EL FRAUDE DEL INDEPENDENTISMO.
Las fracturas territoriales perpetradas por la fuerza o ejecutadas sin acuerdo entre las partes –a diferencia de como ocurrió entre Eslovaquia y la República Checa- han provocado guerras crudelísimas –desde las dos mundiales hasta la de los Balcanes- y radicales enfrentamientos culturales, lingüísticos y económico-sociales.
La sentencia no vinculante del Tribunal Internacional de Justicia de la ONU sobre la legalidad de la declaración unilateral de independencia de Kosovo frente a Serbia, que avala la segregación de la provincia por las circunstancias dramáticas que se produjeron; la muy delicada situación en Bélgica en donde un partido flamenco –Nueva Alianza Flamenca- dirigido por el político e historiador Bart de Wever ha obtenido un extraordinario resultado en Flandes, muy por delante los cristiano-demócratas flamencos de Yves Leterme, y que propugna la separación estatal de Flandes y Valonia; el largo y trágico enfrentamiento entre independentistas católicos y unionistas protestantes en el Ulster, sobre el que ha sobrevolado durante décadas la trágica presencia terrorista del IRA y, en fin, sin olvidar otros escenarios de tensión segregacionista, el proclamado carácter separatista de la banda criminal ETA en el País Vasco, son todos ellos episodios históricos muy cercanos en el tiempo, que exigen manejar el argumento independentista con una dosis de responsabilidad que se echa de menos en España.
La irresponsabilidad de Laporta
No es presentable que un Joan Laporta, ex presidente de un club de proyección mundial como es el Barça, tenga la facundia de presentarse en sociedad recabando una gran “coalición por la independencia” de Cataluña para que así la comunidad se libre del "yugo" del Estado.
Cierto que Laporta y sus secundarios –Alfons López Tena y Uriel Bertrán- han recibido el más mortificante de los ninguneos dentro y fuera de Cataluña; cierto que la Iniciativa Legislativa Popular presentada por los compañeros de Laporta ante el Parlamento catalán con el fin de que se sometiese a referéndum la independencia del Principado fue considerada anticonstitucional por el Consell de Garanties Estatutaires y que todos los grupos parlamentarios –excepción hecha de ERC- votaron en contra en la Cámara autonómica catalana, pero el argumento independentista manejado, abiertamente o de manera ambigua, forma parte del arsenal simbólico que se utiliza en Cataluña y el País Vasco con una habitualidad desinhibida extraordinariamente arriesgada.
Porque es cierto que en ambas comunidades –si bien con características muy diferentes- hay escisiones en sus respectivas ciudadanías en torno a su identidad y pertenencia nacional. Pero lo es también que las franjas centrales y mayoritarias están más que razonablemente adheridas al statu quo constitucional y político vigente y desertan de aventurerismos.
El más reciente sondeo del CIS ofrece un dato revelador: el 23% de los catalanes quiere el derecho a la independencia y entre los vascos el porcentaje llega casi al 22%.
El pasado domingo, La Vanguardia publicaba una encuesta en la que se acreditaba que el sentimiento independentista –sin duda alentado por los avatares del Estatuto y la sentencia del Tribunal Constitucional que lo pulió en aspectos muy importantes- llegaba al 47%. En estas circunstancias, con una sentimentalidad a flor de piel, amagar con el independentismo por quienes no creen en esa opción, ni la consideran posible, ni conveniente, ni deseable, constituye un auténtico fraude político.
Porque la realidad, además, les desmiente: ni siquiera los porcentajes demoscópicos que calculan el número de los ciudadanos independentistas se corresponden con el peso electoral de partidos soberanistas. Más aún: es curioso observar cómo, a mayor sentimiento independentista, más caen –casi hasta el desplome- partidos que confesadamente lo son como ERC y, en general, aquellos que como el PSC e ICV han apostado con mayor rotundidad por el Estatuto revisado.
Algo querrán decir esas contradicciones. En el País Vasco, la razón última por la que gobierna el PSE con el apoyo del PP es muy clara: la aventura soberanista del lehendakari Ibarretxe que quiso transformar, sin haberlo planteado en el programa electoral, la comunidad autónoma vasca en una “comunidad libre asociada” con España. Esa deriva no la perdonó ni la mismísima sociedad vasca ni buena parte de la comunidad nacionalista, alérgica a poner en marcha su llamado “programa de máximos”.
Y en Cataluña, los gestores del Estatuto –PSC, ERC e ICV- están a un palmo de dejar democráticamente el poder en manos del CiU que en ningún momento promovió el Estatuto de 2006.
La nación jurídica y la nación cultural
Tanto en Cataluña como en Euskadi, los independentistas son minoría; en ninguna de las dos comunidades hay “movimientos nacionales” unitarios que impulsen un proceso de esas características. El catalanismo político no es unívoco en cuanto a sus pretensiones últimas y los principales partidos –incluidos los nacionalistas- saben que una independencia estatalizada es por completo inviable. Sin embargo, se insiste en la amenaza soberanista bien de forma directa, bien indirecta.
O se coquetea semánticamente con ella al referirse al “derecho a decidir” o al apelar en términos jurídico-políticos a la condición nacional. El concepto de nación en un texto jurídico es un artefacto soberanista, no compatible con el Título Preliminar de la Constitución, de tal modo que, como ha dicho el TC, ésta sólo conoce la Nación española, lo cual es compatible, como ha escrito el profesor Francesc de Carreras que “junto a la nación en sentido jurídico como sujeto de la soberanía, también se reconocen nacionalidades y regiones, a la manera de naciones en sentido cultural, con derecho a la autonomía”.
Sin embargo, y pese a que las cosas están claras en el terreno constitucional, sucede lo que ha escrito José María Ridao según el cual “a fuerza de construir la nación, una u otra, hace demasiado tiempo que estamos destruyendo el Estado.” Cierto: porque al tratar de que el Estado se contorsione para adaptarse a lo que no es –no es federal, no es confederal, sino unitario autonómico- se erosiona y, en cierta medida, se deslegitima en segmentos determinados de la ciudadanía y lo hace de manera quizá irremediable.
La opinión pública española, creo, no se atemoriza ya ante las admoniciones independentistas como ocurriera en los años ochenta. Más bien las soporta estoicamente y sufre –todo hay que decirlo- las respuestas crispadas, viscerales y desequilibradas de los sectores que sólo conocen una forma de reaccionar ante este fenómeno tan sostenido en la historia de España: la irritación y la descalificación de los factores fuertemente identitarios que llevaron a la Carta Magna a reconocer en 1978 la existencia en España de “nacionalidades”. Se crea así un círculo vicioso de confrontación al que contribuyen –no sólo los profesionales del cabreo permanente y del agravio constante- sino los propios partidos nacionalistas con vocación de poder (¿alguien se cree el independentismo del PNV después de que la BBK, la más solvente de las Cajas, se haya hecho con Cajasur?) y la izquierda española que ha alentado, también irresponsablemente, como en el caso del Estatuto catalán, ensoñaciones nacionales lavándose luego las manos en la palangana de Poncio Pilatos una vez el TC se ha pronunciado.
¿Por qué el independentismo de unos y de otros, de mayor o menor intensidad, no se incorpora articuladamente como compromiso político de los partidos que dicen profesarlo? Porque el independentismo es, en lo sustancial, una táctica oportunista y nunca un proyecto de fondo. En España, al menos, nunca lo ha sido y cuando se ha materializado –el cantonalismo de la I República o la declaración del Estado catalán en octubre de 1934- concluyeron en un histórico y trágico fracaso.(José Antonio Zarzalejos/El Confidencial).
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