UNA MEDITACIÓN. (Pio Moa)
Solemos considerar muy importante nuestro yo consciente. Por importancia entendemos el valor que damos a los sentimientos, intenciones y actos voluntarios que vienen a configurar nuestra biografía. Pero los elementos principales de nuestra existencia escapan por completo a nuestro yo.
Nadie ha venido al mundo porque lo haya querido o decidido, ni se irá de él por su voluntad (queda el caso del suicidio, pero este rara vez es del todo voluntario, pues casi siempre está empujado por algún mal que opera como necesidad en la mente del suicida). No hemos decidido los rasgos y dones físicos, mentales o morales con que nacemos y que nos acompañarán mientras vivimos, y de los cuales tanto depende nuestro destino. El desarrollo de nuestro organismo es ajeno a nuestra voluntad y sentimientos. Nadie nace hombre o mujer porque lo haya deseado, ni pasa por la adolescencia, la juventud, la madurez y la vejez por haberlo querido así. Nuestro cuerpo no funciona con arreglo a nuestra voluntad, la cual ni siquiera es consciente de la complicadísima red de órganos y de la miríada de reacciones químicas que nos permiten estar vivos: solo sentimos nuestros órganos cuando funcionan mal, como un malestar o dolor, sin entender el detalle de lo que ocurre.
Nacemos en una familia, en un medio social, en un país y en un tiempo que nos vienen dados y que casi siempre influyen de modo decisivo sobre nuestras vidas. Nuestras mismas acciones conscientes solo son voluntarias en pequeña medida: el organismo, el estómago, nos impone perentoriamente un pesado trabajo para alimentarlo, para continuar sus tareas internas inconscientes; y ese trabajo ocupa gran parte de nuestra actividad (“ganarás el pan con el sudor de tu frente”).
La necesidad de reproducirnos y las conductas relacionadas con ella mueven nuestra psique, la condicionan y provocan los actos correspondientes. A menudo oímos la enorme tontería de “decidir nuestro futuro”, o “nuestro destino”: nadie puede hacerlo más que en muy débil medida. No podemos controlar la mayor parte de los acontecimientos exteriores que marcan profundamente nuestra evolución personal: los encuentros, los conflictos, las amistades, los accidentes, los golpes de suerte… surgen al margen de lo que entendemos por “el yo consciente”; solo nuestras reacciones a esos sucesos son hasta cierto punto conscientes y deliberadas.
Apenas podemos prever nuestro futuro, siempre sujeto a imponderables; pero también nuestro pasado se nos escapa en gran medida, pues la memoria voluntaria solo es capaz de reproducir partes de nuestra biografía, y a menudo de forma distorsionada. Comparado con todo ello, nuestro yo consciente, que nos individualiza y que tanto valoramos, viene a ser como un pequeño cristal incrustado en lo alto de una gran montaña y reluciendo al sol.
Con todo, no cesamos un momento de obrar, de valorar, de juzgar nuestros actos e intenciones, y los del prójimo, todo lo cual constituye nuestra vida consciente. Pero aun así, esa vida consciente, la mínima parte consciente de la vida, conforma tan solo una porción ínfima, prácticamente indistinguible, de las acciones, sentimientos, saberes e intenciones que componen la sociedad, al modo de gotas o moléculas de agua que chocan continuamente entre sí en la corriente de un río, y sin embargo terminan siendo arrastradas en una dirección. Dirección cuyo fin escapa a su (nuestra) voluntad y consciencia.
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SUSAN BLACMORE Y LA LIBERTAD. (Sebastián Urbina).
SUSAN BLACKMORE Y LA LIBERTAD.
Esta psicóloga dice, en 'Conciousness, An Introduction (Oxford University Press, 2003): 'La conciencia no existe. Sólo hay un cuerpo moviéndose y haciendo cosas'.
Y añade:
'Porque considero que si crees que tienes libre voluntad, tienes una idea falsa de lo que significa actuar y lo que significa decidir y lo que significa tener responsabilidad. Nuestra sociedad está fundamentada sobre la idea de la libre voluntad, y castigamos a las personas de manera horrible por cosas que hacen, asumiendo que tienen libre voluntad en algún sentido tradicional que habla del poder que tiene su mente consciente de decidir ...' 'Debemos desarrollar y utilizar y apreciar y disfrutar de nuestro deseo de ser buenos, para poder ser mejores'.
Es habitual distinguir entre el 'mal natural' (o daño natural) y el 'mal moral' (o daño moral). Un ejemplo del primero sería un terremoto con sus secuelas de destrucción y muerte. Un ejemplo del segundo sería un campo de concentración, con sus torturas y asesinatos. Lo que la sra. Blackborne propone es equiparar ambos tipos de males. Supongamos que una de mis lectoras es violada, lo que espero que no suceda. Pues bien, de acuerdo con la sra. Blackborne no habría justificación para castigar al violador. Lo mismo sucedería con los ladrones y los asesinos. Y lo mismo sucedería con Hitler y Stalin. ¿Quiere usted vivir en este tipo de sociedad?
Yo creo que, aunque quisiera, no podría. Se trataría de la 'ley de la selva', no de una sociedad organizada. Es decir, lo que los progres dicen del capitalismo. Una auténtica idiotez. Lo que no es una idiotez sino una pesadilla, es pensar que podemos 'vivir' en algo que llamamos 'sociedad', sin los conceptos de 'bueno' y 'malo', entre otros. Que implican otros, como 'libertad', 'responsabilidad', etcétera.
Por otra parte, me parece incomprensible, además de absurdo, hablar de 'seres humanos físicos que quieren ser buenos'. Una realidad material (ser humano físico) no se convierte en moral (ser buenos) por arte de magia. Si la expresión 'seres humanos físicos, se refiere a un hecho (como parece claro), se produce un salto no lógico entre este hecho y un deber moral, 'ser bueno'. Da vergüenza recordar que un animal no humano, no puede ser ni 'bueno', ni 'malo'. Hace tiempo que el filósofo Hume nos recordaba que no podemos derivar lógicamente un 'debe' de un 'es'. Insisto, ´lógicamente'. Nada más, ni nada menos.
¿De dónde sale el deber moral? De la propia evolución de la especie humana. Es la única especie en la que ha aparecido un nivel emergente moral. Lo que no significa que salga de la nada. Sólo significa que no es idéntico a la actividad física, como ir al water, estornudar, o nadar. No hay 'pura' materia, ni hay 'puro' espíritu. Recordemos los niveles emergentes de los que hablaba F. Mora: físico, orgánico, social y cultural. En este último emergería la dimensión moral.
Así como el simpático oso hormiguero no tiene conciencia moral, el ser humano la tiene. Y con ella se han desarrollado conceptos básicos como, 'libertad', 'responsabilidad', 'obligación', etcétera. No podemos entender nuestras instituciones más importantes, ni a nosotros mismos, sin estos conceptos. Que, recordemos, no son externos a nosotros. Forman parte de nuestra realidad más profunda. Hasta tal punto que, si los perdiéramos, ya no seríamos como somos. Seríamos otra cosa.
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LIBERTAD Y CIENCIA
Procedemos de una tradición judeo-cristiana en la que la libertad humana juega un papel fundamental. Algunos filósofos creen (equivocadamente) que puede haber reflexión filosófica al margen o, incluso, en contra de la ciencia, y algunos científicos creen (equivocadamente) que la única racionalidad es la racionalidad científica, entendida como racionalidad empírica o como racionalidad lógico-formal. Siguen soñando con el Círculo de Viena y creyendo que el análisis lógico es el único y auténtico método filosófico y que el conocimiento sólo procede de la experiencia, entendida como lo inmediatamente dado (‘the given’, como dicen los anglosajones). Pero, ¿qué es lo que percibimos directamente, sin interferencias? Lo que percibimos directamente (si es que es así) ha venido en llamarse sense-data algo así como datos de los sentidos, pero resulta que podemos tener experiencias de cosas que no existen.
La ontología de los ciudadanos normales (como yo) se refiere a sillas, mesas, coches, etcétera, pero la de los científicos (en cuanto científicos) se refiere a electrones, neutrinos, quarks, leptones, etcétera. Seguramente no existe una aprehensión directa de la realidad, dado que ya estamos lejos de la metodología de Bacon que suponía al investigador como un observador pasivo que se limita a describir, neutralmente, la realidad, o mejor, una parte seleccionada de la misma. A este respecto, recordemos que para seleccionar lo «relevante» necesitamos valoraciones, necesitamos teorías. La realidad no es «relevante» en sí misma. La ciencia no trabaja (o no trabaja sólo) con la realidad entendida al modo de una mesa o una silla sino que, entre otras cosas, trata con campos magnéticos, agujeros negros, o la naturaleza granular de la estructura de la materia.
En tal sentido, dice Hawking que «los agujeros negros son un caso, entre unos pocos en la historia de la ciencia, en el que la teoría se desarrolla en gran detalle como un modelo matemático, antes de que haya ninguna evidencia a través de las observaciones de que aquélla es correcta».
Y la mecánica cuántica no predice un único resultado de cada observación sino que predice un cierto número de resultados posibles y nos da las probabilidades de cada uno de ellos. Además, la ciencia se encuentra, en ocasiones, con hipótesis alternativas que explican igual de bien los mismos hechos. Finalmente, las descripciones científicas no son reflejos completos y perfectos de la realidad sino representaciones esquemáticas que podríamos calificar como «mapas» de la realidad, pero sabemos que los mapas no son la realidad, ni la reflejan.
Estos breves prolegómenos no pretenden poner en duda la enorme importancia de la ciencia. La ciencia y la tecnología no sólo son importantes hoy sino que, previsiblemente, lo serán todavía más en un próximo futuro. Lo que pretendo es tomar distancias frente a una visión simplista de la ciencia (que algunos mantienen, aunque ya han pasado décadas desde el florecimiento y ocaso del Círculo de Viena) que la ve, entre otras cosas, como conocimiento seguro.
Lo mismo digo de su visión del método. Algunos creen (equivocadamente) que la metodología científica es equiparable a un algoritmo, es decir, a un conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema. No es cierto. Ni siquiera en la ciencia se puede prescindir del «juicio» humano, que no es deductivo, que es falible. Destacados filósofos de la ciencia como Kuhn o Newton-Smith, entre otros, avalan estas afirmaciones. Y en relación a las ciencias formales recordemos lo que dijo Einstein: «En la medida en que las leyes matemáticas se refieren a la realidad, no son ciertas; y en la medida en que son ciertas, no se refieren a la realidad». Y en cuanto a las ciencias empíricas, no podemos alcanzar, como ya he dicho, la certeza absoluta sino solamente la certidumbre práctica, vinculada a la minimización del error.
Todo lo anterior pretende criticar una visión (simplista) que estipula separaciones radicales entre ciencias (usualmente llamadas ‘maduras’) y las llamadas ciencias sociales.
Las primeras serían racionales y objetivas, mientras que las segundas serían subjetivas y pseudo-racionales. Este programa simplista ha tratado de naturalizar la sociedad en el sentido de que deberían imponerse metodologías «libres de valores» y, por consiguiente, «objetivas». Esto haría desaparecer la subjetividad humana. De este modo, dicen, el comportamiento de los individuos podría explicarse por medio de leyes causales. Igual que explicamos a los caracoles podemos explicar a los seres humanos. Esto plantea enormes problemas para entender adecuadamente la acción humana intencional, que no voy a comentar aquí.
Dice Ph. Meyer, que «la libertad, científicamente hablando, puede ser una ilusión, pero el polimorfismo de las interacciones de la herencia y el medio, la extraordinaria diversidad humana que resulta de ello y la ilusión trascendental de la humanidad judeo-cristiana la hacen necesaria».
Por otra parte, hay que tener en cuenta que el Principio de Incertidumbre de Heisenberg (cuanto con mayor precisión se trate de medir la posición de la partícula, con menor exactitud se podrá medir su velocidad, y viceversa) rompe el sueño de un modelo determinista del universo. Pero terminaré con algo que me parece más importante y tiene que ver con la filosofía pragmatista norteamericana.
Suponiendo que los científicos (mejor dicho, algunos científicos) nos dijeran que no hay libertad, no tendría importancia práctica. Ni siquiera estos científicos (aunque mirasen estúpidamente por encima del hombro) podrían actuar como si la libertad no existiese. En otras palabras, no podemos no presuponer la libertad. Todo nuestro esquema conceptual e institucional y nuestra actividad práctica tiene sentido, entre otras cosas, si presuponemos la libertad. Por cierto, podríamos presuponer que hay unicornios, pero no lo hacemos.
Si alguien dijera que esto no prueba su existencia (la libertad) habría que decirle que sí, pero incluso aunque fuese cierto ( y no sé cómo podría probarse y con qué tipo de prueba) no tendría efectos prácticos.
Consejo gratuito: no pierda el tiempo con alguien que afirme que no hay libertad sino determinismo. Me parece más sensato preocuparse por aquellos (como los que viven en el País Vasco -y no son nacionalistas- o en el Irán) que se quejan (¿absurdamente?) por no tener libertad de conciencia, libertad de expresión, libertad de manifestación, libertad de...
Sebastián Urbina Tortella
PD.
El científico español Andrés Moya, contesta a la pregunta ¿Qué nos hacer ser como somos?:
Como genetista sería fácil responder que la determinación que los genes ejercen sobre nuestro ser, entendido éste como el conjunto de manifestaciones de todo tipo que se despliegan a lo largo de la existencia, es total. Pero esta visión es radicalmente falsa. Los genes influyen pero no marcan nuestra singularidad ni dictan nuestro destino’.
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