sábado, 8 de junio de 2019

HACERSE LA VÍCTIMA



 HACERSE LA VÍCTIMA.

UNA DE LAS RECOMENDACIONES de la investigación oficial sobre el asesinato de Stephen Lawrence fue que la definición de un incidente racista debía ser: «...cualquier incidente que la víctima o cualquier otra persona perciban como racista». Por tanto, no se requiere que esa percepción tenga una base objetiva y públicamente observable. Eso nos dice T. Dalrymple en su libro Sentimentalismo tóxico. O sea, estamos en el mundo de la posverdad. El Diccionario Oxford califica la posverdad como palabra del año 2016, y como una nueva incorporación a enciclopedias y diccionarios. 

Viene a decir que, en la formación de la opinión pública, influyen más las emociones, sentimientos y creencias personales que los hechos objetivos. La verdad está pasada de moda. Nada menos. ¿Recuerdan aquello tan socorrido: dime tu verdad? Pues eso.


De modo que está usted vendido. Imagine que está sentado en el autobús y una persona de raza negra le mira a la cara y le recrimina: «¡Me está mirando con actitud racista!» ¿Cómo se defiende usted de tal acusación? Si basta la percepción, no hay posibilidad de defenderse. Esto se puede ampliar a cualquier cosa. No es necesario limitarse al ejemplo racista.


Si todo esto se tomase en serio, y alcanzase a la Administración de Justicia, las sentencias judiciales cambiarían de manera radical. Ya no sería lo más importante la verdad de los hechos. Lo más importante sería la percepción de los hechos. O sea, la acusación se convertiría, ipso facto, en culpabilidad. Me aterra pensar que los políticos terminen legislando que la percepción es lo que cuenta, que eso de la verdad es historia pasada. 

¿Podríamos llegar a esto? Con el personal político que tenemos, me temo cualquier cosa.

De momento, esta monstruosidad se limita -y no es poco- a los medios de difusión y a las relaciones sociales. No a las institucionales. No, al menos, de manera dominante. Pero el peligro está ahí. Si estamos en el terreno de la posverdad, todo es posible. Y los que mejor manejen los sentimientos de los demás, tendrán las de ganar. ¡A llorar tocan! Pero en público. Llorar en casa, sin que nadie te vea, no puede sacar réditos.


Esta peligrosa situación está relacionada con el enorme prestigio alcanzado por el estatus de víctima. Hay que ser víctima de algo para obtener el apoyo del público, los medios de difusión y, tal vez, subvenciones oficiales. El autor del libro mencionado, médico de profesión, añade otra consecuencia diferente al racismo. «En un hospital que conocí antes de retirarme, el personal que alegaba haber sufrido acoso recibía el apoyo gracias a la definición oficial del acoso del departamento de recursos humanos: una persona está padeciendo acoso si cree que está siendo acosada».


Basta con estos ejemplos para el que quiera pueda enterarse de la enorme gravedad de seguir por este camino. O sea, el viejo dicho: «Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira». No hay defensa posible. Imagine que usted está siendo acusado de acoso. Afortunadamente, las cámaras del hospital muestran que usted no ha hecho nada. No ha tocado a la persona supuestamente acosada. Y cuando se ha cruzado con él, o ella, se ha limitado a saludar. Pero está condenado, a pesar de que las cámaras le absuelven. Resulta que la otra persona percibe que está siendo acosada.


Demos un paso más y vayamos al victimismo en su forma política. Espero que se haya enterado de las enormes ventajas obtenidas por el catalanismo gracias a su victimismo. ¿Cómo podremos compensar a los catalanistas por la insultante opresión española? Y si, encima, «les robamos» -Espanya ens roba- la cosa es mucho peor. Ya no bastará con arrodillarnos y pedir perdón.

 ¿Y lo de Jordi Pujol? No cambie de conversación. Estamos hablando de la opresión de la puta España, como dijo el tragicómico Rufianes en TV3, con gran satisfacción del público oprimido y del director periférico.


Esta basura tiene que ver con un hecho penosamente repetido en la vida diaria, incluidos medios de difusión. O sea, cuando alguien carece de argumentos sabe que utilizar palabras mágicas, da buenos resultados. Por ejemplo: fascista, racista, machista, españolista, de derechas, etcétera.


¿Qué significa esto? Que la persona que lanza el exabrupto -mejor si lloriquea un poco- sabe que no necesita aportar hechos contrastados y razones justificatorias que apoyen sus afirmaciones. Basta con hacerse la víctima y soltar la palabra mágica. Y tocar los corazones sensibles del auditorio. En resumen, estamos en la época de la posverdad y de los sentimientos. Lo que importa es lo que yo siento. Siempre que consiga convencer al auditorio de que soy una víctima.


Es cierto que, en ocasiones, esta irracionalidad sentimentaloide se topa con serias dificultades. Imaginemos que una persona, que se siente humillada y oprimida por tener el pasaporte español, le dice al policía del aeropuerto de Tokio que no le muestra el pasaporte español porque no se siente español. Que le enseñará el pasaporte catalán cuatribarrado que han editado los de Junts Pel Sí, en colaboración con Puigdemont, la Colau y el Abad de Monserrat. Es más que probable que el policía japonés sea insensible a estas proclamas emocionales y exija- con un autoritarismo que recuerda a la policía española- el correspondiente pasaporte español. ¡Qué falta de respeto por los sentimientos! 


Decía Wilhelm Reich, en su libro Psicología de masas del fascismo que el movimiento nazi tenía un fuerte componente emocional, «que no se sostiene con argumentos racionales».


 Miguel Porta Perales, en su libro Totalismo, dice que se ha pasado del «desencanto del mundo», siguiendo a Max Weber, a «un mundo encantado», que, por lo menos en Occidente, se ha dejado seducir por soluciones emocionales y populistas que prometen felicidad a raudales. El siguiente paso de las víctimas de la España intolerante y centralista es la desconexión -hecha ilegalmente, qué más da- para que los catalanistas y asimilados puedan ser auténticamente libres y felices. Con perdices incluidas. 


Sebastián Urbina es doctor en Filosofía del Derecho.

(ElMundo/Noviembre/2017.)

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