sábado, 11 de febrero de 2023

ANTE EL TERREMOTO DE TURQUÍA

 

Ante el terremoto de Turquía

Por Gabriel Le Senne

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Ante la terrible catástrofe que ha asolado parte de Turquía y Siria y los millares de víctimas que ha provocado, reaparece la clásica pregunta: si Dios existe, ¿cómo permite esto? ¿Cómo permanece ‘en silencio’ ante el mal? O bien no es todopoderoso, porque no puede corregirlo, o no es bondadoso, porque no quiere.

Digo que la pregunta es clásica, porque se ha enunciado una y otra vez, generación tras generación. Y se ha respondido una y otra vez. San Agustín, por ejemplo, enseñó -ya en los siglos IV y V- que si Dios permite el mal es porque va a obtener, a través de ese mal, bienes mayores. Como suele ocurrir, el problema de esta pregunta es que se basa en pensamientos ‘demasiado humanos’: partiendo de premisas ‘humanas’.

En primer lugar habría que considerar que, desde el punto de vista cristiano, la muerte no es el final. “Para mí vivir es Cristo, y morir es ganancia”, escribió San Pablo. Quien espera poder contemplar a Dios más allá de la muerte, no la teme, sino que hasta puede desearla. “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”, escribió Santa Teresa de Ávila, y también que esta vida es “una mala noche en una mala posada”, en comparación con la que nos espera después.

Aún así, un cristiano no se deja llevar por tales deseos de alcanzar cuanto antes la vida eterna, porque ante todo desea cumplir la voluntad divina, que nos ha puesto aquí por algo. “Mi alimento consiste en hacer la voluntad de Dios, quien me envió, y en llevar a cabo su obra”, que dice Jesús en el Evangelio según San Juan.

No puede olvidarse que el signo de los cristianos es la Cruz de Cristo. ¿Por qué? ¿Por qué eligieron precisamente la Cruz? Pues porque es esencial. Ante la pregunta acerca del Mal, Dios responde haciéndose hombre y dejándose torturar y asesinar precisamente por enseñar y hacer el Bien.

En la Cruz, el Mal parece vencer… por un momento. Dios le deja ensañarse, para a continuación, como un judoka, emplear su propia fuerza contra sí mismo. La Cruz constituye el mayor pecado de toda la historia: matar al mismo Dios. Pero al mismo tiempo, es el mayor y más hermoso sacrificio que se puede ofrecer a Dios: Jesús acepta voluntariamente la muerte, “y muerte de cruz”, llevado por un amor infinito a Dios y a los hombres.

Y no le resulta nada fácil, como muestra la oración de Getsemaní: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.” Cristo, verdadero Dios, pero también verdadero hombre, se pregunta si no existe otra forma de hacerlo. Porque el sufrimiento que sabe que le espera no es sólo físico, sino también moral -el rechazo de aquellos a quienes tanto ama, e incluso la ingratitud de aquellos a quienes curó- y espiritual: cargar sobre sí todos los pecados de toda la historia, pasada y futura.

Pero de la Cruz nace la Iglesia: un Bien que se expande por toda la Humanidad, en permanente lucha contra el Mal, para que al sacrificio de Cristo se unan todos los de los santos y mártires que vendrán, compensando así, de alguna manera, todo el Mal sufrido con un Bien aún mayor.

Esta manera de actuar de Dios es completamente contraria a nuestra habitual forma de pensar, y por ello es normal que nos cueste aprehenderla. Tolkien hablaba, reflexionando sobre cómo es el universo creado, de “cambios de diseño”, que Dios introduce en la Creación como respuesta al Mal. El Mal es consecuencia del abuso de su libertad por parte de las criaturas. Pero Dios, en lugar de eliminar a las criaturas en una suerte de “muerto el perro, se acabó la rabia”, con la infinita paciencia que Le caracteriza, deja que el Bien y el Mal se desarrollen juntos, mezclados como el trigo y la cizaña de la parábola: no es posible arrancar uno sin destruir el otro. Pero a través de esos “cambios de diseño” conduce a las criaturas al Bien; se lo ofrece. Siempre sin imponerse; respetando su libertad (pues si ésta faltara, tampoco habría bien ni mal).

Jesucristo es, evidentemente, uno de tales ‘cambios de diseño’: es la reacción de Dios ante el Mal. Y nos muestra cómo afrontar la muerte y el sufrimiento, que Dios no ha creado directamente, pero sí permite, mas dándoles la vuelta para emplearlas como acicate, como estímulo hacia el Bien. El dolor es “el grito de Dios”, escribe C.S. Lewis: el último recurso para que recapacitemos y nos convirtamos. ¿Nos parece exagerado? ¿Podría hacerse de otro modo? Es muy humano preguntárselo. Jesús lo hizo. Pero también nos dio la respuesta: no.

 

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