domingo, 15 de marzo de 2009

SAMUELSON



27-4-2008 10:37:00

Los movimientos estudiantiles de 1968 destilan un aroma romántico: el de una utopía antiautoritaria contra la sociedad mercantil, contra el culto al consumo, contra el despilfarro capitalista... Esa era la retórica de la rebelión protagonizada por los «niños ricos» de los sesenta, la primera generación de la postguerra, individuos liberados, como diría el viejo Marx, de la tiranía de la necesidad y que disfrutaban los beneficios de la opulencia. Raymond Aron los retrató de manera magistral en «La Revolution Introuvable». Su deseo de ruptura no se encarnó en programa alguno, sino en un deseo estético e irracional de quebrar el orden existente en pos de la nada como simboliza ese lema para bobos: «Seamos realistas, pidamos lo imposible». El libro de un mediocre filósofo alemán, emigrado a California, «El Hombre Unidimensional» de Herbert Marcuse fue la Biblia de los revoltosos en todo el planeta.

En el 68, los países desarrollados se acercaban sin saberlo al ocaso de la «Era de Keynes», el período que trascurre entre 1945 y 1973. Todavía eran los tiempos en los cuales los keynesianos, armados con sus imponentes modelos econométricos, pensaban que los gobiernos podían regular a su voluntad los ciclos económicos con un sabio uso de las políticas fiscales y monetarias, planificar el crecimiento, lograr el pleno empleo y eliminar así la supuesta inestabilidad crónica del viejo y superado capitalismo liberal. Ese sueño se vendría abajo cinco años después cuando la brutal subida de los precios del petróleo decretada por la OPEP hizo aparecer un fenómeno inimaginable y conceptualmente imposible para el keynesianismo reinante: la estanflación. En 1968, Friedman publicaba su histórico trabajo en el que demostraba la imposibilidad de reducir el paro con más inflación.

En el ámbito de la economía política, la moda era la denominada «antieconomía», título de un libro célebre entonces y ahora olvidado de Jacques Attali; el elegante neomarxismo de Paul Sweezy; el enrevesado marxismo neoricardiano del italo-británico Piero Sraffa y el institucionalismo de John Kenneth Galbraith, un ingenioso sociólogo al que siempre se consideró economista sin serlo y a quien se le solía atribuir un Nobel que jamás logró. Estos autores se convirtieron en objeto de culto para las sofisticadas minorías progres que buscaban alternativas al odiado capitalismo pero no querían acudir a los naftalínicos ladrillos suministrados por los economistas soviéticos y el marxismo convencional. Ese período es el del apogeo del estatismo en los países industrializados y en los en vías de desarrollo y el del cenit de un pensamiento contrario al libre mercado. Sus defensores apenas tenían audiencia y sólo la obtuvieron cuando estalló la crisis.

Los conflictos estudiantiles, raciales y las movilizaciones contra la guerra de Vietnam desgarraban EE.UU., el mismo país en el que, poco antes, Lyndon B. Johnson había lanzado la Guerra contra la Pobreza e impulsado una masiva expansión del gasto público y de las regulaciones, y en el que, algo más tarde, Nixon iba a proclamar «hoy, todos somos keynesianos». Europa Occidental, superada la heroica fase liberal de su reconstrucción posbélica, se embarcaba en una dinámica de extensión del Estado del Bienestar y de intervencionismo corporativista que ha lastrado su potencial de crecimiento hasta el día de hoy. El peso del resto del mundo en la economía global era insignificante. Japón era lo que hoy se conoce por un país emergente. La economía China sufría las nefastas secuelas de la Revolución Cultural y la India estaba asfixiada por las políticas estatistas de Indira Ghandi y casi todo el Tercer Mundo apostaba por modelos económicos de corte socialista. A los tigres asiáticos aun no les habían salido los dientes.

La mayoría de los economistas occidentales apostaba por una convergencia entre los modelos capitalista y comunista, por un consenso social-estatista y Paul Samuelson certificaba que la URSS superaría el PIB per cápita de EE.UU. en unos años. Pocos consideraban insostenibles las economías planificadas y, casi todos, las creían capaces de competir con las capitalistas e incluso superarlas en términos de eficiencia porque, moralmente, su superioridad era «indudable». Visto hoy parece que cumplían a rajatabla otro de los eslóganes de la época: «No pises la hierba, fúmatela». ¡Qué tiempos...! (L. Bernaldo de Quirós/ABC)
XXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXX


Samuelson rehabilita a Hitler. (Antonio Golmar/LD)

Todo vale a la hora de defender la explosión de gasto público. Incluso rescatar el nazismo. No lo digo yo, sino Paul A. Samuelson, un socialdemócrata dispuesto a lo que sea con tal de justificar el déficit y enterrar "los envenenados legados" de Friedman y Hayek.

En su último artículo, Recuerden a los que frenaron la recuperación estadounidense, el premio Nobel de economía lamenta que Obama no haya ido más lejos y ataca la ideología conservadora (léase liberal), la cual "tiene permiso para dejar de lado la sensatez". Entre otras cosas, rechaza las bajadas de impuestos y nos recuerda los "ejemplos de mejoras en la economía real que tuvieron su origen en el gasto público: Estados Unidos después de 1940... e incluso la Alemania de Hitler". Aunque admite que "en esos casos la fuerza impulsora era el gasto militar", piensa que "no hay ningún motivo económico por el que el gasto en obras públicas pacíficas tendría que funcionar de un modo distinto". Mentira.

El pasado mes de octubre, Samuelson iba más allá y se preguntaba cómo se las habían apañado Roosevelt y Hitler para "restaurar casi el pleno empleo" en 1939. "El enorme gasto deficitario que aumentó la deuda pública". Otra mentira.

En 1939, el desempleo en los Estados Unidos se situó en el 15%, lejos de lo que cualquier economista cabal consideraría pleno empleo. En cuanto a Alemania, la espectacular bajada del paro entre 1933 y 1935 se debió no tanto a las contrataciones del Servicio Nacional de Trabajo para la realización de obras públicas como a la expulsión, primero del mercado de trabajo y luego de las estadísticas, de mujeres y judíos. El Tercer Reich gastó mucho en obras públicas pacíficas, pero incluso ellos sabían que esas medidas serían insuficientes. Por desgracia, Samuelson continúa en la inopia.

El aumento en el gasto militar se produjo después y se saldó con otro fracaso. Entre 1936 y 1937 el desempleo se redujo bastante menos que en el bienio anterior debido a que la proporción de trabajadores no libres en la población activa se multiplicó. Eso sí, el nivel de endeudamiento del país alcanzó cotas casi insostenibles. Gasto inútil y además inmoral, aunque quizá a Samuelson no se lo parezca. Hitler y los suyos se dedicaron entonces a aumentar los ingresos del Estado perfeccionando los métodos de expoliación de los judíos y de confiscación de la propiedad privada en general. Por si esto fuera poco, más de un millón de jóvenes fueron obligados a alistarse en las fuerzas armadas.

El resultado es que de los cinco millones y medio de parados alemanes menos entre 1933 y 1939, aproximadamente el 60% corresponde a personas a las que el Estado simplemente privó de su derecho a ganarse la vida ofreciéndoles a cambio una muerte segura. Más de la mitad de ellas por medios que Samuelson calificaría de "pacíficos", pues al menos hasta 1940 no fueron aprovechadas por la industria militar.

En los últimos meses, distintos analistas y políticos de izquierdas vienen acusando a los liberales, a quienes amalgaman con los conservadores compasivos de Bush y demás malas hierbas del social-derechismo, de no tener corazón y de haber perdido la cabeza. Como diría Hitler, "mira quién fue a hablar".

No hay comentarios: