domingo, 31 de enero de 2021

VIOLENCIA SEPARATISTA

 (No solamente los partidos políticos son responsables indirectos de esta violencia, también- y especialmente- la gran mayoría de los medios de comunicación.

 

Aceptan calificarles de 'extrema derecha' que, en España, -dado el bajo nivel existente- equivale al fascismo. 

 

Cuando los verdaderos fascistas son ellos. Los que ejercitan esta violencia e intolerancia. Y los que no la condenan claramente.)


 

INTOLERABLE CAMPAÑA SEPARATISTA CONTRA VOX.

 

La campaña de las elecciones regionales catalanas ha comenzado con episodios de violencia callejera contra los candidatos contrarios al separatismo, unas imágenes tercermundistas que ya son habituales en la política catalana cuando los demócratas plantan cara a los independentistas y sus abusos.

En estos primeros días de campaña se han producido no pocos altercados contra VOX, el partido más significado en la batalla judicial contra la intentona golpista del 1-O y cuyos candidatos están teniendo serios problemas para desarrollar sus actos públicos con una mínima normalidad.

Santiago Abascal tuvo que ser protegido por la fuerza pública ante una multitud de energúmenos nacionalistas que le lanzaba piedras, lo que dice mucho de la manera chapucera y politizada con que la policía catalana incumple su obligación de garantizar el desarrollo normal de la campaña. Un día después se produjeron nuevos altercados en diferentes puntos de Cataluña contra los candidatos del partido conservador, a los que trataron de silenciar por medio de la violencia sin que, de nuevo, los Mossos d’Esquadra cumplieran con su obligación. Tiene razón el partido de Abascal al denunciar la complicidad de la Generalidad con estas constantes agresiones que sufren sus militantes, simpatizantes y candidatos, una situación inaudita en países desarrollados como el nuestro que, desde luego, sería respondida por la fuerza pública de muy distinta manera si las víctimas de los ataques fueran de otro signo político.

Todos partidos demócratas deberían condenar la violencia de los separatistas y denunciar la impunidad con que actúan gracias a la complacencia de las autoridades de la Generalidad. No en vano son los propios dirigentes de las fuerzas independentistas, muchos de ellos con responsabilidades institucionales, los que instigan estos actos violentos contra los que defienden la libertad de todos los ciudadanos y la vigencia de la Constitución también en Cataluña.

Es realmente vergonzosa la naturalidad con que son asumidos los ataques y amenazas del separatismo contra una fuerza política perfectamente democrática y constitucionalmente ejemplar como lo es VOX, por más que la propaganda infecta del socialcomunismo y sus aliados separatistas, con ayuda de los grandes medios de comunicación, trate de intoxicar al electorado presentando a las víctimas de sus violencias como responsables de las mismas.

 

(Edit.ld/31/1/2021.)

ANTIFASCISMO SIN FASCISMO

 (Se trata de engaño. A ver si muerde el anzuelo.

¡Socorro, nos rodean los fascistas!


Mientras tanto, los comunistas- a la altura de los nazis- están en el gobierno.)


 

 

ANTIFASCIMO SIN FASCISMO. (El enemigo que no existe).

 

El uso vago, abusivo e indiscriminado del lenguaje es habitual en el discurso político, y actualmente está más omnipresente que nunca. En las últimas décadas, uno de los términos más populares de abuso político ha sido “fascista”. La práctica del mal uso de esta palabra alcanzó rápidamente cotas de histeria durante la candidatura presidencial de Donald Trump, en 2016. Su uso se ha vuelto tan indiscriminado que algunos se quejan de que la palabra ha perdido cualquier significado preciso, salvo el de desaprobación.

“Fascista” es especialmente útil como peyorativo polivalente porque el término carece de un significado inherentemente claro, por muy amplio que sea, al igual que otras palabras comunes como “progresista”, “conservador” o “socialista”. El término derivó inicialmente del símbolo de las fasces de la antigua República romana, que significaba “unión” o “haz” y que, a principios del siglo XX, era un apelativo común para varios grupos radicales italianos diferentes, al principio más a la izquierda que a la derecha. El ultranacionalista Fasci italiani di combattimento, fundado en 1919, se transformó en un movimiento de masas y dos años después se rebautizó como Partito Nazionale Fascista. Sus miembros eran los fascistas originales. El adjetivo fue aplicado entonces, de forma generalizada, por amigos y enemigos a la dictadura, que duró dieciocho años, de Benito Mussolini (1925-1943).

Hoy, en cuanto al uso de la violencia y la búsqueda de una revolución antropológica antitradicional, el término ‘fascista’ podría aplicarse más fácilmente a la izquierda

El término fue adoptado por primera vez como peyorativo político general por la Internacional Comunista en 1921 y, posteriormente, los propagandistas comunistas lo aplicaron en numerosas variantes a todo tipo de grupos -“liberal-fascista”, “conservador-fascista”, etc.-, así como a los fascistas italianos. Cuando el nacionalismo autoritario empezó a florecer en muchos países europeos durante la Gran Depresión, los comentaristas y analistas serios empezaron a extender el término también a los nacionalistas radicales de derecha y autoritarios de diversos tipos, algunos más, otros menos, similares a los fascistas italianos.

El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán nunca se llamó a sí mismo, ni al régimen de doce años de Hitler, “fascista”, pues prefería no ser confundido con los italianos. Sin embargo, a partir de 1933, cuando la gente decía “fascista”, cada vez más quería decir “nazi”, y esta implicación se hizo común durante la Segunda Guerra Mundial. Y ha persistido.

 

(Stanley Payne/La Gaceta/27/1/2021.)

jueves, 28 de enero de 2021

COVID ¿ha estado siempre la solución ante nuestras narices?

COVID: ¿ha estado siempre la solución ante nuestras narices?

Seguramente hayan oído esta semana que un fármaco reduce la carga viral un 99% en dos tipos de ratones con COVID19, según un estudio publicado en la revista ‘Science’: se trata de Aplidin, de la española PharmaMar. Este medicamento impide que el virus se replique, frenando de este modo el desarrollo de la enfermedad. Además, serviría también para variantes o cepas del virus, puesto que su diana no está en el virus, sino en una proteína humana que el virus necesita para multiplicarse.

Un tratamiento eficaz solucionaría el problema del colapso de los hospitales, que en realidad es prácticamente el único en esta ‘pandemia’, puesto que este virus SARS-COV-2 tampoco es la peste negra: menos del 4% de los infectados por coronavirus requieren hospitalización, según datos de la Comunidad de Madrid. Con un tratamiento eficaz estas cifras se podrían reducir a niveles asumibles por el sistema sanitario, y el virus sería uno más de tantos que circulan por ahí sin importarnos demasiado.

Quienes me leen asiduamente, además de tener ganado el Cielo, ya habrán oído hablar de PharmaMar y Aplidin: en este artículo de 2019, antes del ‘virus chino’, por tanto, elogié a la empresa, para la que trabajé un lustro, y a su presidente, precisamente por la aprobación de Aplidin en Australia para la indicación de mieloma múltiple, un tipo de cáncer. Ya durante el confinamiento, en abril de 2020, en este artículo y en éste, me referí a Aplidin como posible tratamiento para el COVID19, impaciente porque llevaba semanas esperando autorización de las autoridades españolas para comenzar ensayos clínicos. Para cuando se autorizaron, la enfermedad había remitido en España y se complicó el reclutamiento de pacientes, retrasando todo.

Se cumple ya un año desde el comienzo de la epidemia, y seguimos esperando. La complicada normativa del sector busca garantizar que todo medicamento sea seguro y eficaz: no se puede vender un medicamento no autorizado, y para que te lo autoricen debes demostrar su eficacia para cada indicación, que ésta es superior a los tratamientos existentes, en su caso, y que los posibles efectos secundarios son asumibles.

Pero este garantista sistema también tiene sus propios efectos secundarios, y muy graves: son necesarios, de media, 10 años de ensayos (primero en animales y luego en humanos) y cien millones de euros de inversión para llevar una molécula al mercado. Y la gran mayoría se caen por el camino. Y esto se traduce en medicamentos más caros, porque las compañías deben recuperar la inversión, y más escasos, porque a menudo se pierden en esta carrera de obstáculos moléculas que habrían podido ser valiosas para la humanidad.

El mismo Aplidin, por ejemplo, si no se ha perdido ha sido por el empeño personal del presidente de PharmaMar. Porque está actualmente aprobado en Australia para mieloma múltiple, pero se rechazó en la UE. A veces unas autoridades son más estrictas. Otras podemos sospechar si existen intereses inconfesables, como que la sanidad pública no quiera pagar el tratamiento, o que existan compañías más poderosas con productos competidores. Imaginen el dineral que va en que la población mundial elija una vacuna o un tratamiento concreto. No digo que sea el caso, aunque tampoco puedo descartarlo. Uno de los problemas del intervencionismo es quién vigila al vigilante, porque su poder puede -y suele- corromperse.

Este sistema extremadamente intervencionista se supone que nos protege, pero también obstaculiza la aparición de nuevos medicamentos. Y mientras buscamos el rigor científico por la vía administrativa, millones de personas mueren y billones de euros, que al final serán más vidas, se pierden. Nunca sabremos cómo habría capeado la epidemia una sociedad más libre, aunque tenemos el buen ejemplo de países como Nueva Zelanda, Taiwan, Singapur o Corea del Sur, que optaron desde el principio por el control riguroso de fronteras y la erradicación total del virus con ayuda de la tecnología. Otros optaron por la permisividad, como Suecia. Los más, por una estrategia intermedia, ni chicha ni limoná, que simplemente confina cuando la sanidad amenaza colapso, aunque no esté claro si a largo plazo será peor el remedio o la enfermedad, porque el confinamiento también genera y generará durante años sus víctimas. Lo que pasa es que esas víctimas indirectas son muy difíciles de contar y por tanto tienen menor coste político. En ese pelotón de los indecisos, España está sin duda entre los peores: siempre tarde, siempre mal.

Sr. Sánchez, Sra. Darias, flamante nueva Ministra de Sanidad: no esperamos a estas alturas que hagan como Estados Unidos con su operación ‘Warp Speed’, que ha propulsado las vacunas con un chorro de dinero y espabilado a los reguladores, pero al menos intenten agilizar un poco estos nuevos tratamientos. Podrían acabar con esta pesadilla y salvar el mundo: ya veo sus estatuas.

Sobre todo, a mí, si me infecto, dejen que me pongan Aplidin. En un ensayo, como uso compasivo, o con las nuevas normas que dicten, que no será más difícil que confinarnos o cerrar negocios indiscriminadamente, pero a mí, dadas las circunstancias, la evidencia existente me basta. Lo que no puede ser es tardar más de un año en probar si un prometedor medicamento ya existente funciona. La seguridad está demostrada en más de 1.300 pacientes (lo estaba ya hace un año). ¿De qué nos protegen, de que no sea eficaz y tiremos el dinero? Pues asumo el riesgo, hombre ya. Que la ‘protección’ que nos dispensan se parece cada día más a la del Padrino.

 

(MallorcaDiario/28/1/2021.)



 

LA CRUZ EN LA ESCOMBRERA

 

 

 LA CRUZ EN LA ESCOMBRERA.

No hay quien sea justo, ni siquiera uno (Romanos 3, 11)

Duerme tranquila Carmen Flores. No sé si hay algo que le quite el sueño a la alcaldesa de Aguilar de la Frontera. Ignoro si en su corazón de comunista anida algo más que el odio y el sentimiento de revancha. Si su insensibilidad es la misma que la de la siniestra gente del Daesh.

¿Dónde está la cruz? Esa que, sin más justificación real que su voluntad, mandó arrancar desde su base para lanzarla después, para mayor escarnio, a un vertedero. La del Convento de las Descalzas, esa que quisieron cobijar las monjas, siquiera sus trozos, y a lo que ella se negó.

¿Memoria histórica? Desprovista de toda simbología, convertida en emblema de reconciliación, no era más que una cruz, dos palos atravesados, la imagen de una fe mayoritaria en España.

Y aunque no lo fuera, ¿hay algo que justifique la destrucción de un símbolo de la religión que sea? ¿Se atrevería a hacerlo con otra? ¿No se le llama a eso delito de odio? Déjenme que les responda: sí.

Estremece ver el vídeo del momento en el que los operarios del Ayuntamiento proceden a seccionar la cruz como si de un árbol se tratase. Todo normal, todo banal, sin más que una tímida protesta. Sin un trabajador dispuesto a negarse a hacer algo tan injusto. Sin el pueblo rodeando la cruz para impedir que la sajen a golpes. Sin un solo creyente (siquiera de bodas, bautizos, comuniones y funerales) dispuesto a dar la cara para impedir esa ignominia.

¿Ni un solo justo en Aguilar de la Frontera?

He conocido a gentes (sirios, iraquíes) que huyeron de su patria y de una muerte segura, sólo por ser cristianos. Mujeres que fueron violadas por eso mismo y que languidecían en un centro de refugiados de Beirut. Otros que en Alepo aguantaron estoicos las bombas, el hambre y la destrucción, negándose a abandonar la tierra en la que moran desde hace 2.000 años.

Los mismos que se empeñan en no marcharse ahora de una ciudad fantasma amenazada por las bandas armadas y por un bloqueo internacional injusto.

He oído el testimonio de los que son perseguidos en Nigeria por su fe. Los que han visto cómo raptaban a sus niñas y las convertían en esclavas sexuales. O los que habían oído en directo, desde su teléfono móvil, cómo mataban a sus hijos en el internado de Buni Yadi.

También el de los que introducen Biblias en Arabia Saudí como si fuera peligroso contrabando, jugándose la vida. O el del hermano del político pakistaní Shahbaz Bhatti, asesinado por oponerse a la Ley de la Blasfemia y a la ejecución de la joven cristiana Asia Bibi. O el de cómo la muerte amenaza, cada día, a los coptos de Egipto.

En Corea del Norte, en China, en Filipinas, en Irak, en Nigeria, en Egipto, en Siria, en la República Centroafricana, en Pakistán, en la India, en Myanmar. En todos esos países, ser cristiano es una condición que se paga con la pobreza, la prisión o la muerte.

Sin embargo, sus comunidades resisten.

En ellas hay más de un justo. Sólo por su elección, por su valor, todos lo son. En esos países, después de un atentado, de una bomba que cae sobre una iglesia, del paso de las milicias de Al-Nusra, del Daesh, de Al-Shabab o Boko Haram, es posible ver una cruz destrozada.

O la imagen decapitada de un Cristo o de una Virgen.

O quizás un cáliz abollado bajo los escombros.

Una no espera ver esa misma imagen en España en 2021. Ni imagina ver una cruz tirada en un vertedero por orden de una alcaldesa. Y menos toparse con tal indiferencia.

Lamento decirlo, pero no veo un solo justo, no, en Aguilar de la Frontera.

 

(Gary Durán/ElEspañol/28/1/2021.)

Gari Durán - EL ESPAÑOL