EL TEA PARTY NO DISPARÓ A GABRIELLE GIFFORDS.
Como en tantas otras ocasiones, Jean-François Revel dio en el clavo cuando en La obsesión antiamericana dijo aquello de que "la certeza de ser de izquierdas descansa en un criterio muy simple, al alcance de cualquier retrasado mental: ser, en todas las circunstancias, de oficio, pase lo que pase y se trate de lo que se trate, antiamericano". Nuestros socialistas de todos los partidos odian a Estados Unidos por todo lo que esa gran nación representa: libertad, propiedad privada, valores morales, sociedad civil, democracia con auténtica separación de poderes y valentía para no ser erradicados por sus enemigos.
Siendo así, a nadie le extrañará que la izquierda europea, y en especial la española, guarde especial inquina hacia aquellos que, dentro de Estados Unidos, mejor encarnan sus esencias y que no están dispuestos a que el socialismo y la ideología de lo políticamente correcto acabe arruinando su próspero sistema: el Tea Party. Durante la campaña electoral de las últimas elecciones de mitad de mandato ya pudimos escuchar todo tipo de exabruptos y mentiras contra este movimiento –éste sí– espontáneo. Se les acusó de extrema derecha y de racistas, cuando su punto de partida era la limitación del poder del Estado y cuando entre sus integrantes convivían personas de todas las razas y culturas, tal como sucede en ese exitoso melting pot que es su país.
El triunfo del Tea Party en noviembre cayó como un jarro de agua fría en nuestra intelectualidad y también en la mayor parte de nuestra derecha: a la postre, venían a demostrar que la defensa sin complejos de los valores liberal-conservadores podía derrotar al que en Europa se consideraba el mejor y más popular presidente que ha tenido Estados Unidos en toda su historia. En parte los insultos de la izquierda continuaron, pero la victoria electoral de estos activistas hizo aconsejable ocultar tácticamente el rostro despótico y contrario a la soberanía popular del socialismo.
Sin embargo, ha bastado con que un desequilibrado disparase a la congresista demócrata Gabrielle Giffords y a la multitud que la rodeaba para que el griterío histérico de la izquierda occidental –cada vez más parecida en Estados Unidos y en Europa– se haya vuelto a escuchar con fuerza. Así, en pocas horas, cuando apenas existía información fidedigna de lo ocurrido, se construyó la delirante teoría de que el criminal, Jared Loughner, era un fanático seguidor del Tea Party y, muy en especial, de Sarah Palin, autora intelectual última del atentado.
Poco ha importado que Loughner tuviera entre sus libros de cabecera el Mein Kampf y el Manifiesto Comunista –escasamente favorables a los principios de libre mercado que propugna el Tea Party–, que sus compañeros de instituto lo calificaran como persona de izquierdas, que su odio declarado hacia Giffords se remontase a 2007, cuando ni el Tea Party existía ni Palin gozaba de relevancia alguna, o que el ala más radical del Partido Demócrata estuviera muy enfadada con Giffords por no haber votado por Nancy Pelosi como presidenta de la Cámara de Representantes.
Lo único que ha movido a una parte de la izquierda –que en nuestro país incluye a la práctica totalidad de los medios de comunicación– ha sido crear un muñeco de paja a raíz de un drama humano para poderlo instrumentar políticamente. No es que en España no hayamos padecido execrables maniobras parecidas, pero no convendría olvidar lo poco que algunos valoran su integridad en la arena ideológica. (ld).
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