jueves, 29 de julio de 2010

CARADURA CATALANISTA.















En nombre del amor a los animales, camuflaje bajo el que se ha aglutinado nacionalistas e independentistas antiespañoles, se prohibieron ayer las corridas de toros en Cataluña. En memoria de las tradiciones ancestrales se salvaron de esta nueva inquisición los miles de festejos que se celebran cada año en cientos de pueblos catalanes con el toro como argumento central. Los habitantes de Miami Platja, muy cerca del pueblo donde reside Josep Carod Rovira, seguirán teniendo vaquillas por San Jaime.
Los vecinos de Santpedor, localidad de la que es hijo predilecto Josep Guardiola y cuya alcaldesa, Laura Vilagra de ERC, fue en 2004 promotora de la «declaración antitaurina de Barcelona», continuarán abarrotando con más 2.000 participantes la Plaça dels Sindicats para enfrentarse a las «vaquetes» que defienden un jamón.

«Bous al carrer» (encierros), «bous embolats» (con sendas antorchas enganchadas a su cormaneta que pasean durante horas acosados por las peñas), «bous capllaçats» (atados con una soga y paseados de arriba abajo por el pueblo), concursos de recortes, vaquillas por la calle... En definitiva, el toro como epicentro de las fiestas de buena parte de los municipios catalanes. Desde la urbana Badalona, a la pequeña Mas de Barberans (600 habitantes), que anunció sus fiestas de abril con un cartel totalmente taurino: tarde de vaquilla para el miércoles, toro embolado, la noche del jueves, concurso de recortes, el viernes y de fin de fiesta la actuación del matador Alejandro Rodríguez. El año que viene todo se repetirá, menos lo que más se parece al arte, el cara a cara del torero con la bestia. La Fiesta Nacional hace sufrir al animal según los políticos catalanes; las fiestas populares, con fuego, petardos, lazos y cientos de personas, no. Esa es la incongruencia y la trampa. Lo que el Parlament prohíbe es lo que le huele a España, no lo que daña a los toros. (ABC)
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EL SANTO OFICIO.

29/07/2010 (13:06h) (ElConfidencial)

El filósofo vasco Fernando Savater publicará el próximo mes de septiembre su próximo ensayo, “Tauroética”, que aborda la cuestión taurina y el trato de los animales en un momento de candente actualidad. El intelectual, que se posiciona entre los defensores de la Fiesta, rompe una lanza a favor de las corridas de toros con un artículo que publicó este jueves en el diario El País y que cuestiona la potestad misma de un Parlamento como el de Cataluña para prohibir “una costumbre arraigada, una industria, una forma de vida popular”. Algo que, en su opinión, necesita una “argumentación muy concluyente”, mientras que “la que hemos oído hasta la fecha dista mucho de serlo”.

Savater encabeza su artículo con un titular explícito: “Vuelve el Santo Oficio” y concluye señalando que no está de acuerdo con que se trate “de una toma de postura antiespañola”. “No señor, todo lo contrario”, añade. “El Parlamento de Cataluña prohíbe los toros pero de paso reinventa el Santo Oficio, con lo cual se mantiene dentro de la tradición de la España más castiza y ortodoxa”.

El escritor se pregunta si son inmorales las corridas y argumenta, en este sentido, que “la moral trata de nuestra relación con nuestros semejantes y no con el resto de la naturaleza”. Y sobre la cuestión de si las corridas son una forma de maltrato animal, el filósofo responde con otros argumentos: "Dejemos de lado esa sandez de que el aficionado disfruta con la crueldad y el sufrimiento que ve en la plaza: si lo que quisiera era ver sufrir, le bastaría con pasearse por el matadero municipal. Puede que haya muchos que no encuentren simbolismo ni arte en las corridas, pero no tienen derecho a establecer que nadie sano de espíritu puede verlos allí”.

¿Es papel de un Parlamento establecer pautas de comportamiento moral para sus ciudadanos, por ejemplo diciéndoles cómo deben vestirse para ser “dignos” y “dignas” o a qué espectáculos no deber ir para ser compasivos como es debido?”, se pregunta. “¿Debe un Parlamento laico, no teocrático, establecer la norma ética general obligatoria o más bien debe institucionalizar un marco legal para que convivan diversas morales y cada cual pueda ir al cielo o al infierno por el camino que prefiera? A mí esta prohibición de los toros en Cataluña me recuerda tantas otras recomendaciones o prohibiciones semejantes del Estatut, cuya característica legal más notable es un intervencionismo realmente maniaco en aspectos triviales o privados de la vida de los ciudadanos. (Daniel Forcada).

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EL MOTÍN DE MONTILLA.

No descubro nada nuevo si digo que esta España de nuestras entretelas es un país mágico. No hace tanto tiempo, Carlos III acometió un sinfín de reformas con la encomiable intención de conducir a nuestro pueblo hasta la modernidad. Una de ellas fue la liberalización del comercio de granos, que produjo un incremento brutal del precio del pan. La actividad reformadora también obligó a aumentar la presión fiscal y el descontento se extendió a todas las clases. Pero el español era un pueblo sumiso, que soportaba con estoicismo este abanico de reformas como podía haber soportado cualquier otro.

Y en esto va el marqués de Esquilache y ordena recortar las capas y que los anchos chambergos se recojan hasta convertirse en sombreros de tres picos. La disposición tenía la finalidad de evitar que los embozados se permitieran toda clase de crímenes sin poder ser reconocidos precisamente por eso, por ir embozados en sus largas capas y ocultos bajo las alas de sus sombreros. Y, sin que se sepa muy bien por qué, el adocenado pueblo español dijo que hasta ahí podíamos llegar y que no había nacido extranjero que le tocara la capa y el chambergo. El motín iniciado en Madrid se extendió a otras ciudades y, aunque pudo ser finalmente controlado, Carlos III no tuvo más remedio que devolver a Italia a su insensato ministro siciliano.

Podría ser que con lo de los toros en Cataluña pasara algo parecido. Allí está prohibido desde hace años estudiar en español, a pesar de ser la lengua materna de la mayoría de los catalanes, y nada ha ocurrido. Tan sólo ha habido protestas aisladas de padres coraje que se han dejado la piel y la de sus hijos tratando de llegar hasta la última instancia por ver si así despertaba la conciencia popular. Nada consiguieron. Y ahora va el Parlamento catalán y prohíbe la fiesta de los toros y se arma la marimorena, dentro y fuera de Cataluña. Es la primera vez que he visto imágenes en televisión de ciudadanos de Barcelona indignados por habérseles prohibido algo enfrentarse a los nacionalistas que llevan lustros imponiendo en las calles su ideario bajo la protección de la policía autonómica.

Me dirán que este asunto de los toros no sólo ha tenido repercusión en España sino también fuera de ella. Es verdad, pero eso ha sido porque dentro se ha organizado el revuelo que otras represiones no han producido. Si, cuando se prohibió enseñar en español en los colegios catalanes, los perjudicados por esa medida hubieran salido a las calles como hoy lo han hecho los defensores de los toros, la atención internacional también se habría disparado. De hecho, la opinión pública europea sabe hoy que los toros están prohibidos en Cataluña, pero no tiene ni idea de que allí no se puede estudiar en español, cosa insólita que hubiera llamado tanto o más su atención si previamente nos la hubiera llamado a nosotros.

No tengo excesivas esperanzas de que la prohibición de las corridas produzca en Cataluña una reacción generalizada contra la represión que esa comunidad sufre como la prohibición de la capa y el chambergo llevó en su día a la revuelta frente al reformismo absolutista. Pero esa rebeldía que la prohibición de la Fiesta ha provocado en algunos catalanes quizá se extienda a los muchos damnificados por la represión nacionalista que Cataluña va acumulando. Al fin, una tenue luz en la oscuridad. (Emilio Campmany/LD)

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LA ÚLTIMA CORRIDA. Mario Vargas Llosa.

Aunque las corridas de toros han tenido siempre detractores -entre ellos mi admirado Azorín- hasta ahora nunca estuvieron en peligro de desaparecer. Eso ha cambiado en nuestra época debido a la creciente sensibilidad que la cultura occidental, signada por el ecologismo, ha desarrollado frente a temas como la preservación de la naturaleza y la necesidad de combatir la crueldad de que son víctimas los animales, el anverso y reverso de una misma medalla. La decisión del Ayuntamiento de Barcelona de declarar a la ciudad condal anti-taurina podría ser el principio del fin de la fiesta. Recordemos que desde hace algún tiempo dormita en el Parlamento Europeo un proyecto de prohibición de las corridas en la Unión Europea que, luego de la iniciativa catalana, podría ser activado y, si es puesto al voto, seguramente será aprobado.


¿Por qué, en el reciente debate suscitado por este asunto, quienes defendemos las corridas hemos estado tan reticentes y tan parcos y prácticamente dejado el campo libre a los valedores de la abolición? Por una razón muy simple: porque nadie que no sea un obtuso o un fanático puede negar que la fiesta de los toros, un espectáculo que alcanza a veces momentos de una indescriptible belleza e intensidad y que tiene tras él una robusta tradición que se refleja en todas las manifestaciones de la cultura hispánica, está impregnado de violencia y de crueldad. Eso crea en nosotros, los aficionados, un malestar y una conciencia desgarrada entre el placer y la ética, en su versión contemporánea.

Ahora bien, reconocido el hecho capital e insoslayable de que la fiesta de los toros somete al astado a unos minutos de tormento que preceden a su muerte y que para ciertas personas esto resulta inadmisible, todo debate sobre este tema está en la obligación, para ser coherente, de desplegarse dentro del contexto más general de si toda violencia ejercida sobre los animales debe ser evitada por inmoral, o si sólo la taurina es condenable y otras, más disimuladas, pero incluso mucho más multitudinarias y feroces, deben ser toleradas como un mal menor. De todo lo que he leído al respecto, sólo J. M. Coetzee me parece haber llegado hasta las últimas consecuencias, a través de su álter ego, Elizabeth Costello, para quien los camales donde se benefician vacas, corderos, cerdos, etcétera, son equivalentes a los hornos crematorios en que los nazis incineraron a los judíos. Por lo tanto, ningún ser viviente puede ser sacrificado sin que se cometa un crimen. Me pregunto cuántos de los partidarios de la supresión de las corridas están dispuestos a llevar sus convicciones hasta este extremo y aceptar un mundo en el que los seres humanos vivirían confinados en el vegetarianismo (o peor, en el frutarianismo) radical e intransigente de Elizabeth Costello.

Los enemigos de la tauromaquia se equivocan creyendo que la fiesta de los toros es un puro ejercicio de maldad en el que unas masas irracionales vuelcan un odio atávico contra la bestia. En verdad, detrás de la fiesta hay todo un culto amoroso y delicado en el que el toro es el rey. El ganado de lidia existe porque existen las corridas y no al revés. Si éstas desaparecen, inevitablemente desaparecerán con ellas todas las ganaderías de toros bravos y éstos, en vez de llevar en adelante la bonacible vida vegetativa deglutiendo yerbas en las dehesas y apartando a las moscas con el rabo que les desean los abolicionistas, pasarán a la simple inexistencia. Y me atrevo a suponer que si les dejara la elección entre ser un toro de lidia o no ser, es muy posible que los espléndidos cuadrúpedos, emblemas de la energía vital desde la civilización cretense, elegirían ser lo que son ahora en vez de ser nada.

Si los abolicionistas visitaran una finca de lidia, se quedarían impresionados de ver los infinitos cuidados, el desvelo y el desmedido esfuerzo -para no hablar del coste material- que significa criar a un toro bravo, desde que está en el vientre de su madre hasta que sale a la plaza, y de la libertad y privilegios que goza. Por eso, aunque a algunos les parezca paradójico, sólo en los países taurinos como España, México, Colombia y Portugal se ama a los toros con pasión. Por eso existen estas ganaderías que, con matices que tienen que ver con la tradición y las costumbres locales, constituyen toda una cultura que ha creado y cultiva, con inmensa dedicación y acendrado amor, una variedad de animales sin cuya existencia una muy signifitiva parte de la obra de García Lorca, Hemingway, Goya y Picasso -para citar sólo a cuatro de la larguísima estirpe de artistas de todos los géneros para los que la fiesta ha sido fuente de inspiración de creaciones maestras- quedaría bastante empobrecida.

¿Es más grave, en términos morales, la violencia que puede derivar de razones estéticas y artísticas que la que dimana del placer ventral? Me lo pregunto después de leer el impresionante artículo de Albert Boadella (Abc, 18-4-04), acusando de fariseos a quienes, horrorizados por las crueldades taurinas, piden que se cierren las plazas y no tienen empacho, sin embargo, en atragantarse de sabrosas butifarras catalanas. ¿Qué requiere la elaboración, en la actualidad, de esta exquisita delicatessen mediterránea? Que diez millones de cerdos vivan "toda su existencia en apenas dos metros cuadrados, mientras intentan equilibrar constantemente sus patas sobre unas rejas por las que fluyen los excrementos. Su único movimiento posible se reduce a inclinar ligeramente la cabeza para comer pienso, ya que el transporte al matadero se efectúa en idénticas condiciones". No sólo los cerdos son brutalmente torturados para satisfacer el caprichoso paladar de los humanos. Prácticamente no hay animal comestible que, a fin de aumentar el apetito y el goce del comensal, no sea sometido, sin que a nadie parezca importarle mucho, a una barroca diversidad de suplicios y atrocidades, desde el hígado artificialmente hinchado de las aves para producir el sedoso paté hasta las langostas y los camarones que son echados vivos al agua hirviendo porque, al parecer, el espasmo agónico final que experimentan achicharrándose condimenta su carne con un plus especial, y los cangrejos a los que se amputa una pata al nacer para que la otra se deforme y agigante, y ofrezca más alimento al refinado degustador.

¿Y qué decir de la caza y de la pesca, deportes tan extendidos como prestigiosos en los cinco continentes? Es verdad que, en los países anglosajones, en especial aquí, en Inglaterra, hay periódicas campañas contra la caza del zorro, animal que es despanzurrado por millares en cada estación, apenas se levanta la veda, por el puro placer del cazador de matar a balazos un animal cuya carne no se va a comer y con cuya piel no se va a abrigar. Pero también es cierto que si su reproducción no fuera de algún modo conteni

da dentro de ciertos límites, terminaría provocando verdaderas catástrofes ecológicas.

¿Y en cuanto a la pesca, actividad que hasta ahora, que yo sepa, con la sola excepción de la caza de ballenas, no ha movilizado en su contra a los militantes del Frente de Defensa Animal ni a los pacifistas a ultranza? Recomiendo a los amantes de literatura sádica -y sobre todo a los practicantes del sadismo- el artículo donde Luis María Ansón ("La pesca recreativa y las corridas de toros", publicado por la Fundación Wellington, abril 2004) describe los pormenores de la pesca del lucio, en un río que caracolea entre las montañas suizas. Aunque es silente, y no corre la sangre, la operación es de un tal refinamiento en el ejercicio de la crueldad que pone los pelos de punta, sobre todo al final de la larga agonía, cuando el pez, con el paladar ya destrozado por el anzuelo de triple punta, va muriendo asfixiado, con los ojos saltados y atónitos, entre coletazos que se apagan en cámara lenta.

¿Mal de muchos, consuelo de tontos? No estoy tratando de demostrar nada con estos ejemplos, que se podrían alargar hasta el infinito, sino diciendo que si se trata de poner un punto final a la violencia que los seres humanos infligen al mundo animal para alimentarse, vestirse, divertirse y gozar, ideal perfectamente legítimo y sin duda sano y generoso aunque de tremebundas consecuencias, habrá que hacerlo de manera definitiva e integral, sin excepciones y, a la vez, sacrificando al mismo tiempo los toros y los zoológicos, y, por supuesto, los placeres gastronómicos, especialmente los carnívoros, y las pieles y todas las prendas de vestir y utensilios u objetos de cuero, piel y pelambreras, y hasta las campañas de erradicación de ciertas especies de insectos y alimañas (¿que culpa pueden tener el anófeles hembra de trasmitir el paludismo, la rata la peste bubónica y el murciélago la rabia? ¿Se extermina acaso a los humanos portadores del sida, de la sífilis o del contagioso catarro?) de modo que el mundo alcance esa utópica perfección en la que hombres y animales gozarán de los mismos derechos y privilegios. Aunque, claro está, no de los mismos deberes, porque nadie hará entender a un tigre hambriento o a una serpiente malhumorada que está prohibido, por la moral y por las leyes, manducarse a un bípedo o fulminarlo de un picotazo.

Mientras no se materialice esa utopía seguiré defendiendo las corridas de toros, por lo bellas y emocionantes que pueden ser, sin, por supuesto, tratar de arrastrar a ellas a nadie que las rechace porque le aburren o porque la violencia y la sangre que en ellas corren le repugna. A mi me repugnan también, pues soy una persona más bien pacífica. Y creo que le ocurre a la inmensa mayoría de los aficionados. Lo que nos conmueve y embelesa en una buena corrida es, justamente, que la fascinante combinación de gracia, sabiduría, arrojo e inspiración de un torero, y la bravura, nobleza y elegancia de un toro bravo, consiguen, en una buena faena, en esa misteriosa complicidad que los encadena, eclipsar todo el dolor y el riesgo invertidos en ella, creando unas imágenes que participan al mismo tiempo de la intensidad de la música y el movimiento de la danza, la plasticidad pictórica del arte y la profundidad efímera de un espectáculo teatral, algo que tiene de rito e improvisación, y que se carga, en un momento dado, de religiosidad, de mito y de un simbolismo que representa la condición humana, ese misterio de que está hecha esa vida nuestra que existe sólo gracias a su contrapartida que es la muerte. Las corridas de toros nos recuerdan, dentro del hechizo en que nos sumen las buenas tardes, lo precaria que es la existencia y cómo, gracias a esa frágil y perecedera naturaleza que es la suya, puede ser incomparablemente maravillosa.

© Mario Vargas Llosa, 2004. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2004.


8 comentarios:

María dijo...

Parece que al Parlamento catalán sólo le gustan las fiestas en la que el toro no puede defenderse intentando cornear a quien le torea. Pero tener a un animal desorientado entre la muchedumbre con las astas encendidas no es maltrato, es tradición. Quizá lo que no soporten es la valentía y el aplomo de quien se juega la vida en solitario ante un bicho de 600 kilos. Tal vez les recuerde las agallas que a ellos les faltan.

Anónimo dijo...

Cuando se prohibieron en Canarias no hubo tanto ruido.

Anónimo dijo...

Los correbous deberían prohibirse también, pero bueno, prohibir las corridas es un primer paso interesante a la hora de acabar con una salvajada que ya se suprimió en Canarias hace 20 años, y no pasó nada, ni eran separatistas, ni nada de eso.

Sebastián Urbina dijo...

Sería interesante que leyera el artículo de al lado, de Jorge de Esteban.

Anónimo dijo...

¿Por que el señor urbina no nos argumenta si es ético que un ser vivo con capacidad para sufrir sea torturado en un espectáculo público?

Sebastián Urbina dijo...

He añadido un comentario sobre un artículo de F. Savater con el que estoy de acuerdo.

En un mundo perfecto, probablemente las corridas de toros no tendrían cabida. Pero me parece hipócrita que el orden moral de prioridades, en el mundo actual, se centre en las corridas de toros. No cuela.

Anónimo dijo...

Me parece demagógico hablar de prioridades: ¿que haya gente muriendo de hambre implica que no podemos preocuparnos por evitar incendios forestales?
La existencia de un mal mayor no impide evitar también un mal menor

Sebastián Urbina dijo...

Evitar un incendio forestal es una prioridad. Al menos para nosotros. Tal vez no para los habitantes de Nueva Zelanda.

Salvo que se trate de una violación de derechos humanos (lo que tiene prioridad), hay que valorar las prioridades porque los recursos y las posibilidades no son infinitas.

En cualquier caso, en Cataluña se impide que los padres puedan escolarizar a sus hijos en lengua española, la lengua común, y los antitaurinos no se rasgan las vestiduras.

Me remito a los artículos incorporados al blog.