Aconsejable lectura del artículo. Sólo diré que, hace muy pocos días, en una televisión nacional, la directora del programa preguntó a dos periodistas acerca del pago a piratas secuestradores de barcos. Uno de ellos criticó la actitud del gobierno zapateril, por pagar a los terroristas. El otro (un periodista de izquierdas) insistió en que 'todos' hacen lo mismo. Compruebe por usted mismo.
UN SECUESTRO DE PELÍCULA
LH-181 Palma-Mogadiscio
Por Fernando Díaz Villanueva
A las 11 de la mañana del 13 de octubre de 1977, el Landshut, un Boeing 737 de Lufthansa con destino Fráncfort, despegó sin contratiempos del aeropuerto de Palma de Mallorca. A bordo iban 90 pasajeros: 86 eran turistas alemanes que habían pasado unos días de descanso en la isla, ya convertida en paraíso vacacional para los hijos del Wirtschaftswunder; los otros cuatro eran dos parejas árabes muy jóvenes, de aspecto occidental y maneras cosmopolitas. |
Esos cuatro eran miembros del Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP), una violentísima organización terrorista especializada en secuestrar aviones. Las autoridades españolas no les seguían la pista. Además, la España de Suárez vivía en plena luna de miel con Yaser Arafat, y el único terrorismo que preocupaba era el de la ETA, por lo que los militantes del FPLP pudieron acudir armados a Son Sant Joan sin que nadie sospechase de sus intenciones.
Sólo uno era musulmán: libanés recriado en Londres, había sido detenido en 1974 por atentar contra el primer ministro del anticomunista Yemen del Norte. Los otros tres provenían de familias cristianas. En fin, que les unía más la política que la religión. Los cuatro eran marxistas-leninistas partidarios de la acción directa, adoradores del Che Guevara y con el seso carcomido por el tercermundismo que se estilaba en las universidades de la época.
Media hora después del despegue, cuando la aeronave se encontraba a pocas millas de la Costa Azul, los terroristas se levantaron de sus asientos y tomaron el control de la misma. Yusef Akache, el jefe del grupo –Comando Mártir Halime–, un palestino de 23 años cuyo nombre de guerra era Capitán Mahmud, se dirigió a la cabina de mando pistola en mano y ordenó al piloto, Jürgen Schumann, que tomara rumbo a la capital de Chipre, Lárnaca, desde donde harían llegar sus exigencias al Gobierno alemán.
Pero el avión no tenía combustible suficiente para llegar hasta la otra punta del Mediterráneo, así que el capitán pidió autorización para aterrizar en Roma y reabastecerse. En Fiumicino los terroristas enviaron su mensaje: querían la liberación inmediata de los miembros de la Baader-Meinhof encerrados en la prisión de alta seguridad de Stammheim (Stuttgart), así como la de dos palestinos apresados en Turquía; y, de propina, 15 millones de dólares.
El Gobierno alemán, encabezado por Helmut Schmidt, pidió ayuda al italiano para poner fin al secuestro allí mismo. Si el avión volaba a Oriente Medio sería mucho más difícil intervenir y, sobre todo, sacar al pasaje sano y salvo. Schmidt incluso ofreció el prestigioso cuerpo de fuerzas especiales GSG 9, creado tras los atentados de Múnich (1972), para que, en el caso de haber bajas, fuesen alemanas; pero al otro lado del teléfono estaban dos pájaros de cuenta, Giulio Andreotti y Francesco Cossiga, primer ministro y ministro del Interior respectivamente, que desoyeron las súplicas alemanas y dieron orden a la policía de llenar el depósito del Landshut para que partiese hacia Chipre sin demora.
De la situación, Bonn aprendió una cosa: no podía fiarse de sus aliados españoles e italianos: de los primeros, porque eran unos irresponsables; de los segundos, porque eran unos canallas.
El avión salió hacia Lárnaca a media tarde. Llegó a las ocho y media. Allí le esperaba un representante de la OLP. Tras una agria conversación en árabe por radio, Akache ordenó al comandante Schumann dirigirse a Beirut. Pero el aeropuerto de la capital del Líbano, entonces incurso en una devastadora guerra civil, estaba cerrado. Así que se pensó en otro destino: Damasco. Pero Hafez el Asad, que no quería problemas con los alemanes, se negó a permitir el aterrizaje.
En Jordania no podían tomar tierra. En Arabia Saudita tampoco. En Israel, menos. Quedaba el Golfo Pérsico. Solicitaron aterrizar en Kuwait, pero el emir, Sabah III, se negó en redondo: su política era la de no meterse en política, sobre todo si implicaba provocar a uno de los principales clientes de su boyante industria petrolera.
El combustible se agotaba mientras el aparato volaba en círculos sobre el golfo. Tras una gestión personal de Schmidt, el Landshut pudo por fin tocar tierra. En Bahrein. A bordo, el terror había dado paso al agotamiento. No había agua ni provisiones.
Nada más aterrizar en el aeropuerto de Manama, el ejército local rodeó la aeronave y conminó a los secuestradores a liberar a los rehenes. Akache, furioso, amenazó por radio a la torre con asesinar al copiloto y arrojar su cadáver por una puerta: luego correrían la misma trágica suerte el resto de la tripulación y el pasaje al completo.
El emir, Salman al Jalifa, se acogotó, retiró las tropas y mandó que se reabasteciera el avión, para que abandonase Bahrein lo antes posible. Al poco, el LH-181 volvió a surcar los cielos en busca de un aeropuerto amigo. Pero nadie lo quería.
En el interior del aparato la situación se tornó desesperada. Faltaban medicinas para los pasajeros de mayor edad y la sed hacía estragos. Pero antes los mataría la falta de queroseno. Una nueva gestión de Bonn posibilitó que a las seis de la mañana se abriese la pista del aeropuerto de Dubai, cerrada durante toda la noche con camiones militares para evitar un aterrizaje furtivo.
En la pista los secuestradores pidieron comida, bebida y que se llevasen la basura. Entre las bolsas de desperdicios Schumann escamoteó una cajetilla con cuatro cigarrillos, dos de ellos cortados por la mitad con una navaja. El comandante alemán había servido como piloto de cazas en la Luftwaffe, por lo que conocía los códigos militares. Los aparentemente inofensivos cigarrillos significaban que a bordo había cuatro secuestradores: dos mujeres, Sulayla Sayeh y Hind Alameh, y dos hombres, el capitán Akache y Wabil Harb, heredero de una rica familia de cristianos libaneses.
Los especialistas alemanes habían viajado hasta Dubai durante la madrugada. Recogieron el recado que Schumann había dejado en la basura, pero cometieron el error de transmitírselo a los dubaitíes. Desde el control, alguien se lo dijo por radio a Akache, que montó en cólera y amenazó con ejecutar allí mismo al comandante de la nave. Las negociaciones se detuvieron, y los alemanes pidieron tiempo para complacer a los secuestradores mientras ultimaban la operación de asalto nocturno.
Las autoridades de Dubai aceptaron la intervención; pero, para que la soberanía del emirato no quedase menoscabada, serían sus soldados los que entrarían en el avión. Schmidt, después de ver la que había armado en solo unos minutos el ejército local, se negó a ello. Entre tanto, los secuestradores algo se olían. Akache, achicharrado, como sus rehenes, en el Boeing, pidió combustible y autorización para despegar. A las 12 de la mañana del 16 de octubre, la presa volvió a escaparse.
La siguiente escala era Salalah, en Omán. El aterrizaje fue denegado. El Landshut dio media vuelta y se internó nuevamente en la Península Arábiga. Los aeropuertos saudíes estaban cerrados. Quedaba Yemen del Sur, cuyo régimen era de obediencia soviética. Se solicitó pista en Adén, pero las autoridades denegaron la petición y colocaron vehículos en la rodadura.
A las 4 de la tarde se acabó el combustible. El comandante realizó entonces un arriesgado aterrizaje de emergencia sobre un sendero de tierra adyacente a la pista bloqueada del aeropuerto yemení. La maniobra fue todo un éxito. Akache permitió a Schumann que bajase a revisar el tren de aterrizaje y los motores. Los yemeníes comunicaron a los terroristas que no podrían permanecer en el país: suministrarían carburante a la aeronave y tendrían que partir inmediatamente. Schumann se demoró más de la cuenta en la revisión. A su vuelta, Akache deliraba, frenético: le obligó a arrodillarse en el pasillo y sin solución de continuidad le pegó un tiro, delante de todos los rehenes. Con la pistola aún humeante, se dirigió a la cabina y ordenó despegar al copiloto, Jürgen Vietor.
Los secuestradores decidieron probar suerte en la Somalia de Siad Barre, un autoproclamado socialista científico que andaba a la gresca con los soviéticos desde que éstos apoyaron al genocida etíope Haile Mengistu en la guerra de Ogadén. Pero Barre, a diferencia de los otros sátrapas, estaba dispuesto a dejar hacer a las fuerzas especiales del GSG 9.
El avión tomó tierra en Mogadiscio a las seis de la mañana. A modo de presentación, nada más llegar, los secuestradores abrieron la puerta delantera y arrojaron el cadáver de Schumann sobre la pista. Como no tenían balas para liquidar a todos sus rehenes, informaron a los somalíes de que si Bonn no liberaba a los presos de la Baader-Meinhof antes de las cuatro de la tarde harían estallar el aparato prendiendo fuego a los pasajeros, tras rociarles con las bebidas alcohólicas que llevaban a bordo. Schmidt dijo que sí, pero sólo de boquilla.
A las ocho de la tarde, un Boeing 707 con treinta especialistas del GSG 9 a bordo llegó a Mogadisicio con las luces apagadas. Todo estaba listo para que, a las dos en punto de la mañana, diese comienzo la operación Feuerzauber (fuego mágico). Mientras a 50 metros de la cabina un grupo encendía una hoguera, otro penetraba por la parte trasera del avión y por las puertas de emergencia de las alas. Tras cinco días y miles de kilómetros, el secuestro se resolvió en apenas tres minutos. El comando antiterrorista fue parco en palabras: volaron las puertas, gritaron en alemán "¡Venimos a rescataros! ¡Agachaos!" y comenzaron a disparar. No hubo que lamentar más bajas que las de tres de los cuatro secuestradores.
Un minuto después, las buenas noticias llegaron a Bonn. Schmidt, que apenas había dormido desde el comienzo del secuestro, respiró tranquilo y se retiró a descansar. No sin antes pedir a su ayudante que se preparase una bienvenida digna de héroes a los rehenes y a sus rescatadores en el aeropuerto de Colonia.
Quizá no fue la última orden que dio aquella noche: horas después, los terroristas Andreas Baader y Gudrun Ensslin se suicidaron simultáneamente en sus celdas de la prisión de Stammheim.
Alemania mandó un mensaje al mundo: nunca negociaría con terroristas. Sabía decisión de la que nunca se ha arrepentido.
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