martes, 5 de mayo de 2009

EL HONOR.











EL DELICADO HONOR DE FELIPE GONZÁLEZ.

Algo no puede hacer Dios, según los Padres de la Iglesia: que lo que fue no haya sido. Un político, sí. Su arrogancia es la de aquel que sabe no tener que rendir cuentas por nada de lo hecho. La casta de los señores nace cada mañana. Pura, exenta de lastre antiguo.

Rosa Aguilar lo sabe. Y, al restaurar la clara virginidad de Felipe González, sabe que cumple su rito de paso. González no fue nunca el Señor X. Por supuesto. Ni el Señor de los GAL. Ni el de Roldán y Filesa. Nunca hubo asesinatos de Estado entre 1982 y 1996. Nadie saqueó las arcas públicas en doble beneficio del Partido y sus funcionarios. Nadie corrompió la estructura de la Administración, mediante sinecuras a la medida de amigos y familiares. Nadie recibió a dedo contratos públicos: ni cuñados, ni sacripantes del partido. Nadie violó libertades, nadie pinchó teléfonos, nadie trató de liquidar a quienes atisbaran la sombría red de galerías que reduplicaba la máquina del Estado. Ni desaparecidos, ni torturados, ni asesinados. Ni robo, ni negocios, ni cuñados, ni hermanos, ni contabilidad extraña. Nada. Nada existió. Rosa Aguilar es una profesional y sabe que eso define su brillante destino: borrar cada mañana las huellas de ayer. Tan feas.

Tuvo excelente escuela en el partido que fue algún día el suyo. Un dirigente puede hacer carrera a la sombra de impávidos homicidas. Sale gratis. Así, la generación de aparatchikis que medró en el PCE bajo el manto de Santiago Carrillo. Supongamos que hubiera alguno entre ellos que no conociera la historia. Es difícil, pero supongamos que, en el momento de entrar en el oficio que haría de ellos huéspedes del erario público para el resto de sus vidas, hubiera alguno de ellos que ignorara la matanza de civiles puesta en marcha por el joven Carrillo en 1936. Supongámoslo. Puede que alguno exista. Supongamos que ni una palabra hubiera conocido del papel que Claudín y Carrillo, entonces todavía hermanados, jugaron en la depuración staliniana del propio PCE, que se inicia en Moscú con los «procesos del Hotel Lux» y Siberia en el horizonte. Supongamos que había uno, uno solo, que no sabía quién se encargó de entregar a los maquis de su partido, cuando la URSS juzgó que aquellas gentes estorbaban. Supongamos. Don Santiago, por supuesto, sigue vivo: las malas gentes tienen la piel admirablemente dura. Quienes de él recibieron su oficio de políticos, perseveran en la estupenda sopa boba: unos pocos en el PCE o en IU; lo más granado, en el PSOE, que es, a fin de cuentas, la gran máquina eficaz de hacer dinero. Y cada día borran lo que el anterior hicieron: no hay temple de ánimo lo bastante duro para soportar un cúmulo de datos tal en la memoria.

Así que Rosa Aguilar pide perdón a Felipe González. Y todo listo. Porque él, no como los viejos quisquillosos dioses, él sí puede hacer que lo que fue no fuera; inventar su pasado cada día: el suyo y el de todo aquel que sepa someterse. González profetizó el futuro, allá por el final de los ochenta: en los asesinatos de los GAL no había pruebas; ni las habría nunca. Cuando las hubo, un par de delincuentes menores -quiero decir menores respecto del Supremo- pagaron por el intocable. Y éste renació. Impoluto. Y los grandes negocios, para los cuales estaba hecho su destino, tejieron enredadera en torno a su oronda figura. Y, cuando al fin llegó el día, fue honrado como prócer patrio; con altos cargo y sueldo diplomáticos. ¿Y qué puede existir de censurable en que la señora Aguilar se garantice un futuro confortable, con sólo pasar la goma de borrar sobre lo dicho? ¿Hace otra cosa aquel que vive de un sueldo del partido? (Gabriel Albiac/ABC)

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