismo. El endémico. El de pedir perdón. No el de la
Leyenda Negra, y mucho menos el de la “Policía asesina”.
(Gary Durán/El Español/11/6/2020.)
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