A su vez, perfilamos que la globalización abre las posibilidades. La división del trabajo ya no tiene que ajustarse a los estrechos límites de un país como España, sino que la especialización puede realizarse a nivel europeo, incluso mundial, aumentando su eficiencia. Cada individuo, en cualquier parte del mundo, puede producir, tras un análisis empresarial de las necesidades de los consumidores, aquello para lo que está más capacitado, sabiendo que podrá venderlo a las más lejanas sociedades. Por último, el capital puede invertirse por todo el orbe de una manera más adecuada en atención a su productividad y a los costes asociados.
En este sentido, por ejemplo, si una guerra devastara toda la riqueza alemana, la recuperación económica sería rápida. Los alemanes estarían forzados al principio a aceptar bajos salarios, ya que sus bienes de capital habrían desaparecido y, por tanto, su productividad sería baja (unos salarios más elevados que la productividad significarían que el empresario está pagando más de lo que espera obtener vendiendo el producto). Estos bajos salarios permitirían a los empresarios españoles producir en Alemania lo mismo que en España, pero a un menor coste. Es más, podrían producir en Alemania y seguir vendiendo la producción a sociedades ricas como España o Reino Unido.
Por tanto, la inversión extranjera en bienes de capital empezaría a reconstruir todo el equipo productivo alemán que había sido destruido con la guerra, y ello, a su vez, provocaría un incremento de los salarios. De esta manera, la situación de pobreza postbélica sería rápidamente revertida. Alemania volvería a ser una sociedad rica, gracias a la globalización. Algo similar, de hecho, ocurrió tras la II Guerra Mundial.
Con todo, muchos han sido los intentos por hacernos creer que el Plan Marshall salvó a Europa de la miseria. Hong Kong, por ejemplo, era por aquel entonces una ciudad paupérrima, y no recibió ningún tipo de Plan Marshall; hoy, gracias a sus libres mercados, interiores y exteriores, es la región más rica y libre del mundo. Fueron, pues, las inversiones empresariales las que reconstruyeron la riqueza Europea, no los planes de algunos políticos iluminados.
Ahora bien, si todo esto es así, ¿por qué África sigue siendo pobre?
Propiedad privada y estabilidad institucional
En el anterior artículo aseguramos que no puede haber riqueza sin propiedad privada. Si yo no soy propietario de una trozo tierra, no podré incorporarlo a mis planes como medio hacia mis fines y, por tanto, no podré considerarlo riqueza. La propiedad común hace imposible que el individuo satisfaga sus fines y, especialmente, dificulta la consecución de fines muy lejanos.
La ausencia de seguridad jurídica sobre la posibilidad de retener los bienes, así como sus rendimientos, crea un perverso incentivo cortoplacista a saquear las propiedades comunes. Lo que es del común es del ningún, reza el refranero español. En teoría económica, a este fenómeno se lo conoce como "Tragedia de los Comunes", expresión acuñada por Garrett Hardin.
La explicación no puede ser más simple. Sin seguridad jurídica yo no puedo incluir un bien en mis planes a largo plazo, pues ignoro si tal bien habrá sido ya usado por otra persona con anterioridad. Es más, en realidad sólo podré dar algún uso a ese bien si lo utilizo antes que los demás, si lo empleo para planes muy inmediatos (ya que, en caso contrario, serán otros quienes lo empleen). Así, se produce una carrera entre los potenciales usuarios para ver quién esquilma antes el bien, es decir, quién lo integra antes en sus planes.
El resultado es la progresiva degradación de la "riqueza natural", que no llegará a convertirse jamás en "riqueza humana". No sólo eso: nadie estará dispuesto a invertir en capital si no tiene la seguridad de que podrá rentabilizarlo.
En África la gran mayoría de las tierras son comunales. Nadie acepta sacrificar su riqueza presente en unas tierras cuyos rendimientos revertirán sobre otras personas que no han invertido. La tendencia, por tanto, es a limitar al máximo el esfuerzo laboral propio para consumir los bienes obtenidos por los compañeros de trabajo. Si el reparto de frutos no depende del esfuerzo individual sino del resultado común, ¿puede esperarse otra cosa que el parasitismo?
Pero esto, a su vez, incide sobre los otros dos medios a través de los que se genera la riqueza: la división del trabajo y la acumulación de capital.
Como hemos dicho, ningún africano emprenderá proyectos empresariales de muy lejano alcance por la enorme inseguridad jurídica que rodea la retención de los medios necesarios para acometerlos. La división del trabajo es un proyecto empresarial de largo alcance; aun en su forma más simple, cada persona deberá esperar a que otros adquieran sus productos para poder consumir aquello que realmente desea. Hay que producir, intercambiar lo producido por dinero y luego comprar el bien deseado.
Sin derechos de propiedad bien definidos, el individuo ignora si podrá completar el proceso: bien podría perder la propiedad de sus mercancías o la del dinero obtenido. Por ello, cada persona tratará de proveerse de aquello que necesita directamente; no pretenderá especializarse en satisfacer las necesidades ajenas. Retrocedemos, así, a una economía de subsistencia donde la división social del trabajo y del conocimiento ha desaparecido.
De la misma manera, la ausencia de instituciones estables que garanticen el derecho de propiedad (las frecuentes guerras civiles, las férreas dictaduras y las recurrentes expropiaciones nacionalizadoras) desalientan tanto a los propios africanos como a los occidentales de invertir allí su riqueza en forma de capital. Recordemos que la inversión en capital supone sacrificar riqueza presente para obtener una renta futura que compense el sacrificio actual. La ausencia de propiedad, pues, no sólo vuelve incierta la propiedad sobre ese conjunto de rentas futuras, sino sobre la inversión de capital que da lugar a las mismas.
Sin derechos de propiedad la riqueza se esfuma, la división de trabajo se resquebraja y el capital desaparece en cuanto a tal.
El proteccionismo occidental
La responsabilidad de los africanos, y especialmente de sus políticos, es manifiesta. La ausencia de instituciones y el fomento de dictaduras anticapitalistas es la razón de fondo de la pobreza en África. Sin embargo, la inexistencia de dichas instituciones no significa que no puedan aparecer y formarse. La inversión occidental, por ejemplo, promovería el respeto por la propiedad privada, el esfuerzo individual y la iniciativa empresarial. Los africanos empezarían a imitar y copiar las provechosas conductas occidentales, aprendiendo a aumentar su propio bienestar sin atacar el de los demás.
El problema es que los africanos se han convertido en víctimas del proteccionismo occidental. En el primer artículo dijimos que el progreso económico necesitaba de libertad de movimientos de personas, mercancías y capitales, esto es, de globalización. Pues bien, a pesar de que la izquierda no deje de repetir lo contrario, la globalización se encuentra en un estadio extraordinariamente primitivo.
Los aranceles europeos y norteamericanos están matando a África (no en vano, en las pasadas elecciones europeas Coalición Liberal utilizó el contundente slogan de "La PAC mata").
No se trata, solamente, de que el proteccionismo impide a los africanos vender sus productos en los mercados occidentales a precios más elevados de los que podrían obtener en los mercados locales: el perjuicio de los aranceles va mucho más allá.
Dado que los empresarios occidentales saben que, en caso de trasladar sus plantas a África, no van a poder vender sus productos en Europa, los incentivos a la inversión occidental en África desaparecen. En otras palabras, si el empresario tiene la ventaja de producir barato en África y se ve constreñido a vender barato "en África", la razón para invertir en una zona inestable e insegura, con márgenes de beneficio similares a los occidentales, es escasa.
Así, las sociedades africanas no pueden recurrir al ahorro occidental para financiar sus estructuras de capital; al no existir libre comercio, la libertad de movimientos de capital se marchita.
Y sin ella difícilmente podrá África prosperar a corto plazo. Por un lado, porque las empresas occidentales no ejercerán su necesaria función de liderazgo, generando de manera espontánea las instituciones y comportamientos pautados previamente descritos. Por otro, porque sin el capital occidental, como ya dijimos, los africanos son incapaces de explotar su inmensa "riqueza natural". La izquierda puede frotarse las manos ante los sustanciosos recursos naturales africanos, pero sin el capital occidental son del todo accesorios e inútiles.
Pero, finalmente, y sobre todo, porque los africanos no tienen capacidad para acumular a corto plazo el ahorro necesario como para emprender inversiones en capital. Europa necesitó varios siglos para obtenerlo; a Asia, en cambio, le han bastado unas pocas décadas, gracias al excedente de ahorro occidental. África debería seguir el mismo camino, si los políticos, europeos y africanos, no distorsionaran la libertad empresarial.
Además, si recordamos las conclusiones del artículo anterior, no nos será difícil comprender algunas de las consecuencias de la política arancelaria.
Dijimos que había dos opciones para conseguir aumentar el nivel de vida de los africanos: o bien los empresarios occidentales invertían en África, donde los salarios son bajos, para vender sus productos en Europa, o bien los africanos acuden allí donde los salarios son elevados.
Ante la imposibilidad de la primera opción, la segunda vía de escape aparece como el único camino. No es extraño, pues, que Europa, ante sus irresponsables aranceles, esté padeciendo enormes oleadas de inmigración. Si Mahoma no va a la montaña, la montaña va a Mahoma. Si el capital no puede acudir allí donde el salario es barato, el trabajo acudirá allí donde el salario es alto.
En el caso de que los políticos europeos quisieran realmente reducir la creciente inmigración que padece Europa, nada hay más urgente que eliminar los gravosos aranceles comunitarios. No ya sólo porque empobrezcan a los africanos, sino porque hacen lo propio con los consumidores europeos, forzados a pagar un precio superior al que hubieran desembolsado sin arancel.
Vemos, pues, cómo el ataque al libre comercio repercute necesariamente sobre el movimiento de capitales y la división social del trabajo. Ninguna restricción de las libertades es inocua, todas provocan una serie de acontecimientos sociales, a cada cual más nocivo: y es que los problemas de la inmigración en occidente se ven, a su vez,
agravados por otra serie de políticas intervencionistas.
Para terminar con la pobreza y la inmigración descontrolada debemos reestablecer el libre comercio que caracterizó al siglo XIX, el de mayor expansión económica de la historia. Sólo así los empresarios occidentales decidirán invertir en África, facilitando la emergencia del respeto a la propiedad privada y de una clase empresarial nativa que liderará en el futuro el desarrollo de sus sociedades. El libre comercio, además, permitirá a los africanos acumular sus propios ahorros, lo que a su vez dará lugar a una clase capitalista africana.
Ninguna de estas propuestas ha sido planteada por el Live 8 y el G-8. En su lugar, hemos escuchado propuestas tan pintorescas como la Tasa Tobin, la condonación de la deuda externa, la escolarización obligatoria de la población y, sobre todo, la ayuda externa estatal a través del 0’7%. ¿Tienen estas propuestas algún viso de viabilidad o simplemente acrecentarán el problema original de la pobreza? Lo explicaremos en el próximo artículo.
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LD (L. Ramírez) “La ayuda que mata” (
Dead Aid) es el título de un libro controvertido que no dejará indiferente a ninguna persona que lo lea, y mucho menos si lo descubre alguno de los economistas de pensamiento neokeynesiano que inundan el análisis actual sobre las soluciones para salir de la crisis económica.
Su autora,
Dambisa Moyo, rechaza las críticas a Occidente de personajes tan mediáticos como Bono, el cantante de U2, o Bob Geldof, que se han caracterizado por pedir ayudas directas al continente africano para que pueda salir de la pobreza extrema en la que está inmerso.
La tesis principal del libro es que la ayuda de los países occidentales está matando a África. Una vez superado el rechazo inmediato que genera este argumento en nuestras mentes inundadas por el pensamiento progresista políticamente correcto la economista africana justifica su enfoque con sólidos argumentos.
Moyo aboga por detener las ayudas económicas a los países africanos, excepto en caso de calamidades o catástrofes puntuales (como sucede cuando hay un terremoto o una sequía en el primer mundo), dejando que el continente construya una economía propia en el curso de los próximos cinco años.
El principal argumento de la economista para abolir la actual estructura de ayudas es que la mayoría de
gobernantes africanos siguen en sus puestos porque el dinero sigue llegando desde Occidente.
Los responsable políticos (en su mayoría tiranos o dictadores disfrazados de demócratas) no están obligados a mantener y mejorar las infraestructuras de sus países respectivos, porque se da por hecho que no tienen capacidad para ello.
De esta forma
los dirigentes africanos no tienen responsabilidad alguna de lo que pasa y pueden seguir empleando el dinero en lo que les parezca oportuno, siempre ligando el gasto a su beneficio personal.
En cuanto
a los habitantes, sólo pueden sobrevivir gracias a la caridad, no aportan nada a las economías de los países y carecen de la mentalidad adecuada para exigir a sus gobernantes que cumplan con sus deberes.
La ayuda hace más pobres a los pobres
Dambisa Moyo dice que 50.000 millones de dólares de ayuda internacional llegan a África cada año y todavía se ve la evidencia abrumadora que demuestra que esta ayuda ha hecho más pobres a los pobres. Además, el crecimiento es muy lento y deja a los países Africanos más endeudados, más propensos a la inflación, más vulnerables a los cambiantes mercados financieros, y son poco atractivos para recibir inversión extranjera.
Por ello, crece el riesgo de conflictos civiles y disturbios. Moyo dice que la ayuda es un desastre absoluto, tanto en lo político, económico y humanitario, por lo que debería terminar e introducir alternativas. Así de taxativa se ha mostrado en un reciente artículo en el diario norteamericano Wall Street Journal.
Las repercusiones de su tesis no se han hecho esperar y algunos medios se centran más en su oposición a la estrella de rock Bono que en su análisis económico. “¿Qué piensa sobre Bono?”, preguntan a Moyo en el New York Times. “Realizaré un comentario general sobre esta dependencia total de los famosos. Cuestiono esta situación tal y como está ahora porque ellos se han convertido, involuntariamente o con intención manipuladora, en los portavoces del continente africano”, responde la economista.
Los gobernantes, corruptos, sólo tienen como tarea “cortejar” a Occidente
En la agencia económica Bloomberg, en entrevista televisiva, también la presentaban como “La anti-bono”. Y en parte es cierto, ya que ella no tiene aviones privados alimentados por la enorme fortuna de la que dispone el líder de U2.
Ella contesta con datos: “durante los últimos 60 años, se han transferido desde los países ricos a África miles de millones de dólares en ayuda al desarrollo. Sin embargo, la renta per cápita hoy es menor de lo que lo era en los años 70, y más del 50% de la población (350 millones de personas) vive con menos de un dólar diario, una cifra que casi se ha doblado en dos décadas”.
Nacida y criada en Zambia, y con una carrera profesional que la llevó a trabajar durante una década en el Banco Mundial y en Goldman Sachs, la economista realiza en su libro un estremecedor recorrido por los países del África negra y su principal enfermedad: los dirigentes corruptos que “lo único que tienen que hacer para permanecer en el poder es cortejar y ofrecer sus servicios a los donantes extranjeros”.
Sudáfrica: el futuro presidente en los tribunales por violación y corrupción
Un claro ejemplo de este tipo de gobernantes se da en Sudáfrica. El nuevo líder del Congreso Nacional Africano y futuro presidente Jacob Zuma, de 65 años, ha sido absuelto de un cargo de violación, pero debe volver a los tribunales acusado de corrupción.
La catadura moral de Zuma no deja lugar a dudas. Pidió disculpas por tener relaciones sexuales sin preservativo con una mujer seropositiva, después de afirmar, bajo interrogatorio, que había tomado precauciones higiénicas, duchándose tras el coito. Eso es un grave error, aunque Zuma afirma que no se refería a la prevención del sida.
El virus destruye la estructura civil de Sudáfrica, el país del mundo con más número de seropositivos. El ministro de Sanidad, Manto Tshabalala-Msimang, propugna como antídoto contra el sida una dieta de ajo, remolacha y aceite de oliva. La ducha de Zuma se percibe también como mortífera. En estas manos está Sudáfrica.
Pero volviendo a Dambisa Moyo, hasta el victimismo de algunos colectivos africanos es denunciado en su obra: “mírelo de esta forma”, afirma la autora. “China tiene una población de 1.300 millones de personas y sólo 300 millones viven como nosotros", con estándares occidentales de vida. "Hay 1.000 millones de chinos que viven en condiciones por debajo de ese estándar. ¿Conoce usted a alguien que esté preocupado por China? A nadie”.
La crisis financiera internacional puede “curar la ceguera” en África
“Hace cuarenta años, China era más pobre que muchos países africanos. Sí, hoy tienen dinero, pero ¿de dónde ha venido el dinero? Ellos han construido (ese desarrollo), han trabajado muy duro para crear una situación en la que no dependen de la ayuda humanitaria”, añade Moyo. Y para quienes la califiquen de tremendista, Moyo abre una puerta a la esperanza de África en medio de la crisis financiera internacional en un artículo publicado por el rotativo británico The Independent:
“La cura a la ceguera que provoca la ayuda humanitaria a África se encuentra precisamente en la crisis del crédito. Estos tiempos de oscuridad económica suponen una oportunidad para que África demuestre que finalmente puede contribuir de forma significativa a la economía mundial, en lugar de claudicar y ser vista como una carga para ella de forma indefinida", señala Moyo.
3 comentarios:
Los principales escollos a sortear, antes de ni invertir ni suprimir aranceles, son los gobiernos de esos países, muy propensos ellos a expropiar y a quedarse con la producción una vez hecha la inversión por parte de terceros. Siempre en nombre del bien común, naturalmente.
¿Ha visto este vídeo de Chávez? Es para echarse a temblar como cunda el ejemplo...
http://www.youtube.com/watch?v=ykkymqImWYA&eurl=http%3A%2F%2Fwww%2Enoatodo%2Eorg%2Fla%2Dtierra%2Dno%2Des%2Dprivada%2Des%2Dpropiedad%2Dsocial%2F&feature=player_embedded
saludos
¿Desde cuando Venezuela está en África?
Creo que tanto J. Norberg como X. Sala, entre otros, han mostrado la ineficacia de 'la ayuda occidental' (supuestamente la solución progresista) para que los países pobres salgan de su situación.
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