Día 20/01/2011
QUE el Estado de las Autonomías necesita un repaso parece evidente. Al menos todos se quejan de él. Lo malo es que a unos les queda demasiado estrecho, y a otros, demasiado ancho, haciendo muy difícil el consenso necesario para reformarlo.
La principal objeción que se le hace es que resulta demasiado caro. Un país como el nuestro no puede soportar 17 gobiernos, 17 congresos, 17 senados, más el central, con todo lo que ello lleva consigo. Puede que en tiempos de bonanza económica fuera asumible. En plena crisis, significa un lastre agobiante para la recuperación. Todo eso es cierto.
Pero no lo más importante. Lo más importante es que el Estado de las Autonomías no está cumpliendo el papel que le asignaron sus diseñadores: el de articular definitivamente España. Usando un término orteguiano, el de vertebrarla. Por cierto que Ortega fue el padre de una España articulada en «Grandes Comarcas», que se correspondían casi exactamente con las actuales Comunidades Autónomas. Ni la Dictadura de Primo de Rivera ni la República le hicieron caso, siendo una de las causas del desencanto del filósofo con la última.
Pero no lo más importante. Lo más importante es que el Estado de las Autonomías no está cumpliendo el papel que le asignaron sus diseñadores: el de articular definitivamente España. Usando un término orteguiano, el de vertebrarla. Por cierto que Ortega fue el padre de una España articulada en «Grandes Comarcas», que se correspondían casi exactamente con las actuales Comunidades Autónomas. Ni la Dictadura de Primo de Rivera ni la República le hicieron caso, siendo una de las causas del desencanto del filósofo con la última.
Vino a hacérselo, medio siglo después, la democracia española, como en bastantes más cosas de las que se cree. La Constitución de 1978 reconoció la pluralidad de España, liberándola del corsé centralista que la constreñía, para ajustarla a lo que realmente era, es decir, para hacerla más igual a sí misma. Pero en modo alguno para trocearla en su diversidad. La mejor prueba de que no es lo que algunos intentan que sea la tenemos ya en su artículo segundo, donde establece que «se funda en la indisoluble unidad de la Nación (con mayúscula) española», si bien reconoce «el derecho a la autonomía de las nacionalidades (con minúscula)». Nación, por tanto, hay solo una; nacionalidades, varias. Lo que ensamblaba pluralidad con unidad. Sin embargo, la deriva de ese Estado ha ido en sentido contrario: convertir las nacionalidades en Naciones, alguna incluso con ínfulas de Estado, al que exigen tratar de tú a tú. A ello han contribuido muchas cosas, empezando por el poco caso que hacemos los españoles a lo importante y el mucho a lo baladí, y terminando por la dejación de responsabilidades de los dirigentes políticos.
En ese sentido, la indiferencia de nuestro presidente de Gobierno hacia la nación, «un concepto discutido y discutible», ha sido tan determinante como costoso. Expandiendo las autonomías cada vez más, lo único que conseguimos es convertirlas en soberanías, y una nación, por no hablar ya de un Estado, no puede sobrevivir con soberanías distintas sin negarse a sí misma. Pero esa es la dinámica que se ha impuesto en España, con Cataluña como liebre, a la que siguen el resto de las comunidades. Sin que sirva volver a la idea original de solo tres nacionalidades históricas, dejando el resto como regiones: primero, porque ya se ha superado; luego, por el agravio comparativo que significaría, incompatible con la igualdad democrática.
En ese sentido, la indiferencia de nuestro presidente de Gobierno hacia la nación, «un concepto discutido y discutible», ha sido tan determinante como costoso. Expandiendo las autonomías cada vez más, lo único que conseguimos es convertirlas en soberanías, y una nación, por no hablar ya de un Estado, no puede sobrevivir con soberanías distintas sin negarse a sí misma. Pero esa es la dinámica que se ha impuesto en España, con Cataluña como liebre, a la que siguen el resto de las comunidades. Sin que sirva volver a la idea original de solo tres nacionalidades históricas, dejando el resto como regiones: primero, porque ya se ha superado; luego, por el agravio comparativo que significaría, incompatible con la igualdad democrática.
Incluso en el plano más bajo de los dineros, nuestro Estado autonómico chirría. Su pecado original fue conceder a Navarra y a las tres provincias vascas un estatuto especial que les permite recaudar todos los impuestos en su territorio, para pasar luego al Estado lo que consideren este invierte en ellas, mientras los demás deben pagar directamente a la Hacienda española. Una grosera discriminación, que choca con la paridad de derechos y deberes que se supone en todo Estado de Derecho. Con los catalanes exigiendo un pacto fiscal semejante al de los vascos que, de conseguirlo, reclamará el resto. Así no se hace un Estado. Así, se deshace. Y si la Constitución del 78 lo está propiciando, la necesidad de ajuste, si no de reforma, se hace imperativa.
Con ser todo ello urgente, lo que hace necesaria la reconsideración de nuestro modelo de Estado es algo todavía más importante: que nos está llevando en sentido contrario de la historia. Una vez más, los españoles estamos marchando en dirección opuesta a la de los demás pueblos del planeta, o al menos, a la de los más importantes, principal causa de nuestros fracasos. Mientras el mundo tiende a unirse en grandes bloques, nosotros nos empeñamos en fraccionarnos. Mientras la globalización avanza, la provincialización está de moda en España. Mientras el inglés se convierte en el idioma universal, con el español ganando terreno incluso en Estados Unidos, nosotros no lo enseñamos en algunas escuelas o lo equiparamos a los idiomas locales en el Senado. ¿Es eso marchar en el sentido de la historia? No, es marchar contra ella. El caso más... iba a decir horripilante, pero lo dejo en chusco, es el del ya citado «pacto fiscal» exigido desde Barcelona.
Cuando en toda Europa se alzan voces a favor de homogeneizar los impuestos hasta lograr una fiscalidad única europea que permita afrontar la crisis con mejores armas que las actuales, el nuevo gobierno de la Generalitat quiere un fisco propio. A tales delirios lleva el nacionalismo, en tal pozo nos han metido la frivolidad de nuestros políticos y la despreocupación de la ciudadanía. ¿O es que los españoles no sentimos España como algo nuestro, y solo buscamos sacar de ella lo que nos interesa? ¡Esa sí que es una pregunta para la que se necesitaría no un artículo, sino un libro! Sin que fuese seguro bastaría para contestarla.
Cuando en toda Europa se alzan voces a favor de homogeneizar los impuestos hasta lograr una fiscalidad única europea que permita afrontar la crisis con mejores armas que las actuales, el nuevo gobierno de la Generalitat quiere un fisco propio. A tales delirios lleva el nacionalismo, en tal pozo nos han metido la frivolidad de nuestros políticos y la despreocupación de la ciudadanía. ¿O es que los españoles no sentimos España como algo nuestro, y solo buscamos sacar de ella lo que nos interesa? ¡Esa sí que es una pregunta para la que se necesitaría no un artículo, sino un libro! Sin que fuese seguro bastaría para contestarla.
Lo urgente es: ¿tiene remedio? ¿Estamos todavía a tiempo de cortar la hemorragia? Y en caso de que lo estemos, ¿qué remedios hay que aplicar?
De entrada, hay que decir que la solución no se ve por ninguna parte, con los dos grandes partidos —los únicos que pueden conjuntamente hacerlo— más alejados que nunca. Se ha avanzado tanto en la deconstrucción de España, que alguien tan sensato y amante de ella como Stanley Payne ha llegado a decir que «España es el primer país de Europa que puede deconstruirse». Se dirá que ha habido otros que lo hicieron, Yugoslavia, Checoeslovaquia, pero eran naciones de nueva planta, con poco fundamento, mientras que España lleva cinco siglos a cuestas.
Y esos cinco siglos son los que nos dan esperanzas. Hemos vivido momentos muy duros, muy difíciles, incluso de guerras civiles, y, mal que bien, hemos aguantado. ¿Por qué vamos a rompernos ahora, precisamente cuando todo empuja a la unión? Demostraríamos tener una insana tendencia al suicidio colectivo, que un pueblo tan vital como el español no ha mostrado incluso en sus peores momentos.
Pienso que lo que vuelve a fallar son las elites, dirigentes capaces de sacar lo mejor que hay en nosotros, en vez de lo peor, como ocurre últimamente. De ilusionarnos, en vez de azuzarnos, de centrarnos, en vez de radicalizarnos.
Y con la Constitución, lo mismo. No necesitamos una nueva. Necesitamos que vuelva a ser lo que era: la «casa común de todos los españoles», la que unía en vez de separarnos, huyendo de los excesos que la desvirtúan, dando al Estado lo que es del Estado, y a las autonomías, lo que es de las autonomías. ¿Recorte de las autonomías, por tanto? No, devolverlas a su papel original de encargadas de los asuntos inmediatos de sus respectivos ciudadanos. Que bastante trabajo es.
Y con la Constitución, lo mismo. No necesitamos una nueva. Necesitamos que vuelva a ser lo que era: la «casa común de todos los españoles», la que unía en vez de separarnos, huyendo de los excesos que la desvirtúan, dando al Estado lo que es del Estado, y a las autonomías, lo que es de las autonomías. ¿Recorte de las autonomías, por tanto? No, devolverlas a su papel original de encargadas de los asuntos inmediatos de sus respectivos ciudadanos. Que bastante trabajo es.
Pero para eso se necesita que todos los españoles, o al menos la inmensa mayoría, aceptemos que el coste de esa convivencia es aceptar nuestra diversidad. Teniendo en cuenta que los costes de no aceptarlo son que el Estado se nos caiga encima y la nación se nos hunda bajo los pies. (José María Carrascal/ABC)
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