jueves, 5 de septiembre de 2019

EL BURKA FORMA PARTE DE MI PERSONA






EL BURKA FORMA PARTE DE MI PERSONA.
 
Aicha tiene 31 años. Nació en Barcelona, de padre argelino y madre afgana que llegaron en los años setenta a la capital catalana huyendo de la represión militar de sus países, en busca de trabajo y una vida mejor. Ahora vive en el barrio barcelonés del Raval, un mosaico de chinos, árabes, indios, pakistaníes y senegaleses, entre otras nacionalidades. Un enjambre de monoteístas, judíos, católicos y musulmanes en una ciudad multicultural.

Pero Aicha tiene una particularidad: lleva el burka, una prenda negra que le oculta todo el cuerpo de pies a cabeza y sólo una rejilla deja entrever sus ojos azules.

«Forma parte de mi persona», dice la interfecta cuando le preguntan por este raro atuendo. El burka. Así expreso, dice, la sumisión a mis tradiciones religiosas. Respeto para ella. Dejarla pasar. ¿Quién soy yo, blanco occidental, para interferir?

Concretemos. 

Apoyo la libertad y la dignidad de la mujer. Por supuesto, este apoyo va para todo ser humano, pero aquí -en este caso concreto- están las mujeres en el centro de la discusión. En resumen, no es una cuestión de gustos, o de identidades, o de tolerancia. Se trata de aceptar, públicamente, símbolos vejatorios para la libertad y la dignidad de la mujer. Si lo permitimos, somos cómplices de esta basura y cobardía políticamente correctas.


Debería estar claro pero, por si acaso, lo diré. No basta que una persona diga que se pone el burka libremente. Si no está en circunstancias de libertad, sus palabras carecen de sentido. Si una mujer está expuesta al rechazo, coacciones e, incluso, violencia física de su entorno, si no cumple ciertas exigencias tradicionales, no tiene sentido hablar de libertad. Y esto sucede, habitualmente, en los guetos. En Barcelona y en muchas otras ciudades europeas. 


Nunca hay libertad absoluta. Pero no exigimos tanto. No existe ni la libertad absoluta, ni la igualdad absoluta. Afortunadamente. Pero el comportamiento público afecta a los demás, a la seguridad pública y a la legalidad vigente.
Dado que en las sociedades democráticas hay pluralismo, se tienen que establecer mínimos obligatorios. No máximos. 

Esto puede suceder en Cuba o Corea del Norte, pero no en un sistema democrático. Precisamente porque hay que respetar -hasta cierto punto- las diversas interpretaciones y visiones del mundo y de las cosas de las diferentes personas que configuran la sociedad.


Cuando digo hasta cierto punto, quiero decir que no todo está permitido. Incluso en una banda de ladrones hay reglas. No podemos vivir sin reglas. Y las que están, están para ser obedecidas. Normalmente, hay reglas que prohíben matar, robar, violar, defraudar, etcétera. Las nuestras forman parte de un sistema jurídico democrático que no puede ser incoherente con las reglas de la Constitución -democrática- de 1978. 


Una cuestión central es la dignidad humana. Hay diversas maneras de entenderla, pero destacaré una por su especial importancia. ¿Por qué especial importancia? Porque los Derechos Humanos representan una especie de metacriterio ético. ¿Y eso, qué quiere decir? Que en el mundo hay diversos códigos éticos, que pueden tener diferencias entre sí. Por ejemplo, en algunos países está permitido sajar el clítoris a las niñas, cortar la mano a los ladrones o ahorcar a los homosexuales. En los países democráticos está prohibido.

 Pues bien, los Derechos Humanos se sitúan por encima de los diversos códigos éticos -que dicen lo que se debe y lo que no se debe hacer- porque es un metacriterio ético. Esto significa que cada código ético, antes de ser moralmente aceptable, deberá pasar el examen de los Derechos Humanos.


¿Y quién le ha dado este poder de constituirse en un metacriterio ético, que puede decidir quién pasa el examen ético y quién no? Nadie en concreto. Es verdad que la Declaración de los Derechos Humanos y Universales fue proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en París, el 10 de diciembre de 1948 en su Resolución 217 A (III), como un ideal común para todos los pueblos y naciones. Pero esto, siendo muy importante, no basta. ¿Por qué no basta?


Una vez que la sociedad europea deja de tener una visión religiosa de la existencia y, especialmente, a partir del siglo XVII, se encamina a la formación de sociedades seculares, ya no se puede afirmar que Dios lo ha ordenado, porque mucha gente no cree en Dios, o no es religiosa. De modo que, el permiso o la prohibición han de provenir de autoridades terrenales, no divinas. 


¿Y quién tiene poder para imponer que se obedezcan los Derechos Humanos? En nuestro contexto, los gobiernos elegidos democráticamente.

Y ahí viene el problema. Ya sabemos que se puede obligar a un ciudadano a obedecer las leyes vigentes. Pero, ¿podemos obligar a un inmigrante de un país con otras tradiciones a obedecer las mismas cosas? Por supuesto que sí. Tiene que comportarse como cualquier ciudadano y obedecer las normas democráticas vigentes.


En el Preámbulo de la Declaración de los DH. Se dice: «Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana». 


Resumiendo, llevar el burka -peligros aparte para la seguridad pública- u otros símbolos que representen vejación para la dignidad de la mujer no podemos permitirlo. Porque respetar la dignidad de las personas forma parte del fundamento moral sobre el que se construyen nuestras sociedades democráticas. Del mismo modo que no podemos permitir que se corte la mano a los ladrones, sajar el clítoris a las niñas o ahorcar a los homosexuales.


¿Y si ella o él quieren o lo aceptan? En estos casos no basta que quieran o que lo acepten. Supongamos que alguien aceptara -por escrito, y previo examen psiquiátrico- ser esclavo de otra persona. No basta. Hay cosas que afectan directamente a la dignidad de las personas e indirectamente a la propia sociedad. Y esta dignidad no puede ser negociada, ni violada. O sea, no todo es relativo.

(Sebastián Urbina/ElMundo/Baleares/4/Septiembre/2019.)

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