ESPAÑA
Causas de la violencia izquierdista
Por Pío Moa
Durante la Restauración, un régimen liberal que permitía funcionar a la CNT, crear partidos como los republicanos, el socialista o los nacionalistas regionales (que ganaban elecciones, accedían a las Cortes y gobernaban ayuntamientos) y que –por primera vez desde la Guerra de Independencia– aseguraba un progreso material y cultural (lento pero sostenido y acumulativo), el número de asesinatos perpetrados por anarquistas, socialistas y demás debió de ascender a varios centenares. |
En el breve período republicano, los terrorismos anarquista y –sobre todo– socialista, en menor medida el comunista y el separatista catalán, ocasionalmente el peneuvista, así como los choques callejeros, causaron muchos centenares de muertos (también hubo el terrorismo de la Falange, pero mucho menor y de respuesta). Después de la guerra, la violencia del maquis ocasionó en pocos años unos mil muertos e innumerables secuestros y atracos. Luego la violencia política descendió a casi nada, hasta que en el último período franquista, a partir de 1968, la ETA, grupo separatista-socialista, y otros como el FRAP o el Grapo elevaron la cifra en varias decenas más. Fue en el período de libertades abierto por la transición cuando el terrorismo volvió a contar sus víctimas por centenares, y vuelvo a dejar de lado los atracos, secuestros y sabotajes en gran escala.
Casi siempre, estos actos contaron con la complicidad moral, política y propagandística del resto de las izquierdas y los separatistas, deseosos de recoger las nueces, como bien expresó Arzallus, uno de los recogenueces más significados.
No ha habido nada semejante por parte de la derecha, si exceptuamos la época de la guerra y la inmediata postguerra, bastante explicable por las previas provocaciones sangrientas de izquierdas y separatistas. ¿Cómo explicar, entonces, la violencia y el guerracivilismo de los otros (que les llevaron al enfrentamiento bélico entre ellos mismos)? No cabe argumentar locura ni, mucho menos, un carácter español que, en cuanto a crueldad, se parece a los europeos próximos. Creo que la causa radica en las ideologías sustentadas por tales movimientos, todas ellas de origen foráneo, y en la precaria sustancia intelectual de sus adaptaciones hispanas.
Tanto para el marxismo como para el anarquismo, la sociedad capitalista y cristiana era un sistema de opresión de los trabajadores y debía ser derrocado de un modo u otro. Por tanto, la violencia contra los explotadores estaba justificada en nombre de la emancipación del pueblo. Solo por táctica provisional se debían utilizar las libertades que el opresivo sistema ofrecía, sin limitarse nunca a ellas. No voy a discutir ahora esas ideas, baste señalar que allí donde los emancipadores se han impuesto, han sometido el pueblo trabajador a la mayor tiranía y pobreza. La misma república, con sus medidas sociales, paralizó la iniciativa privada y retrotrajo el hambre a las cifras de principios de siglo.
En cuanto a los separatistas, partían de otra idea disparatada: España no existía. Existía, en cambio, un Estado español (el adjetivo implicaba la existencia de España), mientras que Cataluña o las Vascongadas eran naciones de verdad, con el correspondiente derecho a la secesión, dotadas de razas o pueblos superiores que no solo habían sufrido durante siglos el yugo de los inferiores españoles, sino que, en el colmo de la abyección, se habían considerado españoles. Por suerte, a finales del siglo XIX los separatistas vinieron a liberar a catalanes y vascos, y de ahí su empeño, que continúa, en construir la respectiva nación... a imagen y semejanza de sus dislates. La violencia, cae de su peso, estaba muy justificada para alcanzar tan nobles fines frente a la opresiva España.
Las ideas falsas sobre la historia, combinadas con los utopismos, crean lo que podríamos llamar pensamiento histérico. Haga lo que haga el enemigo, traiga libertades, cultura y progreso en mayor o menor escala, nunca le será reconocido; siempre será considerado ante todo el enemigo por abatir, y falsas sus mejoras, por evidentes que resulten. Y tiene su lógica, aun si enloquecida, porque, en comparación con la utopía buscada, con la liberación abstracta, la realidad de las mejoras graduales siempre será vista con odio, como una insuficiencia culpable y un fracaso. Ese tipo de pensamiento alterna entre un victimismo abrumador y una arrogancia injuriosa, siempre en nombre del pueblo trabajador, del pueblo vasco, del pueblo catalán, de la mujer o de lo que se tercie, cuyos intereses y esperanzas afirman representar simplemente porque ellos lo creen o dicen creerlo así.
Con la democracia, traída no por los antifranquistas sino por la clase política franquista –vuelvo a recordarlo en La transición de cristal, porque es algo evidente pero casi siempre olvidado–, los viejos esquemas y el odio y la violencia que generan de forma natural parecieron en vías de superación. Pero nunca desaparecieron del todo, y hoy volvemos a verlos en plena recuperación.
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