jueves, 26 de diciembre de 2013

EL DISCURSO DEL REY






 (¿Se darán cuenta de lo que nos estamos jugando? Ya no sirve mirar para otro lado. La bola de nieve es demasiado grande. Hay que tomar decisiones importantes. Y no hablo solamente del rey.)





 La responsabilidad del rey

La función del rey no es hacer de cheerleader de la casta gobernante, sino mantener al Estado unido y fuerte.
El rey ha hablado. No ha dicho nada. Al menos, nada que pueda ser tomado en serio. Su apelación a la ejemplaridad se ha parapetado tras un cómodo plural que parece desviar la atención hacia los pecados ajenos. Su invitación a permanecer “juntos” ha sido igualmente tan genérica que sólo los más avezados arúspices podrán ver ahí una censura al separatismo. Su mención a las víctimas del terrorismo –con foto sobre la mesa y palmadita en el lomo- ha sido tan paternalista que sólo puede interpretarse como un espaldarazo a la descabellada política de normalización política de la ETA.
 Sus palabras sobre la crisis económica han sido tan distantes que más parecen un comentario meteorológico, como si la presente catástrofe fuera un accidente cósmico, y no el fruto de unas políticas concretas. En definitiva, el mensaje que el ciudadano recibe puede sintetizarse así: “Todo está muy mal, pero la culpa no es mía, y por eso os animo a que hagáis un esfuerzo para soportarlo”. Sólo le ha faltado añadir que “hablando se entiende la gente”, como en aquella otra infausta ocasión.
Lo más político que el rey ha dicho en su discurso navideño es que hemos de recuperar el espíritu de la transición, en esa línea, ya tradicional, de nostalgia de “aquellos maravillosos años”. Es una cantinela que últimamente venimos escuchando en numerosas voces. El problema es que cada vez hay más razones para pensar que toda esta ruina que nos circunda es precisamente producto del “espíritu” de marras, un espíritu que básicamente ha consistido en solventar los problemas del Estado por la vía del chalaneo oligárquico –los acuerdos bajo la mesa entre partidos, banca, sindicatos, corona, etc.- y no a través de la arquitectura institucional.
 Los últimos diez años de nuestra historia –años negros- han borrado el espejismo del periodo precedente. En realidad el gran debate político de España, hoy, debería ser justamente ese: si acaso la esclerosis que paraliza al país no será producto directo de una manera determinada de entender la vida pública; si el famoso “espíritu de la transición” no habrá sido tanto un remedio como una enfermedad, en la medida en que ha sustituido la democracia por la partitocracia y ha reemplazado el interés nacional por la conservación del propio sistema.
Don Juan Carlos ya lleva en la primera magistratura del Estado tanto tiempo como Francisco Franco, de quien recibió el relevo: treinta y seis años el general (tres más si contamos el periodo de la guerra), treinta y ocho el monarca desde su coronación. En todo este tiempo, la corona se ha querido mostrar como motor de la democracia y al mismo tiempo como simple presencia flotante, en una singular manifestación de “política cuántica” en la que el rey es a la vez onda y corpúsculo o, por decirlo en términos más sencillos, en la que la corona está pero no está.

 Es difícil explicar a la gente este singular juego que atribuye al jefe del Estado cualidades taumatúrgicas sobre la salud de nuestra democracia y al mismo tiempo le resta cualquier tipo de responsabilidad personal e institucional sobre sus dolencias. La figura podía contentar a la generación del franquismo, que venía de un imaginario político donde la autoridad del gran jefe se hacía aplastante, pero mal puede satisfacer a unas generaciones nuevas, nacidas ya en democracia, que sencillamente no entienden el sentido de las instituciones superfluas. Si el rey ha sido el motor de la democracia, entonces tiene su parte de culpa en lo que hoy nos pasa; y si no, ¿para qué sirve?
El rey ha dicho que hemos venido gozando del mayor periodo de paz en libertad de nuestra historia. Eso es incuestionable. También lo es que Don Juan Carlos recibió un país unido, con una economía pujante y una sociedad que había alejado el fantasma de la pobreza y los odios civiles (y por eso ha sido posible la democracia en paz), pero va a legar a su heredero un país roto, con un desafío separatista –el catalán- en vías de ruptura definitiva, con la batalla más importante que ha tenido que librar el Estado –la del terrorismo de ETA- ganada por el chocante procedimiento de poner un confortable sillón al enemigo y con una economía nacional privada de los recursos imprescindibles para organizar su propio destino.
Lo único que el rey podrá esgrimir ante el tribunal de la Historia –que esos son los términos en los que piensan los reyes- es la consolidación de la democracia. Y allí, en ese tribunal, algún fiscal avieso podrá oponer que la tal consolidación se ha hecho a costa de detraer ingentes cantidades de dinero público para sostener a una casta que ha terminado arruinando al país.
En su discurso de Nochebuena hizo el rey una sorprendente, por insólita, alusión a la “comunidad intelectual”, a la que invitó a “ser intérprete de los cambios que se están produciendo y a ser guía del nuevo mundo que está emergiendo en el orden geopolítico, económico, social y cultural”.
Seguramente no pretendía Su Majestad otra cosa que quedar bien con un sector social al que hace tiempo nadie escucha en España, pero la invitación es arriesgadísima. ¿De verdad quiere Don Juan Carlos que le “interpretemos”? Ahí va: los cambios que se están produciendo apuntan a una irrelevancia creciente de la institución monárquica; el nuevo mundo que emerge en el orden geopolítico ha dejado a España arrumbada en un rincón menor del mapa; la nueva atmósfera económica ha deshecho (y no sólo en España) el mayor logro de los últimos setenta años, que fue el nacimiento de unas amplísimas clases medias; socialmente estamos fragmentados y enconados, y en lo cultural hemos perdido casi completamente la referencia de por qué vivimos juntos. À rebours, en el diagnóstico no deja de haber un programa para rectificar las cosas. Pero en el sentido exactamente contrario al que desearía el desorden establecido.
Don Juan Carlos se despidió reafirmando su “determinación de continuar estimulando la convivencia cívica”. Vale. Pero además hay una cosa que se llama Estado, de la que él es el jefe. La función del rey no es hacer de cheerleader de la casta gobernante, sino mantener al Estado unido y fuerte. No sólo es su función: es lo único que cabalmente justifica su existencia. Y si no…
 
 (José Javier Esparza/La Gaceta).

Xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx






EL DISCURSO DEL REY.



1.- Juan Carlos hizo escasas o nulas referencias a la corrupción y al descrédito de la justicia, de los políticos (también de él mismo),  a  las escandolisísimas connivencias con la ETA, etc.
Calificó a  España de gran nación, pero no aludió a su unidad, que es lo que hoy está en cuestión. Tampoco se refirió a la gestión del gobierno, si bien alguna expresión pudiera considerarse un reproche a su política económica. No mencionó a las fuerzas armadas, lo cual podría interpretarse como prudencia o como claudicación. Omisiones  significativas, aunque quizá no demasiado importantes.
2.- El rey ha apelado sobre todo a la Constitución, atribuyéndole “El periodo más dilatado de libertad, convivencia y prosperidad de toda nuestra historia. Conviene que lo tengamos bien presente, pues a menudo se pretende que lo ignoremos o lo olvidemos cuando se proclama una supuesta decadencia de nuestra sociedad y de nuestras instituciones”. Términos al menos enfadosos por dos razones: en primer lugar porque sugiere que antes de la Constitución, incluso a lo largo de toda su historia, España hubiera sido un desastre, cuando la mejor parte de la libertad, convivencia y prosperidad actuales procede precisamente de la etapa anterior. Claro que esto no podía decirlo, dado el tabú existente sobre la etapa de Franco --a quien debe Juan Carlos la corona, nunca está de más recordarlo--.
En segundo lugar, y por eso mismo, el canto a la Constitución suena hoy grandilocuente, porque se trata de un documento mal elaborado en su tiempo, incumplible en algunos aspectos e incumplido o abiertamente vulnerado en otros (gracias, entre otras cosas, a un Tribunal (anti) Constitucional), ambiguo con la posibilidad, muy realizada, de vaciamiento sistemático del Estado. Entre otras cosas.
 De modo que los problemas actuales lamentados por el  monarca, como “los casos de falta de ejemplaridad en la vida pública que han afectado a al prestigio de la política y las instituciones”, nacen o son amparados en buena medida por esa Constitución. Si “la sociedad española reclama hoy un profundo cambio de actitud y un compromiso ético en todos los ámbitos de la vida política, económica y social que satisfaga las exigencias imprescindibles en una democracia», es porque esta Constitución ha presidido, justamente, los males denunciados, que vienen de muy atrás, y parte de los cuales es el profundo deterioro de la democracia.
3.- Por tanto, admite el rey, “Hay voces en nuestra sociedad que quieren una actualización de los acuerdos de convivencia, lo cual suena a guiño a una eventual reforma constitucional. Sin embargo el recurso a “la sociedad” permite cualquier cosa y por ello resulta harto peligroso. Cierto que, ante el evidente desprestigio de las instituciones, y sobre todo ante el reto separatista --muy oscuramente aludido en el discurso--, mucha gente pide reformas en profundidad, también constitucionales. Pero la cuestión estriba en qué sentido irán esas reformas: ¿en profundizar las tendencias disgregadoras ya bastante explícitas en la propia Constitución, o, por el contrario, en reforzar la unidad nacional?
Porque unas voces piden “actualizaciones” en un sentido y otras en el contrario. Como el discurso es sibilino al respecto, aventuraré mi impresión: el rey, como el PP y el PSOE, piensan que la Constitución puede estirarse todavía más, hasta anular en la práctica la unidad nacional de modo que “todos quepamos” en una España balcanizada en la práctica, lo que podría presentarse como “generosidad para saber ceder cuando es preciso, comprender las razones del otro y hacer del diálogo el método prioritario y más eficaz de solución de los problemas colectivos”. Algo así se ha hecho con la ETA, por ejemplo. Dejo de lado las apelaciones a la ejemplaridad por  un monarca que no ha destacado especialmente en esa virtud.
4.- El discurso es, de todos modos, lo que puede esperarse de un rey constitucional que no puede ni debe meterse directamente en el juego político --tentación a la que ha sucumbido otras veces--. Es decir, se trata de una apelación al buen sentido, a la solución civilizada de las discrepancias, etc. Una exhortación de buenas intenciones, aunque las discrepancias hayan llegado ya a extremos tan  peligrosos como la abierta rebeldía contra España en que se han situado autoridades que se suponen parte del estado.  Exhortaciones que, como decía más arriba, pueden justificar cualquier salida y cada cual puede interpretar como quiera; pero un rey no tiene por qué ir más allá. Son los partidos y políticos quienes deben dar un sentido u otro a las exhortaciones.
5.- La cuestión de si España se mantendrá como una verdadera nación o se descompondrá, se balcanizará en unos cuantos estados pequeños, impotentes y sometidos al juego de otras potencias, es el reto fundamental que se presenta hoy a la sociedad española. La deriva que ha llevado a esta situación ha sido alimentada no solo por los partidos separatistas, sino también, incluso más aún, por el PSOE y el PP. No es de esperar, por tanto, que sean estos los llamados a resolver un problema que ellos mismos han creado y con respecto al cual no se aprecia en ellos la menor lucidez, conocimiento profundo o firmeza.
 Estos políticos, frívolos e ignorantes, combinan el desconocimientos del fondo e historia de los separatismos con un desprecio o desinterés hacia la misma España, por mucho que ocasionalmente la llamen “gran nación”. Por ello me permito apelar a los españoles corrientes, que sienten a su patria y el espíritu de la libertad, a movilizarse contra la desintegración democrática y nacional, en un movimiento positivo de integración.
 (Blog Pio Moa)

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

El silencio del Rey


La alocución navideña del Rey se quedó en un discurso de Nochebuena más, a pesar de que la Nación sufre la mayor amenaza en décadas, con fecha ya fijada para la secesión de Cataluña, y de que la institución monárquica está en su peor momento desde la Transición.
Don Juan Carlos optó por repetir los mismos lugares comunes y grandes propósitos de cada año, sin concretar en ningún asunto de calado. El ejemplo más claro fue su silencio clamoroso sobre Cataluña. Ante un desafío de tal magnitud a España y a la soberanía nacional –a la que el Rey debe su legitimidad– no vale con apelaciones genéricas al respeto a las reglas de juego y las bondades de la convivencia. No es de recibo, y es difícilmente comprensible, que el rey de España no tenga nada más que decir ante la amenaza directa y clara de ruptura del Reino de España. Ni una sola mención directa al desafío secesionista. El Rey no pronunció las palabras Cataluña, Mas, consulta, nacionalismo. Los catalanes y los españoles en general se merecen que ante una situación de esta gravedad se les hable claro. Al menos, con la misma claridad con la que se ha planteado el desafío. En este sentido, Don Juan Carlos apeló a un acuerdo entre los partidos políticos y al diálogo como forma de llegar a acuerdos, situándose en una equidistancia inaceptable entre quienes pretenden destruir la Nación y quienes, con mayor o menor fortuna, la defienden.
Del mismo modo fueron decepcionantes las palabras del Rey sobre la ejemplaridad en la vida pública. Faltó una denuncia clara de la corrupción política, que es consecuencia directa de la falta de separación de poderes. Zarzuela buscaba el titular con la frase "Asumo las exigencias de ejemplaridad que la sociedad reclama". Y lo consiguió. Una frase que nada significa si no va acompañada de hechos. Y lo cierto es que los hechos, desde que en el mismo discurso de hace dos años dijese aquello de "Todos somos iguales ante la ley", van en la dirección contraria. En los últimos dos años la Casa del Rey no ha hecho más que presionar al juez y torpedear la instrucción judicial para evitar que la infanta Cristina sea imputada. Esos son los hechos, que convierten la frase del Rey en una burla a los ciudadanos.
En relación con las víctimas del terrorismo, Don Juan Carlos se movió exclusivamente en el terreno de los sentimientos. Junto a su mesa se veía una foto del reciente encuentro que mantuvo con la presidenta de la AVT, Ángeles Pedraza, y la de la Fundación de Víctimas del Terrorismo, Marimar Blanco. El Rey dijo compartir el dolor de las víctimas en estos "momentos difíciles", aunque no mencionó expresamente la sentencia de Estrasburgo ni fue más allá de las palabras de consuelo, cuando las víctimas lo que están exigiendo de las instituciones son soluciones en pro de la memoria, la dignidad y la justicia que merecen.
En lo que se mostró más determinante el monarca fue en su voluntad de seguir en el trono. Alguien debería decirle que si la Nación o la propia Monarquía saltan por los aires, su trono no valdrá nada. Y, tras escucharle en Nochebuena, no parece que lo tenga muy claro
 (edit.ld)

3 comentarios:

o blog de xesús lópez dijo...

Buena entrada, buenos análisis a los que se deberían acercar los españoles para comprender que estamos en una situación preagónica como país.
El Rey no ha dicho nada interesante. Ha sido un discurso chicle.
Si hay que recuperar el espíritu de la "transición de cristal", creo que él debería ir aún más hacia atrás y recuperar su juramento de los Principios del Movimiento, de cumplirlos y hacerlos cumplir.
Desgraciadamente, cada día que pasa estamos más lejos de ser un país cohesionado, y un sinnúmero de españoles hemos sido traicionados.
Un saludo y feliz año.

o blog de xesús lópez dijo...

Buena entrada, buenos análisis a los que se deberían acercar los españoles para comprender que estamos en una situación preagónica como país.
El Rey no ha dicho nada interesante. Ha sido un discurso chicle.
Si hay que recuperar el espíritu de la "transición de cristal", creo que él debería ir aún más hacia atrás y recuperar su juramento de los Principios del Movimiento, de cumplirlos y hacerlos cumplir.
Desgraciadamente, cada día que pasa estamos más lejos de ser un país cohesionado, y un sinnúmero de españoles hemos sido traicionados.
Un saludo y feliz año.

Unknown dijo...

Uno piensa que esto que se llama "democracia representativa y coronada" necesita de unos pocos héroes que aliñen sus ansias de poder político con lo que Aristóteles llamaba "virtud cívica" y un cristiano "incondicionado servicio al prójimo"